Ran (1985)

Título original: Ran

Productoras: Greenwich Film Productions, Herald Ace, Nippon Herald Films

Productores: Masato Hara, Serge Silberman

Director: Akira Kurosawa

Guion: Akira Kurosawa, Hideo Oguni y Masato Ide

Fotografía: Asakazu Nakai, Takao Saitô y Shôji Ueda

Música: Tôru Takemitsu

Montaje: Akira Kurosawa

Intérpretes: Tatsuya Nakadai, Akira Terao, Jinpachi Nezu, Daisuke Ryû, Mieko Harada

País: Japón, Francia

Año: 1985

Duración: 162 min. Color

La habilidad de Akira Kurosawa para extraer la esencia última de grandes obras literarias de la cultura occidental, identificar la universalidad de su discurso y adaptarlo al contexto y a la idiosincrasia de la cultura japonesa, además en otro medio tan distinto, es lo que convierte su cine, de raigambre tan aparentemente localista, en una manifestación cultural dotada de un mensaje tan universal como aquel que poseen las fuentes de las que bebe. Existe, por tanto, un camino de doble dirección en el que tan valiosa es la influencia recibida por sus películas como rica la proyección que emana de las mismas. Entre otras muestras, será el recurso a obras concretas de William Shakespeare, como Macbeth —de donde surge Trono de sangre (Kumonosu-jô, 1957)— o El rey Lear —adaptado en Ran, sobre la que aquí escribo—, lo que le permitirá transformar las tragedias contenidas en tan inmortales obras en ejemplos canónicos de un género tan exclusivamente nipón como el jidaigeki (drama de época cuya acción tiene lugar normalmente durante los períodos Azuchi Momoyama y Edo de la historia japonesa, esto es, aproximadamente entre los años 1568 y 1868), más concretamente en la modalidad definida por el subgénero chambara (cine de samuráis). Por ello, son productos intensamente integrados en la cultura a la que pertenecen, dotados de la singularidad que les aporta su localismo extremo en cuanto a ambientes, escenarios, vestuario y prototipos de personajes, aunque su mensaje, gracias a la ya citada universalidad subyacente de la temática de fondo, disfruta igualmente de una recepción satisfactoria entre la audiencia occidental más cultivada, aquella atenta a disfrutar de caminos alejados de ese adocenamiento por el que, en cambio, parece que suspira la inmensa mayoría.

Si ya los textos bíblicos cuentan con el mito de Caín y Abel para representar el odio entre hermanos como causante de la violencia primigenia, Kurosawa utiliza la obra del dramaturgo inglés para concretar una parábola sobre la guerra, donde la ambición desmedida de los hombres por lo material y la búsqueda irrefrenable del hedonismo son capaces de desbaratar ese dique natural y sagrado que debieran ser las relaciones fraternales y paternofiliales, y por extensión, aplicables a todos los hombres. Producida a mediados de una década donde la economía neoliberal alcanzaba su máximo esplendor en las sociedades occidentales, dominadas por la presidencia de Ronald Reagan en Estados Unidos (1981-1989) y el Gobierno de Margaret Thatcher en Reino Unido (1979-1990), el significado más íntimo de Ran no hubiera podido encontrar mejor y más oportuna ocasión para ser expresado en imágenes por el maestro japonés, pues fue en esos años donde más provecho pudo obtenerse de su moraleja.

En sus más de dos horas y media de metraje, Kurosawa nos cuenta la historia de un señor feudal, patriarca del clan de los Ichimonji, que, sintiéndose viejo, decide repartir poder, castillos y tierras entre sus tres hijos. Solo uno de ellos se apartará de la adulación para mostrarse sincero. Como premio obtendrá el desprecio de su padre y el destierro. Pero el tiempo demostrará que sus en apariencia impertinentes opiniones eran las únicas no erradas y, por descontado, las más sabias. Un descubrimiento que tras muchas vicisitudes —intrigas, traiciones, batallas— volverá a reunir a padre e hijo, el primero ya con la lección aprendida, aun deviniendo un final infeliz.

El tono teatral de la expresión y la locución de los actores, tan propios del cine japonés; su maquillaje; la planificación abierta, discreta y contemplativa adoptada por Kurosawa —con todo, el largo pasaje mudo del asedio al castillo donde se refugia el patriarca es un prodigio de narración y espectáculo—; y la utilización escenográfica de los colores y el vestuario (cuyo diseño ganó el Oscar de Hollywood en la ceremonia de 1986), incluso la banda sonora (o su ausencia en ocasiones), armonizan con el origen literario de la historia. Por otro lado, la coreografía de los espectaculares movimientos de tropas de infantería y caballería que protagonizan su tercio final sirve de clímax y materializa todas las tensiones que han ido forjándose entre los tres hermanos y entre estos y el resto de personajes a lo largo del metraje.

En paralelo al contexto bélico que se fragua poco a poco entre los hermanos rivales y sus respectivos ejércitos y aliados —como en Trono de sangre, siempre con la presencia de la mujer (Lady Kaede) como elemento instigador del conflicto—, el retrato de la guerra como consecuencia final de los más indignos comportamientos y ambiciones humanas se verá complementado en su pesimismo y sentido trágico con el trayecto vital del señor feudal Hidetora Ichimonji (Tatsuya Nakadai) hacia su decadencia física, simultánea a una sobrevenida lucidez moral, una vez adquiere conciencia del modo en que se ha equivocado con sus hijos y de cuánto mal ha hecho en su entorno durante toda una vida dedicada a la conquista y la tiranía. Una culpa que, difícil de asumir, le enfrentará con la tristeza y el desencanto, aquellos que anularán su juicio y su voluntad, sumiéndolo en la locura.

Un plano tan sencillo como sugerente será el que Kurosawa nos obsequie como colofón, que por sí solo resume todo el significado de la película: un hombre ciego (víctima en su niñez de la crueldad de Hidetora), a un paso de caer al vacío desde lo alto de un risco, es simbólicamente abandonado por Dios cuando la imagen de Buda, que su hermana le regaló para protegerle durante su ausencia, resbala de sus manos y cae al fondo del abismo. Kurosawa es, pese a su vocación de enseñar el camino correcto, un pesimista convencido. Como Sísifo, el hombre, en cuanto especie animal, repetirá una y otra vez la misma acción sin darse cuenta del bucle sin fin en que está inmerso.