juana

Juana había regresado con Amá del cementario a la casa y la había acostado en el catre. Tan pronto como Amá se quedó dormida, Juana se levantó del catre, llenó la cantimplora de su padre y se dirigió hacia las montañas. Había estado caminando desde la madrugada, deteniéndose de vez en cuando para tomar agua y recuperar el aliento. El sol estaba directamente frente a ella. En unas horas más, empezaría a descender las montañas.

El cielo estaba despejado, con la excepción de unas nubes infladas que empujaba el viento. El sol le quemaba la cara y Juana levantó la mano para cubrirse los ojos. Sentía como si estuviera inclinada sobre unas llamas, como lo hacían los panaderos para meter el pan al horno. Pero ella se sentía agradecida por el calor. El sol ya había secado su ropa mojada, y el calor hacía que el frío que le sacudía el cuerpo fuera más soportable. Debería haber traído más agua. La cantimplora que cargaba en su mochila estaba casi vacía, y el río estaba muy lejos. ¿Cuán lejos había caminado? Las montañas se veían igual de pequeñas que cuando apenas había empezado su jornada. Todavía le faltaba mucho.

Al otro lado de esas montañas, ella encontraría a Apá. Y cuando lo encontrara no iba a estar molesta con él. No le gritaría ni golpearía los puños contra su pecho, exigiendo explicaciones. Sólo le preguntaría una cosa: ¿Todavía nos quiere, Apá? Y si contestaba que sí, entonces ella le contaría de su hijo, del bebé que don Elías les había robado casi tres meses atrás. Pero no le contaría sobre Amá y las botellas de cerveza bajo la cama. Eso no se lo contaría.

Juana se detuvo para recuperar el aliento. Miró el suelo mojado secándose bajo el sol. Miró los matorrales y los nopales esparcidos a su alrededor. Ya hacía mucho que había pasado por los campos. Desde donde ella estaba, podía ver la milpa creciendo en líneas rectas.

En unos días más cumpliría trece años y ella ya había pedido su deseo de cumpleaños. Guardaba las esperanzas de que la Virgencita cumpliera su único deseo: encontrar a su padre y convencerlo de que regresara.

Si él regresaba, podría ir a la estación de policía a poner una demanda contra don Elías. A él sí lo escucharían, pues nadie le había hecho caso a ella ni a Amá. Don Elías tendría que devolver el bebé. Si él regresaba, Amá tendría un bebé a quien amamantar, en vez de tomar cerveza todas las noches. Y dejaría de apretarse los senos, llorando porque ya estaban secos. Y si él regresaba, tal vez Amá la perdonaría por la muerte de Anita.

Las montañas quedaban muy distantes. ¿Era acaso su imaginación? Estaba segura de que la noche anterior, justo antes de que todo se hundiera en la oscuridad después de la puesta del sol, las montañas le habían parecido menos lejanas. Pero ahora, a estas horas de la madrugada, se veían muy lejos.

Juana volteó la cantimplora y metió la lengua en ella, tratando de lamer las gotas que quedaban, pero no había ninguna. Caminó y caminó, con los ojos enfocados en las montañas que estaban frente a ella. Ni siquiera se preocupó por quitarse la piedra que tenía en el zapato. La dejó ahí para que la lastimara. Al menos el dolor en la planta del pie la ayudaría a no pensar en el dolor de su estómago hambriento, en el dolor de su garganta seca o en los escalofríos que hacían temblar su cuerpo.

Se detuvo para recuperar el aliento y se recargó contra una piedra. El viento le azotaba el cabello contra la cara. Miró al cielo y observó las nubes de lluvia que se reunían sobre ella. La lluvia no le vendría mal. Necesitaba agua. Juana se dirigió hacia un pequeño charco de lluvia escondido bajo una piedra. Recogió un poco de agua para mojarse la frente. Se mojó la nuca y dejó que unas gotas bajaran por su garganta. Apretó las rodillas contra su pecho al sentir que su cuerpo se estremecía.

Cuando abrió los ojos, Juana no sabía dónde estaba. Se encontraba dentro de una choza muy parecida a la de ella. Pero esa choza olía a aceite de almendras y epazote. Podía oír cantos de palomas. Palomas por todos lados. ¿Acaso estaba muerta?

—Está ardiendo en calentura—dijo un hombre.

—He tratado de curarla—dijo una mujer—, pero un corazón roto tarda en curarse.

—Sí, tomará tiempo.

—Ahora calla, déjala que descanse.

*  *  *

Apá está de pie detrás de Juana, exprimiendo limones dentro de una cubeta con agua. Juana está sentada en el lavadero, esperando su baño.

«¿Me puede contar un cuento, Apá?», pregunta ella. Él asiente con la cabeza y le cuenta el cuento de la Llorona, la mujer que, en un momento de desesperación, llevó a sus hijos al río y los ahogó. «Pero a usted no le gusta el cuento de la Llorona», dice ella. Apá se ríe y se ríe y se ríe. De repente, él deja caer el agua sobre Juana. Agua fría con limón que le quema los ojos, y ella grita.

—Ya, ya, Juana.

Doña Martina estaba poniendo trapos mojados en la frente de Juana. Le puso una botella de alcohol bajo la nariz y la mantuvo ahí por unos segundos, hasta que el olor llegó al cerebro de Juana y ahuyentó la oscuridad. Doña Martina le sonrió y por un momento su sonrisa desdentada le dio el aspecto de una niña a la que se le había caído su primer diente. Pero sus ojos tristes y las arrugas que los rodeaban la hicieron verse como una anciana otra vez.

—La fiebre ya se te pasó—dijo ella—. Y debes tratar de recuperarte.

—¿Cómo me encontró?—preguntó Juana.

—Cuando fui a echarle un ojo a tu mamá, no te vi en la casa. Le pregunté dónde estabas, pero estaba demasiado borracha para decirme. Sólo decía que tú te habías marchado. Que también a ti te había perdido. Mandé a mi esposo a que te buscara. Se topó con unos campesinos y les preguntó si te habían visto. Ellos dijeron que en la mañana habían visto a una niña pasar por los campos donde estaban trabajando. Dijeron que ella se había ido hacia las montañas.—Juana pensó en las montañas. Si hubiera llevado más agua, habría logrado llegar—. Te encontraron al pie de las montañas justo antes de que empezara la lluvia. Estabas ardiendo en calentura.

Doña Martina alzó un vaso con agua para que Juana bebiera, pero Juana volteó la cabeza y rehusó beber. Había fracasado. No había encontrado a Apá.

—Juana, necesitas ser fuerte. Tu madre te necesita.

—Ella me odia—dijo Juana.

—Debes darle tiempo, Juana. Tu madre ha pasado por mucho. Primero, tu padre se fue y no ha mandado palabra alguna. Y ahora ha perdido a su hijo. Es demasiado dolor para cualquier mujer, Juana. Ya ha perdido muchos hijos.

Juana trató de tragarse las lágrimas. Dijo que no lloraría. Dijo que no lo haría. Pero no se pudo aguantar.

—No lo pude lograr—dijo a través de las lágrimas—. No lo logré. No lo logré.

—¿De qué estás hablando, Juana?

—Las montañas. Tenía que cruzar las montañas para encontrar a Apá.

—Pero tu padre no está al otro lado de las montañas.—Juana miró a doña Martina—. Niña, los Estados Unidos están muy, pero muy lejos.

—Pero Apá me dijo que estaría al otro lado de las montañas. ¡Y me dijo que las mirara cada vez que lo necesitara!

Doña Martina guardó silencio por un momento, como si estuviera pensando en qué decir.

—Tal vez te dijo eso pa’ que no te sintieras tan mal de que él se iba. No juzgues a tu padre ni pienses que te estaba mintiendo. Él simplemente no quería lastimarte todavía más.

Juana miró a doña Martina. Apá no estaba al otro lado de las montañas. Entonces no estaba cerca de ella.

Doña Martina fue al armario y sacó un mapa. Lo puso en la cama y le mostró a Juana el estado de Guerrero, donde vivían. Deslizó su dedo por los estados de Michoacán, Jalisco, Nayarit, Sinaloa, Sonora, Baja California … Luego su dedo cruzó una línea gruesa y negra y dejó de moverse. Juana miró el lugar que señalaba el dedo de doña Martina. Unas pequeñas letras negras del tamaño de las pulgas saltaron a la vista. Deletreaban Los Ángeles. Fue entonces cuando Juana se dio cuenta de que lo que doña Martina decía era verdad. Apá no estaba al otro lado de esas montañas. Y para poder encontrarlo, ella tendría que cruzar no sólo estas montañas, sino quizá cien más.