J’accuse! (1919)
Título original: J’accuse!
Productora: Pathé Frères
Productor: Charles Pathé
Director: Abel Gance
Guion: Abel Gance
Fotografía: Marc Bujard, Léonce-Henri Burel, Maurice Forster
Música: Robert Israel
Montaje: Andrée Danis, Abel Gance
Intérpretes: Romuald Joubé, Séverin-Mars, Maxime Desjardins, Maryse Dauvray, Angèle Guys
País: Francia
Año: 1919
Duración: 166 min. Blanco y negro (tintado). Muda
Los insólitos créditos iniciales de J’accuse! introducen, junto con los intertítulos que sirven de presentación, una imagen que identifica a cada uno de los principales integrantes del elenco, alguno de ellos incluso con el subrayado del rasgo más característico de su carácter mediante un apunte metafórico (la imagen del actor Séverin-Mars se funde con la de un rabioso perro de presa, prejuzgándole como el villano de la función; el busto impertérrito de Maxime Desjardins se encadena con la imagen de una espada, distinguiendo su rol con la rectitud de la tradición más reaccionaria). Lo que no deja de ser una forma curiosa de descubrirnos al dramatis personae, al fin y al cabo parte intrínseca del relato, queda superado, en cuanto al asombro que genera, por el anteponer a todo ello la propia presentación que Abel Gance, su director, hace de sí mismo, de alguna manera exhibiendo una precoz autoconciencia sobre su condición de autor, tan alejada de aquella modestia propia de los artesanos a sueldo del posterior Hollywood clásico, a quienes supuestamente rescataron de un potencial olvido los diletantes y presuntuosos críticos de Cahiers du Cinéma. Tras los actores, los tres profesionales encargados de la fotografía vienen simbolizados por la imagen de tres cámaras de cine, acompañadas de los nombres de esos técnicos. Semejante prolegómeno no debe sino interpretarse como una declaración de intenciones dirigida a invocar la condición artificiosa del cinematógrafo, a la vez que el director se reivindica a sí mismo como un artista con derecho a reconocimiento. El francés, pues, durante esos primeros minutos no parece poseer afán alguno de contribuir a que el espectador se sumerja en la historia de una manera inconsciente, sino que, al desenmascarar su trastienda, prefiere establecer una reflexiva distancia entre aquel y su obra.
Gance, vinculado a las vanguardias culturales de su tiempo, utiliza aquí intrépidos recursos, inauditos en un arte con tan solo un cuarto de siglo de vida y un indómito camino aún por recorrer. Así, animaciones, efectos especiales y fantasmagorías de personajes soñados (los esqueletos danzarines, los soldados revividos, ese émulo del futuro Astérix el galo que estimula virtualmente a las tropas desde las trincheras) rompen de forma intermitente el ortodoxo realismo de una narración que ve salpicado su tránsito con esos atrevidos insertos experimentales, cuya insistente frecuencia, finalmente, determina un tono convertido en regla más que en excepción.
La película se esfuerza, durante sus compases iniciales, ya verdaderamente narrativos, en situarnos frente al clima de felicidad y despreocupación reinante en la Francia previa al estallido de la Primera Guerra Mundial; varios primeros planos de sonrientes hombres y mujeres asistentes a un festejo popular retratan ese contexto. Dentro de ese entorno bucólico, sin embargo, se gesta la tragedia para una mujer (emocionalmente) adúltera cuyo esposo, François Laurin (Séverin-Mars) —tosco, violento y lascivo—, disputa su amor enfrentándose a Jean Diaz (Romuald Joubé) —soñador y bondadoso caballero—, quien la pretende como amante. Los tintes del melodrama llegan cuando los dos hombres se alistan para luchar contra el invasor alemán, el mismo que durante la ausencia de ambos, lejos de su ciudad de origen, violentará en grupo a su amada. El aparente antibelicismo, recurrentemente atribuido a J’accuse! en el imaginario construido por variadas fuentes bibliográficas, se ve refutado por el maniqueísmo implícito en esa escena donde, anticipando famosos pasajes del Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) de F. W. Murnau, las sombras de varios soldados ataviados con el típico casco prusiano avanzan amenazantes hacia la desdichada joven, arrinconando su espíritu tanto como su cuerpo y haciéndonos intuir lo que seguirá ya fuera de plano. El soldado alemán como ente, con ese único acto de presencia durante las casi tres horas de metraje, es retratado como un monstruo al que subliminalmente se justifica combatir. Una postura la del director muy alejada de la falta de prejuicios que se le supone a un talante pacifista.
Es la vida en las trincheras lo que alenta la camaradería entre los dos parroquianos, convirtiéndose el triángulo amoroso que componen con su amada (eso sí, de carácter platónico en su rama ilegítima) en una relación consentida a dos bandas. Esa tolerancia tan increíble contrasta con el enfrentamiento entre antagonistas que representa la guerra (algunas de las escenas en el frente cuentan con la participación de la auténtica 28.ª División Americana, participante en la guerra), sobre cuyas muy escasas imágenes de soldados en combate —dotadas de un peso sobre el conjunto infinitamente menor que el dedicado a la parte civil del relato— Gance sobreimpresiona las figuras de vaporosos esqueletos danzantes a modo de presagio de su funesto destino. A diferencia del discurso empleado en otras cintas coetáneas, en la poética J’accuse! la guerra propiamente dicha es escasamente representada, y cuando se hace es sin exacerbar su dramatismo, volcándose el interés del director en la transferencia al espectador de la inquietud y el desequilibrio generados por tal contexto en la vida diaria de los personajes, ya fuera de las trincheras.
El amante Jean Diaz, poeta y músico, representante de la naturaleza creativa y romántica del hombre, caído en la locura cuando su yo soldado arrebata definitivamente el alma y la razón a su yo poeta, ni siquiera parece reconocer en su nuevo estado a su antaño muy amado cuaderno de poesía (con el título Les pacifiques escrito en la cubierta), que hasta poco antes atesoraba con vehemencia. Una transformación la de su alma similar a la del tranquilo paisaje nocturno que el personaje contempla desde la ventana, mutado espectralmente ante sus ojos en una porción de tierra quemada, hoyada por los obuses y sembrada con alambre de espinas. Una estilización en imágenes cuya conversión final del personaje en mártir Abel Gance evidencia explícitamente a través del significativo inserto de un plano de Jesucristo crucificado, con la palabra fin sobreimpresa. La exhortación «Yo acuso», que Jean Diaz reitera a lo largo de toda la historia, anticipa el postrero resurgir desde la muerte de las masas de soldados caídos en combate, quienes, como renqueantes zombis deseosos de justicia, retornan amenazantes al hogar para comprobar si su sacrificio ha servido de algo, si aquello por lo que lucharon merecía realmente la pena o si quienes se han beneficiado de esa entrega han respetado su memoria.