Corazones del mundo (1918)
Título original: Hearts of the World
Productoras: D. W. Griffith Productions, Famous Players-Lasky Corporation, War Office Committee
Productor: D. W. Griffith
Director: D. W. Griffith
Guion: D. W. Griffith
Fotografía: G.W. Bitzer, Alfred Machin, Hendrik Sartov
Música: Carli Elinor, D. W. Griffith
Montaje: James Smith, Rose Smith
Intérpretes: Lillian Gish, Robert Harron, Dorothy Gish, Adolph Lestina, Josephine Crowell, Robert Anderson
País: Estados Unidos
Año: 1918
Duración: 117 min. Blanco y negro. Muda
«Una historia de amor de la Gran Guerra» es la frase que figura bajo el título de Corazones del mundo en el póster de la película. Y eso es, con todas las consecuencias, este largometraje dirigido por David Wark Griffith inmediatamente después de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915) e Intolerancia (Intolerance. Love’s Struggle Throughout the Ages, 1916), las películas que más han trascendido de la, cuantitativamente hablando, inmensa filmografía de un director que merece el calificativo de pionero (más de 500 obras entre cortos y largometrajes desde 1908) tanto por la antigüedad de sus comienzos como por su aportación formal al desarrollo del arte cinematográfico.
Corazones del mundo es recurrentemente calificada como cine propagandístico debido a los orígenes en que se gestó su producción (surgió de una invitación del gobierno británico a D. W. Griffith para realizar una cinta de guerra, facilitando al director una visita al frente Occidental con la intención de animar a Estados Unidos a tomar parte en la guerra) y a la anécdota temática de que el protagonista fuera un ciudadano americano que, residiendo en Francia, decidiese alistarse en el ejército local para combatir contra la Alemania agresora, convencido de que «un país en el que merece la pena vivir es un país por el que merece la pena luchar». Ese supuesto ánimo proselitista queda bastante difuminado ante el grueso (por extenso) drama romántico y folletinesco que domina el metraje: un chico (Robert Harron) y una chica (Lillian Gish), él con pretensiones de ser escritor, ella locamente enamorada, ven interrumpida su bucólica y despreocupada vida en un pueblecito francés por la declaración de guerra contra el Imperio Austrohúngaro y por el consiguiente alistamiento voluntario del joven en busca de algo de épica romántica. A partir de ahí, el relato bélico será continuamente traspasado por las penalidades sufridas por la familia del protagonista durante el conflicto, viendo su pueblo ocupado y oprimido por el invasor alemán. Destinado el protagonista a defender una trinchera cercana a su localidad de residencia, es herido, para ser luego encontrado por su prometida, que le cree muerto. Hay un apasionado reencuentro cuando él vuelve a buscar a su prometida disfrazado de soldado alemán con el fin de pasar desapercibido.
La historia, vista hoy, carece de la originalidad e interés argumental que pudiera tener para un espectador coetáneo de la película, y resulta difícil valorar las virtudes en cuanto a la innovación técnica y narrativa que se le atribuyen, dado lo primitivo (a nuestros ojos) de su puesta en escena y el desigual ritmo que imprime un metraje demasiado abultado y desequilibrado, sin que por ello no deba prevalecer su sobresaliente interés arqueológico al ser una de las primeras cintas bélicas de la historia del cine y un ejemplo accesible de los más remotos orígenes de esa disciplina artística.
Griffith acudió a la invitación del Gobierno británico muy interesado en filmar en el frente real, esperando ser testigo de un relato singular y emocionante (rodó en Francia y Gran Bretaña, además de en California con posterioridad) merecedor de ser registrado por la cámara, para encontrarse con la decepcionante y tediosa vida en las trincheras. Eso no le impidió rodar algunos planos reales de las tropas pertrechadas con todo el equipo de guerra (caballos, cañones, carros, etc.) marchando por caminos, carreteras o entre los escombros de poblaciones destrozadas por la artillería, luego encajadas en un relato puramente dramático que sirve de hilo conductor al conjunto de la trama, aportando con ello un tono documental (tan agudizado como para que los soldados fotografiados no hagan más que mirar directamente a la cámara al pasar frente a ella) que, junto con unas escenas de batalla muy logradas (la toma de trincheras alemanas por los franceses, y a la inversa, con bayoneta calada y muy creíbles combates cuerpo a cuerpo), consigue una pátina de veracidad que convierte la cinta, salvando las distancias con la auténtica realidad, en casi un testigo de su tiempo (no olvidemos que aún faltaban muchos meses para el fin de la guerra cuando la película fue filmada).
Más allá de lo anterior, Corazones del mundo inaugura ese maniqueísmo asociado a la representación de los soldados alemanes de la época (extensible a sus sucesores durante el nazismo), dignos estereotipos villanescos que aparecen fustigando a mujeres, acosándolas con lascivas intenciones o utilizándolas como mulos de carga. Esa forma de retratar al enemigo no hace sino justificar el combatirlo, atraer a los jóvenes hasta las oficinas de reclutamiento y servir de apoyo emocional a una sociedad civil que necesita imaginar que todo el sufrimiento al que se ve sometida tiene como justa causa la lucha contra el mal, contra el agresor exterior. El cine comienza así a utilizarse como soporte para una coartada ideológica que esconde intereses geoestratégicos y económicos diversos, y capaz de extenderse entre esa masa moldeable que es la audiencia; lo que hoy llamamos la política de la posverdad, configurando una opinión pública basada en ideas falsas o adulteradas cuya asimilación masiva sitúa a la sociedad a favor de los intereses de quienes así han programado una hoja de ruta cuya única finalidad es satisfacer sus exclusivas necesidades: algo que, por desgracia, un siglo después todavía está muy vigente.