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Madrid, 1980

Camilo estaba inquieto. Su mujer pensó que le costaba ir a trabajar, pero con el pasar de los días salía como siempre y volvía cada vez más tarde. Inmaculada contó el dinero de sor Lucía por enésima vez y pasó a hablar con los de la inmobiliaria por si podía dividir la fianza en varios meses. La chica le dijo que lo consultaría.

Cuando iba a ponerse el uniforme en casa de doña Adela, Emilia la detuvo.

—Que no te cambies, Inma, y pases a ver a la señora en cuanto llegues. Ve, están desayunando.

Inmaculada abrió inquieta la puerta que separaba la cocina y el pasillo: asió por un lado el picaporte de aluminio y la cerró con el labrado en bronce que se encontraba al otro lado. Adela estaba sentada en la cabecera, todavía en bata, con Enrique, ya vestido, a su lado. Ambos dejaron los cubiertos cruzados sobre el plato al verla.

—Buenos días, Inmaculada —dijo Adela.

—Señora.

—He hablado con la señorita Pilar, por eso he dicho que no se cambiase. Yo creo que se pueden arreglar las dos. A mí me costará mucho perderla, pero… la veré a menudo. Le he apuntado la dirección. —Sacó un papel de la bata y se lo tendió—. Puede empezar hoy mismo.

Adela se levantó, su marido se sirvió una taza de café y empezó a juguetear, inquieto, con el periódico que estaba a su lado.

—Muchas gracias, señora —contestó Inmaculada cogiendo el papel.

—De nada, Inmaculada, que ya bastante tiene usted. —La mujer se disponía a salir, pero la detuvo—. Inmaculada —dijo con la voz un poco temblorosa—, quería decirle que puede que no haya juzgado bien su situación. Si necesita usted algo, venga a verme y yo la ayudaré.

—Muchas gracias, señora —asintió. Iba a hablar de la fianza, pero la presencia del hombre la cohibió y se dijo que se lo comentaría cuando estuviese sola.

Se despidió en la cocina, guardó la bata floreada y cogió el autobús. Tocó el timbre de una casa unifamiliar y un pitido abrió la verja de hierro. Tras la puerta blanca la esperaba sonriente Pilar.

—Inmaculada —exclamó encantada—, qué bien que hayas podido venir.

—Señorita Pilar, qué alegría verla.

—Pasa, pasa, que te enseño la casa. Bueno, aunque antes tendremos que hablar, ¿no? Ven por aquí.

Cruzaron la entrada para pasar a un saloncito. Pilar se sentó y le señaló una butaca.

—Te ha contado mamá, ¿no? Bueno, supongo que te habrá dicho que todo está manga por hombro —Sonrió—, y que la chica au pair no vale para nada… No —dijo al ver que Inmaculada iba a replicar—, no digas nada, que encima tiene razón. ¿Te ha contado que voy a empezar a trabajar? —dijo animada—. Bueno, el caso es que he encontrado un trabajo. Y necesito a alguien que se ocupe de todo. Sería venir por las mañanas, arreglar la casa, preparar la cena, ninguno comemos en casa, y echarle un vistazo a Melanie. Ella se ocupa de los niños, pero necesita una cabeza pensante cerca. El sueldo es de 25.000, más Seguridad Social y el transporte.

Inmaculada la miró compungida al oír esa cifra astronómica y pensó que había un error y la necesitaba interna, o por lo menos, todos los días hasta la noche.

—Señorita —dijo con un hilo de voz—, perdone, pero yo no puedo estar de interna.

Pilar rio.

—Ya, ya lo sé. Si llegas a las nueve y te vas a las cinco sería perfecto.

Inmaculada pensó que entonces estarían los fines de semana incluidos. Se podría arreglar con la Conchi, se dijo. Pilar siguió hablando.

—La mayoría de los fines de semana subiremos al campo y no te necesitaré, pero si alguna vez te necesitase un sábado, te lo diría con tiempo.

Inmaculada sabía que nunca se pagaba a las externas tanto. Pilar se enteraría en el primer café y se quedaría sin trabajo, se lo tenía que decir.

—Ya, pero el sueldo…

Pilar levantó la mano y no la dejó terminar.

—Inmaculada, sé lo que vales, sé que eres responsable, que tienes mano en la cocina y con los niños. Quiero trabajar —afirmó—, necesito a alguien en casa con sentido común que me cubra las espaldas y no estoy para experimentos. No vamos a discutir, pero para que te quedes tranquila, sí, sé que el mes se paga menos. Pero yo sé cómo funcionas. Solo hay una cosa que te tengo que pedir: que te pongas un teléfono. Yo pago la instalación, pero tengo que poder localizarte.

—Hoy mismo lo pido en la Telefónica —contestó Inmaculada.

—Pues ya estamos —dijo levantándose con una palmada—. Dime cuánto es y por cuánto te sale el transporte.

Inmaculada la siguió hasta la cocina, donde había un cuartito pequeño con una cama, una mesilla sobre la que tronaba una televisión y un baño.

—Este es tu cuarto —dijo Pilar—. Te he comprado una televisión, he pensado que te divertiría al planchar.

Inmaculada colocó su bolsa en el suelo mientras Pilar seguía abriendo puertas.

—Este es el cuarto de la lavadora, puedes lavar aquí el uniforme. Es ridículo que pasees por Madrid con él.

Visitaron el resto de la casa e Inmaculada constató que todo era moderno y fácil de limpiar. Pilar sonrió y le dijo que le encantaría un gazpacho y una tortilla de patata para cenar. Inmaculada asintió.

—Entonces ¿estás de acuerdo?

La otra sonrió, todavía asombrada por su suerte.

—Claro, señorita. A partir del uno me tiene aquí.

—Fenomenal —dijo Pilar—, justo entonces empiezo a trabajar. —Sacó unos billetes del bolso y se los dio—. Para el transporte y un adelanto, para que te vayas arreglando. No te olvides del teléfono, por favor.

—Esta misma tarde lo pido —aseguró.

Empezó a limpiar y pensó que no le costaría nada separarse de las otras casas. Desde la muerte de la señora Calderón, no estaba unida a ninguna excepto a doña Adela. La casa era fácil, no tenían mucha plata expuesta, el parqué no era oscuro y las cortinas eran solo visillos. Si se organizaba bien, se dijo, podría recoger incluso a Carmen del centro. Llegaría a casa antes que normalmente, ganaría más y estaría asegurada. Hizo dos tortillas de patata grandes y una pequeña que se comió en la mesa de la cocina mientras hacía cálculos en un cuaderno cuadriculado que encontró en un cajón. Con ese sueldo, pensó, podría pagar el apartamento y comer. Con el adelanto de la señorita Pilar podría pagar parte de la fianza. Sin hacer cabriolas, se dijo al ver la cifra que le había salido, les daría de sobra, incluso para una tarde de cine para Conchita. Y si la de la inmobiliaria no aceptaba que pagase la fianza a plazos, le pediría lo que faltaba a doña Adela. Recogió la cocina, sacó la lavadora y se puso a planchar. Se sentó a doblar los calcetines y un rayo de sol que entraba oblicuo por la ventana le dio de lleno en la cara. Sonrió feliz y se dijo que todo iba a salir bien.