Los invasores (1941)
Título original: 49th Parallel
Productora: Ortus Films
Productor: Michael Powell
Director: Michael Powell
Guion: Emeric Pressburger, Rodney Ackland
Fotografía: Freddie Young
Música: Ralph Vaughan Williams
Montaje: David Lean
Intérpretes: Laurence Olivier, Leslie Howard, Eric Portman, Niall MacGinnis, Richard George, Peter Moore, Raymond Massey
País: Reino Unido
Año: 1941
Duración: 123 min. Blanco y negro
Maravillosa película británica anterior a la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, cuyo singular tono y excelente trama (varios soldados alemanes, los únicos supervivientes de un submarino destruido por la aviación canadiense tras torpedear los primeros un buque de los segundos, tratan de escapar de sus perseguidores intentando llegar a Estados Unidos, país neutral en el momento en que se sitúa la acción) rebajan su condición de cine bélico hasta aparentar un relato de intriga más propio de Fritz Lang o Alfred Hitchcock. No obstante, nunca olvida su carácter propagandístico, tan acorde con unos años en que aún faltaba tiempo para llegar al ecuador de la contienda. Y lo hace salpicando el metraje de soflamas, tanto a favor de la libertad y la democracia como en contra del nazismo, puestas en boca de diversos personajes, arengas a las que, por otro lado, en ningún caso cabe atribuirles un posicionamiento de carácter maniqueo dado el tono prudente y realista presente en todo momento. Como contrapunto a esa línea discursiva, durante la escena en la que uno de los huidos, el teniente alemán Hirth (Eric Portman), arenga a sus pacíficos compatriotas (estos establecidos en Canadá en torno a una comunidad de carácter religioso) con las mismas palabras altisonantes y los enfáticos gestos que pudieran haber surgido del mismísimo Adolf Hitler, la sorprendida audiencia recibe tan populista e inesperada disertación con la misma perplejidad, patente en sus caras y luego demostrada en sus palabras, con que cualquier ciudadano del mundo libre podría hacerlo hoy en día.
El discurso implícito en el excelente guion de Emeric Pressburger (judío de origen húngaro que, habiendo iniciado su periplo vital y profesional en Alemania, se vio en la obligación de reconducir sus pasos primero hacia Francia y luego hacia Reino Unido tras la llegada al poder del partido nazi) se sustenta en dos poderosos elementos, ambos cimentados sobre el contraste de contextos vitales e ideológicos totalmente opuestos. Por un lado, se presenta Canadá como el paraíso natural que es, donde la inmensidad de sus bucólicos bosques, el esplendor de sus paisajes y la telúrica relación de sus habitantes con el entorno —características cuya acumulación dentro de la unidad semántica que representa la película muestra al país como la metáfora perfecta de la virtud democrática y el equilibrio social— empequeñecen el limitado mundo ideológico y cultural en el que los nazis protagonistas creen a pies juntillas, aquel recogido en las páginas del Mein Kampf [Mi lucha], escrito por su Führer y que en algún momento el teniente alemán incluso equipara con las sagradas escrituras. Ese Canadá, descrito de forma exuberante por las imágenes y la música de Los invasores, incluso a pesar de la fotografía en blanco y negro, es un paisaje físico y moral en el que los nazis no pueden sentirse más fuera de lugar. Un choque este del que surgen muchas de las cuestiones que los nacionalsocialistas se plantean respecto a los modos de vida y las relaciones interpersonales que allí encuentran, muy especialmente durante su estancia en la comunidad religiosa que los acoge por un tiempo. Asistimos, por tanto, a la introducción de los soldados alemanes en un sorprendente mundo donde anglófonos, francófonos, emigrantes procedentes de la misma Alemania que ellos, esquimales e indios americanos conviven como miembros de una comunidad orgullosa de la libertad y la diversidad de la que disfrutan, separada de Estados Unidos únicamente por una «línea trazada por el hombre sobre un mapa»: el Paralelo 49 al que alude el título original, «la única frontera sin defensa del mundo», un concepto tan contrario a ese expansionismo belicoso demostrado por Alemania como promotora de las dos guerras mundiales.
Frente a esos elementos, los nazis aparentan incluso verse seducidos por lo contradictorio de todo ese escenario respecto a los postulados que soportan su ideología. Una atracción de la que solo les libra su cerrazón mental y las consignas de ese credo al que tanto se aferran. Uno de ellos, Vogel (quien viene a representar la conciencia llena de dudas y contradicciones del nazismo), encuentra la muerte a manos de sus propios compañeros con motivo del exceso de simpatía mostrado ante tan apacible lugar, lo cual es considerado como una demostración de debilidad y traición a su líder; una humanización de los nazis a través de ese personaje que llegó incluso a ser criticada en su día por quienes afrontaban la realidad del momento desde un punto de vista absorbido por el conflicto.
Mientras que lo habitual en situaciones dramáticas similares (en cine o literatura) es asistir a cómo el protagonista se ve inmerso en un entorno hostil dentro del cual se convierte en víctima, aquí, por el contrario, es el personaje principal el elemento que ejerce la violencia y la ofensa (el grupo de nazis), y a quien veremos introducido en un entorno que le es absolutamente ajeno, pasando de gato que caza a ratón al que todos persiguen, sin prerrogativas a su favor ni una ideología hegemónica institucionalizada que esté de su parte, todo lo cual transforma su antiguo poder en fragilidad frente a la sociedad sobre la que se trata de imponer: suscita repulsa la conducta autoritaria y prepotente que adoptan los nazis en cada lugar al que llegan, como la tienda donde asesinan a Johnnie el trampero (Laurence Olivier), la comunidad religiosa de alemanes emigrados o el campamento del escritor amante de la pintura (Leslie Howard); en los dos últimos casos, con especial énfasis desde el momento en que deciden revelar su verdadera identidad.
Prescribiendo a los nazis su propia medicina, nos atrapa la escena en la que un miembro de la Policía Montada del Canadá se dirige al público asistente a la exótica celebración del Día Nacional del Aborigen (o Día del Indio) para describir con detalle la apariencia de los tres alemanes fugados, instando luego a todos los presentes a mirar hacia la persona que cada cual tiene a su lado para, en el caso de encontrarse con uno de ellos, delatarlo sin más dilación. Ello actúa como la irónica materialización de una cierta justicia poética con la que vengar la caza de brujas llevada a cabo contra los judíos en Alemania y en el resto de la Europa ocupada por el nacionalsocialismo.
Todo lo anterior compone un contexto cuya disparidad respecto al canon dramático más común ejerce un atractivo sobre el espectador de enorme importancia en cuanto a la apreciación que este hace de la historia que nos cuenta Michael Powell; en su conjunto, todo un prodigio fílmico merecedor de mejor recuerdo del que hasta la fecha le ha otorgado la historia del cine.