Cuando Adelina entró al cuarto donde el Dr. Schaffer la había llevado, Diana volteó a mirarla, pero no le sonrió ni hizo ningún intento por reconocer la presencia de Adelina. Volteó a mirar el televisor que estaba colgada en la pared.
Adelina jaló una silla y la colocó al lado de la cama. Miró las muñecas de Diana, cubiertas con vendas blancas.
—¿Cómo te sientes?—le preguntó Adelina al sentarse.
Diana siguió mirando la televisión.
Adelina estiró la mano para tocar la mano de Diana, teniendo cuidado de no lastimarla.
—Deberían de haberme dejado allí—dijo Diana.
—Pero Diana …
—Me quiero morir, Adelina. Yo no puedo vivir así, con este dolor que me desgarra por dentro hasta que ya no puedo respirar.
—El dolor toma tiempo para curarse, Diana. Un día ya no te dolerá tanto como te está doliendo ahora.
Diana resopló. Volteó a mirar a Adelina y le dijo:—Y ¿qué sabes tú de dolor? Tú no sabes lo que es ser responsable de la muerte de un niño. Tú no sabes cómo se siente que llegue la noche y tu cuerpo anhela poder descansar, pero tu mente culpable no te deja dormir.
Adelina luchó por detener las lágrimas. Odiaba llorar. Era algo raro que ella llorara, porque al contrario de otra gente, al llorar se sentía aún peor.
—Tú no sabes cómo se siente uno, Adelina. Estar despierta toda la noche, peleando con los demonios que te acosan, que te roban el sueño.
Adelina se limpió las lágrimas que corrían por su rostro. Respiró profundamente y le dijo:—Sí lo sé. Déjame contarte una historia, Diana. La historia de una niña que se durmió una noche de lluvia y ahogó a su hermanita.