adelina

Por mucho tiempo, Adelina rehusó usar la herencia de seis mil dólares que le había dejado don Ernesto. No quería aceptar que don Ernesto, en verdad, ya no estuviera con ella. Había llorado por él por muchas noches.

Finalmente, Adelina contrató un detective privado con el dinero que le dejó don Ernesto. Al principio, el detective encontró pistas falsas, pero un día de noviembre la llamó para darle la noticia que por mucho tiempo ella había estado esperando.

—Creo que esta vez lo he encontrado—dijo el detective Brian González—. Está en Watsonville, trabajando en los campos.

—¿Está seguro?—preguntó Adelina, recordando el viaje que una vez había hecho para el norte de California, parando en Salinas, Castroville y Watsonville. Ella no había encontrado nada. ¿Cómo fue posible que no lo hubiera encontrado entonces?

—Lo he visto—dijo el detective González—. Tiene el mismo nombre que su padre, y vino a los Estados Unidos en el mismo año que él.

—¿Habló con él? ¿Le preguntó sobre mi madre y sobre mí?

—Uh, hay un problema, Adelina.

—¿Qué pasa?—preguntó ella.

—Él no se acuerda de nada. Tuvo un accidente hace mucho tiempo. Un carro lo atropelló y el conductor no paró para ayudarlo. Perdió la memoria y aún no la ha recuperado. Dice que ve imágenes en su mente, imágenes de una mujer, una niña.

—¿Pero no se acuerda quiénes son?

—No. Dice que ha estado esperando que alguien venga a buscarlo. Está seguro de que tenía una familia, pero no sabe a dónde ir a buscarla. Había estado en Watsonville por dos días cuando ocurrió el accidente. Y lo único que los vecinos supieron de él fue su nombre.

—Voy a tomar el autobús de Greyhound esta noche—dijo ella.

—La recogeré en la estación—dijo el detective González.

Adelina lentamente colgó el teléfono. ¿Acaso esa era la razón por la que su padre nunca regresó a casa?, ¿porqué no se acordaba de dónde era?

¿Cuántas veces había viajado ella en un autobús de Greyhound? Demasiadas para poderlas contar. Siempre en sus días de descanso había ido a buscar a su padre. San Diego, San Clemente, San Luis Obispo, Santa Bárbara. Tantos nombre de santos, pero ninguno le había ayudado a encontrar a su padre.

Adelina se tomó dos pastillas para dormir y reclinó su asiento. Mientras esperaba que el sueño llegara, trató de recordar cómo era su padre. Apenas se podía acordar de sus ojos, en forma de gotas de lágrimas, siempre entreabiertos. Hasta cuando sonreía parecía triste.

Adelina miró por la ventana hacia la oscuridad. Apenas podía ver las siluetas de las montañas en la distancia.

El detective González la estaba esperando en la pequeña estación de autobuses en Watsonville. él le preguntó si quería descansar y almorzar. Adelina sabía que había sido un viaje largo y su cuerpo estaba entumecido, pero aun así se negó.

—Lo quiero ver.

El detective González y la llevó hacia su coche. Manejó sobre un camino curvado que se desviaba por la carretera principal. En la distancia, Adelina podía ver plantas de fresa creciendo en líneas paralelas. Llegaron a un grupo de casas rodantes rodeadas de árboles. Algunos niños jugaban afuera y una mujer colgaba su ropa en un alambre que iba de un tráiler a un árbol.

La mujer observó a Adelina y al detective González. Adelina pudo percibir el miedo que la mujer le tenía a la gente extraña. Ella sabía que la gente que trabajaba en el campo siempre tenía miedo de ser descubierta por la migra.

—Buenos días, señora—dijo el detective González. La mujer movió la cabeza para saludar y siguió colgando su ropa.

—Esa señora tiene la boca sellada—dijo el detective González—. No me quiso contestar ni una de mis preguntas.

Tocaron a una puerta y esperaron. Adelina trató de calmarse y respiró profundamente. Su padre probablemente estaba del otro lado de la puerta.

Una mujer que parecía andar por los cincuenta años abrió la puerta. Traía un mandil sobre su vestido y Adelina pudo oler el aroma de frijoles hirviendo en una olla.

—Detective González—dijo la mujer mientras se secaba las manos con una toalla de cocina.

—Buenos días, señora Gloria. Le presento a la señorita Adelina Vásquez.

Adelina estiró la mano para saludarla.

—Vine a ver al hombre que podría ser mi padre—dijo Adelina.

La mujer asintió con la cabeza y los guió a una pequeña sala. Les indicó que se sentaran en el sillón. Adelina se sentó y se sintió hundirse en los cojines acabados. Se sostuvó del sillón y se empujó hasta la orilla.

—Fue a cortarse el pelo. Estará aquí en cualquier momento. Quería verse bien pa’ cuando viniera.

Adelina miró a la mujer, escuchando el tono en que ella hablaba de su padre. Con mucha familiaridad, intimidad.

—¿Viven juntos?—le preguntó a Gloria.

—Yo vivo aquí, sí—dijo Gloria. Estaba tan nerviosa que estaba apretando fuertemente la toalla que tenía en las manos.

—Lo que quise decir es que si usted es su pareja—dijo Adelina, no queriendo decir las palabras «mi padre» y «esposa».

—Si señorita, yo soy su pareja.

Adelina miró al detective González. ¿Por qué no le había mencionado eso?

—Escuche, señorita—dijo Gloria—, él no se acuerda de su pasado. No sabíamos si estaba casado y si tenía hijos. Por muchos años estuvimos como amigos, pensando que algun día alguien iba a venir a buscarlo, pero nadie vino. Estamos viejos ya. Hace unos años decidimos darnos la oportunidad de ser felices.

Adelina miró a Gloria retorcer la toalla como si fuera un pescuezo de gallina.

—He tenido tanto miedo de que este momento llegara—dijo Gloria, antes de disculparse y salir corriendo para esconderse en la cocina.

Adelina no sabía qué pensar. Había visto bien la cara de Gloria, la agonía escrita en su rostro. Debía ser difícil tener una relación con alguien sabiendo que algun día llegaría el pasado a pedir cuentas.

Oyó que alguien chiflaba afuera. Inmediatamente se enderezó, los ojos estaban pegados a la puerta. Lentamente se movió la chapa. Adelina apretó las manos, como si estuviera rezando. «Por favor, que sea mi padre. Por favor».

La puerta se abrió y entró el hombre a quien había estado esperando. Él se recargó contra la puerta y miró a Adelina.

Adelina se puso de pie, no sabiendo qué decirle. La quijada le tembló levemente, pero apretó los dientes dentro de la boca.

—Buenos días—dijo él al estrechar la mano—. Yo soy Miguel García.

—Buenos días—dijo Adelina, estrechando la mano para saludarlo. Las manos de él eran ásperas como piedra pómez.