La delgada línea roja (1998)
Título original: The Thin Red Line
Productoras: Fox 2000 Pictures, Geisler-Roberdeau, Phoenix Pictures
Productores: Robert Michael, Grant Hill, John Roberdeau
Director: Terrence Malick
Guion: Terrence Malick sobre la novela de James Jones
Fotografía: John Toll
Música: Hans Zimmer
Montaje: Leslie Jones, Saar Klein, Billy Weber
Intérpretes: Jim Caviezel, Sean Penn, Elias Koteas, Nick Nolte, Ben Chaplin, Woody Harrelson, John Travolta
País: Estados Unidos
Año: 1998
Duración: 170 min. Color
Adaptando la novela homónima de James Jones —autor también de De aquí a la eternidad (1951), célebre sobre todo por sus adaptaciones a la gran pantalla—, publicada en 1962 y previamente llevada al cine con El ataque duró siete días (The Thin Red Line, Andrew Marton, 1964), la película de Terrence Malick es, junto a Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, Steven Spielberg, 1998), una de las grandes cintas que acudieron a revitalizar el cine bélico durante la primera década del presente siglo (relanzamiento igualmente impulsado, de forma inesperada, por los atentados ocurridos en Nueva York el 11 de septiembre de 2001), participando en instaurar los modos que marcarían el futuro tratamiento fílmico de conflictos bélicos que antaño ya habían sido sobradamente frecuentados por el cine clásico (Primera y Segunda Guerra Mundial). A diferencia de aquellas visiones de antaño, que siempre retuvieron cierto ascendiente romántico, a los conflictos más recientes, como los de Afganistán o Irak, se los dotó en el cine de un tono muy diferente, cercano al enfoque generalmente recibido por las guerras de Vietnam y Corea, entregadas estas a evocar la idea desencantada del hombre moderno respecto a la guerra como concepto, sus motivaciones y sus consecuencias.
Malick aporta su recurrente mirada poética, trascendente y ensoñadora a un escenario tan poco proclive a esa perspectiva mística como la Batalla de Guadalcanal, uno de los enfrentamientos más importantes entre los aliados y el ejército japonés en el teatro de operaciones del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, donde la conquista de un aeródromo construido en la isla que da nombre a la batalla, bautizado luego como Campo Henderson —muy capaz de otorgar la superioridad aérea sobre esa parte del mundo al bando que retuviera su control—, iba a marcar la diferencia entre optar por una estrategia ofensiva o defensiva.
Será el soldado Witt (Jim Caviezel) —muy bien acompañado por los relajantes cantos de los nativos— el personaje encargado de aportar presencia física a la singular perspectiva del director de Malas tierras (Badlands, 1973), estableciendo un diálogo continuado con el pragmático sargento Welsh (Sean Penn), cuyo intercambio de tan distintas miradas sobre la vida reivindica frente al espectador la vigencia del debate entre ambos puntos de vista. En su caso, el diálogo protagonizado por ambos personajes no se plantea desde el enfrentamiento, sino desde la amigable tolerancia que implica la condescendencia con la que Welsh trata a Witt, a quien pese a todo aprecia, tal vez con envidia. Los diversos flashbacks con los que se instrumenta la introducción de esa íntima interpretación que hace Witt del mundo rupturan con su carácter onírico la dureza del grueso del argumento, más lineal y entregado a narrar las extremas tribulaciones de unos soldados que tratan de tomar al asalto la cima de la colina sobre la que se encuentra el aeródromo, atrapados entre el fuego cruzado que supone la amenaza de los japoneses por un lado y la presión ejercida por el insensible y egoísta teniente coronel Tall (Nick Nolte) por otro, cuyo interés personal por lograr méritos que logren enderezar su carrera militar le llevará a no dudar en sacrificar la vida de los hombres bajo su mando —lo mismo que no le tiembla el pulso para retirar el obstáculo que supone el capitán Staros (Elias Koteas), a quien releva de sus funciones por su demostración de humanidad y responsabilidad cuando se niega a obedecer una orden que condena a la tropa a una muerte segura.
Asumiendo ser la excepción que cumple la regla, Malick destierra cualquier atisbo de maniqueísmo, presentando tanto a norteamericanos como a japoneses como hombres asustados, situados en la encrucijada a que les somete la disyuntiva entre hacer aquello que se les ordena o aquello que su conciencia o su instinto de supervivencia les dicta. Incluso el díscolo soldado Witt opta (no sabemos si por la debilidad de sus principios o por terminar con su inmersión en una existencia que siente ajena) por provocar su ejecución en lugar de rendirse cuando es acorralado por una patrulla japonesa.
«La naturaleza es cruel», dice el teniente coronel interpretado por Nolte invocando la necesaria firmeza y determinación a la hora de dirigir a los hombres en el combate, reprochando así a Staros su blandura. Malick subraya esa idea con continuos insertos alusivos: unos pollitos sacados de su nido por los bombardeos reptan desamparados entre la hierba, la hoja de una planta se enrolla sorprendentemente sobre sí misma ante el suave contacto de la mano de un soldado, la enorme hoja de una planta tropical aparenta repeler el agua que un soldado vierte sobre ella con su cantimplora, una cobra se alza desafiante ante el avance de los soldados a través de la jungla. En el cine de Malick, la naturaleza, más allá de servir de contexto o de adquirir un carácter decorativo (que también), conquista la condición de convertirse en aquella constante presencia con la que el hombre debe tender a fundirse, el lugar al que realmente pertenece, sin que esa utópica querencia parezca evitar el progresivo alejamiento que el hombre consigue en realidad. Esa ley natural es a la que el soldado Witt se niega a dar la espalda. Su bucólica estancia entre los apacibles nativos protagoniza los primeros minutos de película como contrapunto a gran parte de lo que vendrá después; de alguna manera, para decirnos que otro mundo sí es posible. De ahí su aislamiento interior y la distancia que adquiere respecto a sus compañeros de armas. Pero no solo la naturaleza y la guerra son crueles e injustas, también esos vaporosos sueños románticos respecto a su joven esposa que tanto alimentan la esperanza del soldado Bell (Ben Chaplin), que se disiparán cuando, en una carta, ella le confiese haber conocido a un capitán de las Fuerzas Aéreas del que se ha enamorado: se sentía demasiado sola, dice. Con todo, la mirada de Malick no es pesimista, sino realista en su profundidad, a pesar incluso de la aparente pretenciosidad y el preciosismo de sus formas, y tan capaz de convocarnos a disfrutar de una vida que, pese a su imperfección, merece la pena ser vivida.