juana

—¿Así que te metieron aquí porque pensaron que habías robado algo?—le preguntó Adelina a Juana.

Juana asintió con la cabeza.

—Carajo. Esos hijos de la chingada siempre hacen cosas así. Meten a cualquiera en la cárcel sean culpables o no.

—¿Y tú por qué estás aquí?—le preguntó Juana.

—Yo, eh, ya sabes, estaba trabajando.

Juana bajó la mirada, avergonzada.

—No eres de aquí, ¿verdad?

—No. Apenas llegué esta mañana.

—Yo llegué hace tres años—dijo Adelina—. Pero ¿qué estás haciendo en Tijuana?

Juana miró sus manos, pensando en su padre. Sintió que tenía algo atorado en la garganta. Y las lágrimas amenazaban con brotar de sus ojos en cualquier momento.

—Estoy aquí pa’ encontrar a mi apá. Se fue de casa hace dos años. Se vino pa’cá con intenciones de pasarse pa’ El Otro Lado. Y mi amá y yo ya no supimos de él.

Adelina extendió la mano y acarició el cabello de Juana. Instintivamente Juana se hizo hacia atrás. Le sorprendía sentir la mano de alguien tocarla con tanta ternura. Se acordó que Amá la había tocado de esa manera cuando todo había estado bien entre ellas, antes de que muriera Anita.

—Lo encontrarás, ya verás—dijo Adelina.

Juana asintió con la cabeza.

Juana se quedó en la cárcel un día más que Adelina. Cuando los cargos contra ella fueron retirados le dijeron que ya se podía ir. Adelina la esperó en la entrada de la estación de policía, como había prometido hacerlo.

—Te vas a quedar conmigo—dijo Adelina—. Doña Lucinda dice que no le importa, con tal de que le paguen su renta.

—¿Quién es doña Lucinda?—preguntó Juana.

—La dueña del lugar donde vivo.

—No tengo dinero, Adelina, pero te prometo que buscaré trabajo y te ayudaré.

—Lo sé.

Cruzaron la calle y esperaron en la parada del autobús. Juana miró los coches que pasaban rápidamente frente a ella. Se sentía tan pequeña en ese lugar, rodeada de tantos edificios altos y asfixiada por toda la gente a su alrededor.

—Adelina, ¿por qué me estás ayudando?—preguntó Juana.

Adelina miró el autobús que se aproximaba hacia ellas.

—Porque estás haciendo algo que yo no tengo el valor de hacer.

—¿Y qué es eso?

—Ir a buscar a mis padres.

Adelina sacó el dinero que necesitaban para pagar el pasaje. El autobús se detuvo ante ellas.

—¿Qué quieres decir?—preguntó Juana al subirse al autobús.

Caminaron por el pasillo y se dirigieron a la parte trasera, donde había menos gente.

—Hui de mi casa hace tres años, cuando tenía quince. Yo soy de El Otro Lado, como le llamas. Muchas veces he deseado regresar a casa. Pero ¿cómo podría regresar ahora? Mira en lo que me he convertido.

Adelina desvió la mirada, pero no antes de que Juana pudiera ver que sus ojos se habían llenado de lágrimas. Miró el nuevo morete que Adelina había tratado de cubrir poniéndose una capa gruesa de maquillaje en la cara. ¿De dónde venían tantos moretones?

—¿Y por qué huiste de casa?—preguntó Juana.

Le apenaba hacerle tantas preguntas, pero cuando miraba los ojos verdes de Adelina, no sentía que estuviera mirando los ojos de una extraña.

—Me enamoré—dijo Adelina—, pero él era mayor que yo, y mi padre me amenazó con mandarme a vivir con mis abuelos si no lo dejaba. Así que huimos para acá, a Tijuana.

—¿Y dónde está él?

—Viene de vez en cuando, para recaudar lo que le toca.

Adelina vivía en un viejo edificio de apartamentos no muy lejos del centro. La pintura azul se estaba despegando de las paredes como si fueran hojas secas de elote y el césped ya tenía mucho tiempo que no lo cortaban. Adelina dijo que había doce cuartos en el edificio y que casi sólo mujeres vivían allí. Mujeres como ella. La muchacha con la que compartía el cuarto se había casado con un cliente y se había ido.

—¿No crees que tuvo mucha suerte?—preguntó Adelina mientras caminaban por el pasillo.

Juana podía escuchar ruidos detrás de las puertas cerradas por donde caminaban. Gemidos, camas rechinando. Oyó a alguien reír, a otra llorar.

Una mujer estaba en el umbral de su puerta, fumando. Al caminar frente a ella, Juana la reconoció. Era una de las mujeres con las que había compartido la celda.

—Hola Verónica—dijo Adelina—. ¿Te acuerdas de Juana?

Verónica asintió con la cabeza, soplando el humo del cigarro y mirándolo elevarse en el aire como una serpiente transparente.

—¿Así que decidiste asociarte con nosotras?—preguntó.

Juana no sabía lo que había querido decir, pero no le gustó nadita el tono de la pregunta.

—Virgen, ¿verdad? Anda, no tengas miedo—dijo Verónica—. Estás joven y no te ves nada mal, aunque estás demasiado flaca. Pero bueno, eso será para tu ventaja, de seguro—dijo Verónica al acariciarle la cara a Juana—. A muchos hombres les fascinará tu aspecto de niña frágil e inocente. Ya sabes, a los hombres les gusta sentirse superiores a las mujeres. Especialmente con las muchachitas que no se pueden defender.

—No seas así, Verónica, la estás espantando.

Adelina tomó la mano de Juana y se la llevó escaleras arriba a su cuarto. El olor del humo del cigarro fue tras ellas. Adelina se dirigió a su cajonero y prendió una varita de incienso. Juana respiró el olor a jazmín. Olía a Amá.

Adelina señaló una de las camas gemelas en cada esquina del cuarto.

—Esa es tuya—dijo Adelina apuntando a la cama del lado izquierdo.

Juana asintió con la cabeza. Se sentó en la cama que ahora ya era suya y saltó en ella. El colchón estaba viejo y la cama crujía pero era mucho mejor que el catre que había dejado en su pueblo.

Adelina se dirigió al closet y sacó un vestido corto de un color rojo subido.

—¿Vas a salir?—preguntó Juana.

Adelina asintió con la cabeza.

—Yeah, gotta work—dijo en inglés. Volteó a ver a Juana y se rió—. Necesito ir a chambear. ¿Sabes qué? Te voy a enseñar a hablar inglés. Juana nunca había escuchado inglés antes. Las palabras le parecieron raras. Pero quería aprender. Tal vez su padre ya sabía hablar inglés. No le soprendería a él, cuando ella lo encontrara, saber que su hija también ya podía hablar esa lengua extranjera.

—¿Te gusta lo que haces?—preguntó Juana.

—No, pero no sé hacer otra cosa. Además, no está tan mal, ya cuando te acostumbras.

Juana trató de desviar la mirada cuando Adelina se quitó la ropa frente a ella. Nunca había visto a una mujer desnuda, ni siquiera a su madre. Pero Juana no pudo dejar de voltear a verla y admirar el cuerpo delgado de Adelina. Se preguntó si en unos años más, ella también tendría esa figura.

—¿Y por cuánto tiempo te has dedicado a esto?—preguntó Juana.

—Casi tres años. Mi novio me metió en esto. Nos estábamos muriendo de hambre, caray, y él no podía encontrar trabajo. Un día trajo a unos amigos a la casa y pues una cosa llevó a otra y ahí estaban ellos, vaciando sus bolsillos y dándole billete tras billete a mi novio, pagándole por mí.

Cuando Adelina se volteó, Juana miró los rasguños que ella tenía en la espalda.

—Bueno, ya me tengo que ir—dijo Adelina al terminar de ponerse una nueva capa de maquillaje.

—Yo quiero salir también. Necesito empezar a buscar a mi apá.

—Ya es tarde, Juana. Deberías empezar mañana.

—No, yo creo que lo más pronto mejor—Juana se puso de pie—. ¿Crees que me puedas decir dónde puedo encontrar a los coyotes?

Adelina chifló.—Sí. Algunos de ellos son mis clientes. Pero te advierto, Juana, que ellos son de boca cerrada. La única manera de hacerlos hablar es en la cama, pero bueno, ven conmigo y yo te diré quienes son.

Adelina le dio a Juana un suéter y no tomó uno para ella.

—¿No tendrás frío?—preguntó Juana.

—Necesito enseñar lo que vendo, Juana. No me importa el frío. Lo que me importa es no morir de hambre y no estar sin un quinto.

*  *  *

Cuando llegaron a la cantina, Juana apretó mas fuerte el suéter contra ella. Sentía que muchos ojos la miraban. Demasiados ojos quemándola con sus miradas, como si la estuvieran desvistiendo. Los hombres chiflaban mientras ella y Adelina se dirigían a la barra. Adelina se sentó en un banco y cruzó las piernas, dejando que su vestido se subiera más y más, hasta dejar descubiertos los muslos.

Le indicó a Juana que se sentara a su lado. Los hombres llegaron pronto, ofreciéndoles bebidas.

—Hola Adelina, ¿así que nos trajiste a una ovejita?—preguntó uno de los hombres.

Adelina negó con la cabeza.

—Lo siento, muchachos, pero ella no está en este negocio. Es otra razón por la que está aquí.

—¿Y cuál sería esa razón?—preguntó otro hombre, dándole una cerveza a Adelina y otra a Juana. Adelina tomó la suya, pero Juana movió la cabeza y dijo que no la quería.

—Estoy buscando a mi apá—dijo Juana suavemente, preguntándose si los hombres la habían escuchado a pesar de que la música estaba muy alta.

—¿Estás buscando a quién?—preguntó uno de los hombres.

—A mi padre. Se vino pa’cá hace dos años pa’ irse al Otro Lado, y pos mi amá y yo ya no supimos nada de él.

Los hombres negaron con la cabeza.

—Lo siento, muchacha, pero no te podemos ayudar con eso.

Unos le dieron la espalda a Juana, otros se fueron. Adelina miró a Juana y se encogió de hombros.

—Va a ser difícil hacerlos hablar, Juana—dijo.

Juana pensó en Amá, en las cosas que ella había hecho con don Elías, en las cosas que la gente del pueblo habían dicho de ella. Pensó en el pecado que su madre había cargado como una cruz. Su madre había hecho lo que se tenía que hacer.

Y Juana tendría que hacer lo mismo.