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Madrid, 1980

Inmaculada cruzó la calle y entró en la clínica. Ya conocía el camino y no tenía que preguntarle a nadie. La secretaria la vio en la sala de espera y le hizo una seña para que esperase. No habían pasado unos minutos cuando sor Lucía apareció por el pasillo y la acompañó a la consulta. El médico entró saludándola alegre.

—Hombre, Inmaculada, qué tal. ¿Cómo van esos dolores?

—Ya no tengo —respondió con una sonrisa—, la verdad es que me encuentro muy bien.

—Pues eso es exactamente lo que queremos, que se encuentre bien. ¿Se toma usted las vitaminas? —La mujer asintió—. Le vamos a hacer unos análisis para ver cómo va esa anemia. Y usted, a comer bien, que diga lo que diga sor Lucía, para usted, la Cuaresma no cuenta. Nada de ayunos ni de abstinencias.

La monja le miró sonriendo con un gesto de reproche.

—Hombre, doctor, tampoco exagere y no dé pie a pecar, eso está muy mal.

—Nada, hermana, no discuta, filetes y fruta. Hierro y vitaminas.

Los dos sonrieron ante el mohín de la monja. Las manos del médico palparon cuidadosamente el vientre cada vez más grueso. Dio una palmada, contento.

—Esto va fenomenal. Ya se puede vestir. Hermana —dijo dirigiéndose a la monja que esperaba satisfecha—, los análisis, no se olvide.

—Ya —asintió falsamente enojada—, de lo que sí que me voy a olvidar es de las recomendaciones nutricionales. Habrase visto semejante disparate…

La monja le sacó sangre y la acompañó a la salida. Cuando volvió al despacho del doctor, se sentó frente a él.

—He mandado las muestras, pero yo creo que está bien. Por lo menos su aspecto ha mejorado una barbaridad.

—Sí —respondió el médico señalando una cafetera humeante—, desde luego, ha hecho usted un milagro.

Sor Lucía asintió y se sirvió un café.

—Creo que lo que más efecto ha hecho es meter en cintura a la bestia parda del marido —dijo mientras soplaba la superficie de su taza.

—Yo no sé cómo consigue usted hacer esas cosas.

—Los caminos del Señor… —Sonrió la religiosa divertida.

—Bueno —dijo el doctor Del Valle mirando el reloj—, ¿qué nos queda? Me voy al campo y mi mujer quiere salir pronto para no encontrar atasco.

—La cita con Mariola de Beamonte.

—Ah —suspiró el médico—, sí, claro. Hágala pasar. Si viene con la madre, que pase también, es mucho más racional.

Maite y Mariola esperaban en la salita. Al ver a sor Lucía se levantaron a la vez. La religiosa las acompañó al despacho del médico, que rodeó el escritorio para saludarlas con dos besos y ayudarlas a quitarse los abrigos. Sor Lucía recogió la bandeja y salió del despacho.

—Hace un calor increíble —dijo el doctor.

—Sí —coincidió Maite—, vamos a tener una Semana Santa magnífica. ¿Os vais también?

—Sí —explicó el hombre—, iremos con mis suegros, tienen una finca y a los niños les encanta. Así salimos un poco. ¿Y vosotros?

—También —asintió Maite—, iremos al campo. Jaime se ha cogido la semana de vacaciones y Fernando vendrá los días de fiesta, pero Mariola ya se instala conmigo.

El médico asintió.

—Entonces, ya habéis anunciado la buena noticia.

—Sí, claro —contestó Maite—. Dijimos que el tratamiento de Suiza había funcionado, pero que no lo quisimos pregonar antes por si acaso no iba bien.

—Muy bien —aprobó el hombre—. Mariola está ahora de cuatro meses aproximadamente. Como eres muy delgada y es el primero —dijo dirigiéndose a la joven—, no se te tiene por qué notar todavía. Evidentemente, evita las prendas ajustadas. Y aprovechad para hacer ahora lo que queráis, porque a partir del sexto, hacia junio —dijo mirando a la madre—, deberíais desaparecer de Madrid.

Mariola abrió la boca, pero Maite respondió inmediatamente.

—Sí, no te preocupes —explicó resuelta—. Lo tengo ya todo organizado. Nos trasladaremos al campo.

—¿El padre lo sabe?

—No —contestó la madre decidida—, y creemos que es mejor que no lo sepa.

Maite cortó la frase. En el aire quedó, sin que nadie tuviese necesidad de decirlo, el resto: «la que paga soy yo, yo pongo mis condiciones, y tú tienes que apoyarme». El médico asintió.

—Claro, claro. A veces es lo más juicioso.

Se despidieron con dos besos, Maite cogió los abrigos y empujó a Mariola hacia el pasillo.

—Ya lo has oído, Mariola, estás fenomenal. El aire del campo te va a sentar muy bien. Iremos a ver a los Arsuaga y lo mejor sería invitar a la bruja de tu suegra otro de los días de fiesta. —Frunció el ceño—. Así nos la quitamos de encima y celebramos la buena noticia. La otra tarde, cuando la llamé para felicitarnos mutuamente, no me pareció excesivamente contenta. ¿Quién se lo dijo, Fernando o tú?

—Fernando. Cuando se lo conté a él se puso muy muy contento y llamó corriendo a su madre. Pero ella no hace más que decirnos que hace novenas por que no me pase nada, para que el niño agarre bien.

—Qué tremenda puede ser esa mujer —resopló Maite—. Bueno —exclamó—, no nos queda otra que invitarla, y, cuanto más tiempo pase, más peligro, así que este es el momento.

Mariola se paró de golpe y dijo con la voz temblorosa:

—Mamá, ¿tú crees que esto puede salir bien?

Maite se detuvo, tomó la cara de su hija entre las manos y, mirándola a los ojos, respondió:

—Mariola, esto va a salir bien. Es perfecto —subrayó—, y nadie, absolutamente nadie —recalcó— salvo tu padre y yo sabrá nunca nada.

—Pero Fernando… —empezó a decir la joven dudosa.

—Mira, Mariola —la cortó la madre—, ya sabes que a mí no me gusta mentir, pero en este caso no tenemos otra opción. Imagínate que Fernando se lo dice a su madre, ya sabes que ellos tienen una relación muy especial. Y que la buena de Amalia decide que el niño no es de la estirpe. ¿Quieres empezar a discutir sobre ese tema? ¿Con ellos? Desgraciadamente y entre nosotras, te diré que Amalia, contra Fernando, tiene todas las de ganar. Así que mejor te callas. —Miró seria a su hija y subrayó—: ¿Entendido? Y —añadió resuelta— le dices que el médico ha dicho que no se debe acostar contigo.

—¡Mamá! —exclamó Mariola enrojeciendo.

—No pongas esa cara, hija, que, aunque siempre dijesen que iba para el seminario, espero, por ti, que no hiciese voto de castidad. Por cierto —añadió pensativa—, eso sí que es importante, espero que alguna vez hacia Navidad…

Mariola la interrumpió indignada.

—Mamá, no pienso hablar de esos temas contigo.

—No seas mojigata, hija. Y contesta, que es importante.

—Sí —murmuró Mariola bajando la voz—, el día de Navidad…

Maite soltó una carcajada ante la mirada escandalizada de su hija.

—Para festejar, supongo. Pues menos mal que nos ha tocado esta fecha —añadió riendo—, y no la Cuaresma, ahí sí que no hubiésemos sabido cómo explicarlo.

—¡Mamá!

—Ni mamá ni historias —zanjó Maite—. Cuando vuelvas a casa le dices a Rosa que te cambie al dormitorio de invitados.

—¡Pero si nos vamos al campo! —objetó Mariola.

—Tú eres tonta. Rosa no se viene al campo, así que, diciéndole, tras volver del médico, que te cambie el dormitorio, la estás haciendo comprender. Fernando lo entenderá también y, de no ser así, se lo dices a Amalia, que el médico ha dicho que no se deben correr riesgos, verás como se lo explica ella. Ya está —dijo impaciente—, no se hable más. —Dio una patada nerviosa en el suelo—. Mariola, ¡haz lo que te digo y deja de elucubrar! Vete a casa, le dices eso a Rosa y haces la maleta.

—Está bien —aceptó Mariola—, espero que tengas razón.

—No lo dudes. Para ese taxi y me dejas en casa de camino, que con estas historias no me ha dado tiempo a hacer nada, va a llegar tu padre y no voy a estar preparada. Nos vemos esta noche.