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Madrid, 1980

La clínica de Santa María de las Nieves era un edificio de ladrillo antiguo rodeado de árboles. Inmaculada se dirigió a una ventanilla en la que colgaba un cartel de información y le preguntó a la monja que atendía por sor Lucía. La religiosa le sonrió e indicó el camino. Recorrió los pasillos de mármol verdoso acompañada por el común olor a lejía, distinguió la secretaría de Ginecología por un cartelito en rojo y llamó suavemente a la puerta. Una mujer morena, con las manos llenas de cadenitas que escribía a máquina, levantó un momento la vista y la escrutó, pero no le hizo señal de que pasara. Inmaculada se sentó en una silla a esperar sin perder de vista la puerta acristalada hasta que la secretaria le indicó con la mano que pasase.

—Buenas tardes —le dijo a la mecanógrafa—, busco a sor Lucía. Vengo de parte de sor Bárbara.

—Ah, sí —respondió—, ¿es usted Inmaculada? —Asintió—. Vaya fuera un momento, ahora la aviso.

Inmaculada salió y esperó hasta que una monja bajita y sonriente apareció, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro:

—¿Eres Inmaculada? Qué bien que hayas podido venir, cómo me alegro. Ven, vamos a mi despacho. ¿Te ayudo? —preguntó mirando la bolsa del uniforme.

—No, gracias —dijo Inmaculada mientras se levantaba—, ya puedo.

La monja la acompañó a una salita desnuda, amueblada solo con un escritorio en el que había una imagen de la Virgen con el Niño. Se sentó y comenzó a parlotear jovialmente.

—Nos has encontrado por sor Bárbara, ¿no? ¡Qué bien! Sor Bárbara es un cielo.

—Bueno —explicó Inmaculada cohibida—, yo no la conozco, es el padre Salustino, que, al contarle mi problema…

—¡Pero Inmaculada! —exclamó sor Lucía con falso reproche—. ¡Esto no es un problema, es una bendición! —añadió con decisión—. No te preocupes, que te vamos a ayudar. Estás embarazada.

—De dos meses y medio, sí.

La monja sacó un cuadernito y empezó a apuntar con aplicación.

—No te agobies —explicó al ver su mirada—, es solo porque tengo muy mala memoria y después el médico me regaña. Ya tienes otros niños, ¿verdad?

—Sí —Suspiró la otra—, cinco más.

—¡Serán todos guapísimos! —la animó.

—Sí… —concedió Inmaculada—. Hasta la Carmen que tuvo meningitis no es fea. Y la Conchi —añadió orgullosa—, la mayor, es muy lista.

—Cuéntame, ¿qué edades tienen?

—La Conchi quince, la Carmen trece, el Juan once, el Pedro nueve y el pequeño, el Marcos, cuatro —respondió.

—¡Qué nombres más bonitos les has puesto! Me encantan. Dime, y perdona la indiscreción, ¿has perdido alguno? Ya sabes cómo son los médicos, quieren saberlo todo…

La cara de Inmaculada se entristeció.

—Cinco.

—¡Pobre! —exclamó sor Lucía apoyando una mano sobre la suya—. ¿Todos de repente?

—Bueno —dudó al acordarse del médico del Provincial—, me caí por las escaleras, fue un accidente…

La monja no hizo ningún comentario.

—Pues no te preocupes —exclamó con decisión—, porque esta vez te vamos a cuidar. Tú lo que tienes que hacer es alimentarte bien y hacer mucho reposo —continuó antes de que la otra pudiese replicar—. Dime, ¿cómo te ganas la vida? ¿Qué hace tu marido?

—Trabajo por horas, y el Camilo, mi marido, es pintor, pero…

Sor Lucía la interrumpió.

—Sí, ya me comentó sor Bárbara. La cuestión es —dijo seria— que no deberías trabajar. Lo fundamental es que a ti no te pase nada, que los niños estén bien y que este bebé que está en camino venga bien hermoso y sano al mundo.

—Madre —replicó Inmaculada—, eso ya me lo dijeron en el hospital, pero el problema es que…

La religiosa sonrió.

—No te preocupes, hija, que soy monja, pero no tonta. La verdad es que, con lo que tienes encima ya es suficiente… —Suspiró—. Hay veces que no entendemos los senderos que toma el Señor… Pero para todo hay una respuesta. Ya me imagino que con tu sueldo y los cinco niños es difícil. —Hizo una pausa y le apretó un poco la mano—. Y creo que tu marido no te lo pone fácil… La cuestión es que te preguntarás por qué Dios te ha elegido precisamente a ti, que casi no puedes con el peso, y te ha cargado con una mochila más. Yo soy solo una religiosa —fijó los ojos en ella—, pero creo que hay dos respuestas: si Dios cree que puedes, es que tienes la fuerza. O Dios quiere ayudar a alguien a través de ti. Eso sería un gran don —añadió—, hay mucha más felicidad en dar que en tomar, ¿no crees? ¿Te acuerdas de san Martín, que partió su abrigo para compartirlo con el necesitado? Hacía frío y el santo pasaba en su caballo bien abrigadito. Dios le concedió la gracia de encontrarse con el necesitado y él se bajó y dividió su capa en dos. Ya sabes lo que dijo nuestro Señor: «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos, a mí lo hicisteis». Fue a Dios, nuestro Señor, a quien abrigó san Martín. Y Él se puso en su camino, es una gran gracia. Puede ser, Inmaculada, que contigo esté haciendo lo mismo.

Sor Lucía hizo una pausa. Cogió el retrato de la Virgen y se lo mostró.

—Mira esta imagen, hija mía. La felicidad de la maternidad, la plenitud. Es una certeza que Dios te ha colmado a ti de gracia y a otras no, ¿verdad? Porque tú sabes que hay mujeres a las que Dios no se la ha concedido, ¿verdad?

—Sí, Madre, pero yo no veo…

—Los caminos del Señor no siempre son rectos. —Se inclinó hacia ella—. ¿No crees que el Señor puede querer que compartas tu gracia?

—¿Se refiere usted a dar al niño en adopción?

—Bueno —explicó sor Lucía—, no exactamente. ¿Sabes cómo funcionan las adopciones? —La otra negó con la cabeza—. Tú tienes al niño y después dices que lo quieres entregar. —Suspiró—. Rellenas miles de papeles, el Estado decide cuándo y con quién va el niño y tú te vas a tu casa sin saber con quién estará ni qué tipo de gente son. Te preguntarán si estás segura y te intentarán convencer. La verdad es que no lo ponen nada fácil —Sacudió la cabeza compungida—, además de que tardan y de que no se ocupan de las madres durante el embarazo. Nosotras —explicó— lo hacemos un poco diferente, lo enfocamos de otra manera, tenemos muy en cuenta las distintas situaciones. Intentamos ayudar desde el principio, cubrimos los gastos, médicos y del hogar, para que la madre se pueda cuidar y velar por los suyos.

Sor Lucía, que hasta ese momento había hablado en la forma impersonal, se dirigió a ella.

—Te asignaríamos una suma mensual con la que podrías vivir holgadamente y reposarte, alimentarte bien y no preocuparte de nada. Vendrías cada quince días a consulta para comprobar que todo está bien. Tendrías el niño aquí, te asistiría una de nosotras y el doctor Del Valle, es una eminencia y un encanto, ya verás.

Inmaculada la miraba asombrada, pero la religiosa continuó.

—Buscaríamos una familia que no ha tenido tu suerte. Una familia unida y cariñosa, acomodada, que le pudiese dar al niño todo lo que necesitase. Que lo cuidase con el amor que tú le hubieses dado, que le enseñase la fe. De una cosa sí puedes estar segura: las familias que buscamos son excepcionales. Y el niño tendría, además del amor incondicional, todas las puertas abiertas, los mejores colegios, el extranjero, las universidades.

Inmaculada pensó en Conchita y en los reproches de la señora de Calderón. En cómo la niña metía los libros con el uniforme para estudiar en el metro. Pensó en el diente y en el labio partido de Juan. En el cuarto de literas de los niños y en el reducto en el que dormían Conchita y Carmen. Y las habitaciones de los niños de los pisos que limpiaba le aparecieron en la mente. Las cortinas infantiles de trenecitos o florecitas, los suelos cálidos de moqueta o de parqué. Los cochecitos de tamaño infantil, las cunitas de muñecas, los caballitos de madera, el Scalextric con el que soñaba Juan, los barcos de piratas en los que no había ni que pensar porque en el catálogo ya lo ponía en la esquina inferior derecha: más de 5.000 pesetas. Los libros que forraban las paredes. Pensó que a partir de junio casi no tenía trabajo porque daban las vacaciones y los críos se iban al mar o a la montaña con sus padres o abuelos. Que ninguno de ellos vivía el agosto tórrido de Madrid. Que cuando volvían del colegio los esperaba un bollo suizo con una onza de chocolate y que llevaban ropa nueva. Y sus madres los querían, los abrazaban y olían a perfume, y no a lejía como ella. Y se dijo que no pensaban en matarlos. Esos niños no tenían que ponerse a trabajar a los quince años, esas niñas no barrían escaleras. Sus padres no les saltaban un diente, tenían una vida de niño. La vida que ella hubiese querido para todos sus hijos.

—¿Cómo te arreglas ahora? —preguntó sor Lucía.

Inmaculada respondió con los ojos cuajados de lágrimas.

—Hasta ahora mi chica, la mayor, ha hecho mis casas y de eso vamos tirando. Pero me gustaría que pudiese volver al instituto, es muy lista —añadió.

—Ni hablar de que limpie —dijo sor Lucía resuelta—, a su edad lo que tiene que hacer es estudiar. Nosotras te cubriremos los gastos, tú, por eso, no te preocupes. Te tendrás que despedir de las casas durante un tiempo —Al ver su cara de espanto la tranquilizó—, pero encontraremos a alguien que haga la suplencia para mantenértelas y que no las pierdas. Y si a pesar de todo alguna fallase, tú no te agobies, que te encontraremos otras. Lo importante es que te alimentes bien y estés en reposo. Y, por qué no, que disfrutes de estos meses de paz.

—Pero madre, ¿cómo voy a explicar que pueda estar todo el día sin trabajar? —objetó—. Además, mi marido…

—Tenemos un convento en Mirasierra, y puedes pasar el día ahí. Tiene un jardín magnífico y podrías ayudar un poco en la cocina, ¡nada pesado! Pelar patatas, verdura… Todo sentadita y con cuidado. No tendrías que decirle a nadie que no trabajas. En cuanto a tu marido… —Suspiró—. Eso sí que es un peso. Pero no te preocupes —dijo resuelta—, que yo me encargo.

—Madre, ya sé que me quiere ayudar y no quisiera mentirla. Los niños que perdí… No me caí por las escaleras.

—Lo sé, hija mía, lo sé —dijo con tristeza—. Ya me lo había imaginado. ¿Tu marido trabaja para una empresa o a cuenta propia?

—Es pintor y trabaja para la Rumex.

—Tú no te agobies, que Dios proveerá. A lo mejor también acaba iluminándole a él.

—Dios la escuche, madre —dijo Inmaculada no muy convencida.

—Bueno —dijo la monja otra vez con un tono jovial—, ahora vamos al lado práctico. El doctor querrá examinarte y hacer unos análisis, nada del otro mundo. Si quieres te acompaño a la consulta. Puedes dejar tus cosas aquí, no te preocupes.

Salieron del despacho y la religiosa avanzó parloteando alegremente por el pasillo hasta una pequeña habitación con dos puertas en la que le tendió una bata. Inmaculada se desnudó y se la puso. Oyó la voz risueña de sor Lucía desde el otro lado.

—Cuando estés lista, sal, Inmaculada.

La esperaba con sor Lucía un hombre muy alto y delgado con el pelo negro, rizado y abundante, salpicado de algunas canas, que se presentó como el doctor Del Valle. Tenía la tez morena, unos increíbles ojos azules y la saludó amablemente, le señaló la silla y, cuando empezó a examinarla, se excusó por la frialdad de los instrumentos. Sus manos eran grandes, suaves y cálidas, y le palpó el vientre con un cuidado extremo. Inmaculada se relajó, echó la cabeza hacia atrás y miró las molduras del techo. Cuando acabó, le dio una palmadita en el muslo.

—Cámbiese, se encontrará más cómoda y podremos hablar.

A Inmaculada le costó levantarse de esa silla y sintió la pérdida de esas manos cálidas y suaves sobre su piel. Cuando salió, ya vestida, sor Lucía la hizo pasar a un agradable despacho que tenía una ventana hacia el jardín. El médico la esperaba con las manos cruzadas y una sonrisa en la boca tras un escritorio de madera con la cubierta de cuero verde. Sor Lucía le indicó uno de los cómodos sillones frente a la mesa y ocupó ella el otro.

—Nada, Inmaculada —la tranquilizó el médico—, todo va bien, no tiene por qué preocuparse.

—Pero —objetó ella— el doctor del Francisco Franco, perdón, del Provincial, dijo no sé qué de riesgo…

—Sí. Y tiene razón, varios abortos, sus dolores. Pero nada que no se pueda controlar con cuidado y reposo. Ahora, a por los análisis: me ha dicho sor Lucía que en la Princesa le dijeron que tenía anemia. ¿Toma ya algo? —preguntó solícito—. Tenemos un combinado vitamínico estupendo, se lo dará sor Lucía antes de irse. —Sonrió—. ¿Qué le parece si controlo que todo vaya bien dentro de quince días?

Inmaculada correspondió a la sonrisa, pero no contestó y el médico no insistió. Se levantó y siguió a la monja hacia la puerta. Salieron al pasillo y se dirigieron otra vez al despachito. Esta abrió un armarito de hierro con una llave y le dio un frasquito de pastillas.

—Te doy un frasco de vitaminas, aunque la buena alimentación es lo más importante…

Se sentó tras la mesa y sacó unos papeles.

—Este sería todo el papeleo que tendrías que hacer, Inmaculada. Te lo puedes llevar a tu casa y leerlo bien si quieres, pero no es nada complicado y te lo explico yo en un periquete. Solo deja por escrito que aceptas que el niño crezca en otra familia. No es un documento oficial, es solo para nosotras.

Deslizó el pliego hacia ella y sacó un sobre abultado en el que se veía un fajo de billetes verdes de mil pesetas.

—Y esto —dijo— es para que vayas tirando.

La mujer agarraba el bolso con las dos manos y no las movió.

—No te preocupes —dijo sor Lucía sonriendo—, tú te lo piensas y me lo dices.

Inmaculada se levantó, cogió el pliegue de papel, lo dobló en cuatro, se lo metió en el bolso y dejó el sobre encima de la mesa.

—Muchas gracias, madre —dijo señalando el sobre—, pero me arreglo.

—Te acompaño a la puerta, hija. Vete en paz.

Inmaculada se cruzó con una enfermera por el pasillo y con una monja que le sonrió. Una de las habitaciones estaba abierta y pudo ver un saloncito con un enorme ramo de flores sobre la mesa y una mujer que se inclinaba sobre una cuna.

Salió de la clínica y la claridad le dio de lleno en la cara. El sol se había abierto camino entre las nubes y brillaba en un cielo en el que el azul luchaba contra el gris. Cruzó la calle camino al metro, a esa hora llena de coches aparcados en doble fila. Iba a bajar cuando un timbre resonó a sus espaldas. Se dio la vuelta y vio el muro de un colegio con la verja abierta de la que salió una horda gris y azul corriendo. Había niños de la edad de Juan, vestidos con pantalones cortos grises, que corrían por la calle lanzándose pelotas. Tras ellos, más despacio, salieron las niñas, con faldas tableadas también grises, jerséis azules y leotardos del mismo color. Avanzaban riendo, cogidas del brazo de dos en dos con los libros en la mano. Algunas se paraban en un quiosco que ya estaba bloqueado por los chicos, que pedían con las monedas en la mano y a voz en grito las chucherías. De los coches aparecían madres que los regañaban, diciendo «date prisa, que no llegamos al dentista», mientras las otras discutían con los dueños de coches que no podían salir e imprecaban: «usted, qué se cree, que puede dejar el coche así y largarse, que cada día es lo mismo, una desvergüenza», a lo que las otras replicaban: «si ha sido un momento, es que el niño no me veía». La calle era ya un griterío cuando a los mayores se unieron los párvulos, que salían con un adulto. Algunos llorando, algunos dormidos sobre el hombro que los cargaba, otros de la mano chillando y señalando el quiosco con el dedo. Inmaculada sonrió y se dijo que sí que aprendían rápido. Miró los pelos revueltos de los chicos, los churretones de las caras de los párvulos y las colas de caballo medio deshechas sujetas por un lazo de las niñas. Dio media vuelta y volvió a entrar en la clínica.