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San Lorenzo, 2015

—¡Ahora sí que sabemos! —exclamó el brigada.

—No, Cano, no sabemos —suspiró Karen—. Las monjas que trabajaron con sor Lucía lo saben, sí. Probablemente, la madre Verónica lo sabe también y eso explicaría por qué mandó a sor Lucía a la residencia de Galileo y distribuyó a las otras religiosas por las otras secciones. Pero no pondrá en peligro a su congregación hablando. Beatriz Cabañas podría sospechar, pero llegó después, y sor Lucía tendría mucho cuidado de no dejar rastros tras de sí. Acuérdese de cómo nos describió a las monjas: «si una monja revisa la habitación, nunca tendrá que mirar otra vez». El doctor Oyarzun, a lo mejor, pero probablemente se quedó con el puesto bajo la condición de olvidar. Y ¿a dónde le llevaría el hablar? ¿Cree que la clínica saldría bien parada? Creo que han hecho tabula rasa, entre todos han cerrado el capítulo y empezado uno nuevo sin el lastre del pasado. Estamos convencidos de que sor Lucía y los médicos tenían una organización de apropiación ilegal, pero, por ahora, pruebas de peso jurídicamente aceptables no tenemos, excepto el testimonio del doctor Martín. Y tendrá que repetir lo que declaró ante el juez. Y dudo que lo haga después de hablar con su abogado.

—Pero tenemos las donaciones —afirmó Cano.

—Pruebas circunstanciales… —dudó Karen.

El brigada respondió animado.

—Lo demostraremos, ahora sabemos dónde buscar. Peinaremos los archivos.

Karen sacudió la cabeza desalentada.

—Brigada, acuérdese de lo que nos dijo Susana: sor Lucía no se entendía con las máquinas. Creo que no es que no se entendiese con ellas, sino que las entendía demasiado bien —añadió cansada—. Probablemente sor Lucía vio exactamente en los ordenadores lo que son, y lo que muchos de nosotros olvidamos si ve el comportamiento de algunos en las redes.

—Una memoria y con ello pruebas…

—Por eso se negaba a utilizarlos. No podía dejar constancia de los nombres. En el momento en el que estuviesen informatizados, sería imposible hacer el cambio. Lo fácil que era antes, sería imposible hoy en día. Por eso los avances de la clínica fueron en material, pero no en informatización. Si se fija, ¿cuándo empezaron a digitalizar los archivos? Hace unos años nada más. ¿Se lo encargaron a una empresa? No, ahí estaba sor Jacinta para no dejar pasar nada, incluso bajo su tratamiento de quimioterapia. En todo caso vamos a pedir una orden judicial para acceder a los archivos del convento y del hospital.

—En el convento habrán limpiado también —dijo Cano desilusionado.

Karen se encogió de hombros.

—Si tenemos razón en el convento no habrá nada. Pero nunca se sabe, acabar con todo el papel es complicado y siempre se pueden olvidar algo. Pero no soy muy optimista, la verdad. En cuanto a los testigos: el doctor Del Valle está muerto, las memorias vivas, además del doctor Martín, son monjas como sor Gabriela. Y no hablarán. Pura Castro, que no dirá tampoco nada. Nos queda solo la enfermera que asistió al otro parto, pero no sabemos si vio algo, o qué vio. Nos quedan, eso sí, las madres afectadas, como la madre de la posible asesina. A ellas sí que las encontraremos si quieren que lo hagamos. Y no olvide nuestro caso, brigada. Buscamos a la posible asesina de sor Lucía.

Cano hizo un gesto despectivo con la mano y su cara se ensombreció.

—Muchas de las madres no querrán salir a la luz, ni siquiera aquellas que lo dieron de manera voluntaria obligadas por las circunstancias. Todas son víctimas.

La teniente asintió.

—Empujadas por su situación y por la sociedad. Porque la sociedad no acepta, ni entonces ni ahora, los casos críticos. Como la niña embarazada de dieciséis años.

Cano la miró asombrado.

—No, porque hoy podría abortar —replicó.

—En teoría ahora tendría la libertad de elegir —concedió Karen—. Pero, en la práctica, brigada, ¿la tiene? ¿Es libre la jovencita que llega a casa un año antes de entrar en la universidad, dice que está embarazada, y a la que sus padres le aseguran, tras la bronca de rigor, que se puede arreglar el enredo? ¿Es libre la madre que decide tener un niño con síndrome de Down cuando ya ni siquiera hay que hacer una amniocentesis para diagnosticarlo? ¿Es libre de decidir cuando sabe que va a ir por la calle y le van a decir, «qué sorpresa debió ser, no?». Queda implícito que, de haberlo sabido, no lo hubiese tenido. ¿Sabe una de las cosas que me llaman aquí en España la atención? Hay niños con síndrome de Down. En Holanda y Alemania no se ve ni uno —dijo pensativa.

Cano bebió un sorbo de su caña.

—La libertad siempre es relativa. Pero hemos mejorado: el Estado intenta dar un marco para que puedan decidir en libertad. Desde luego, más libertad que la de entonces. Incluso en los casos que no fueron robados, no soporto la arbitrariedad. Siento un profundo asco al imaginarme la selección que debieron hacer entre ellos. Este ofrece una incubadora, mejor se lo damos al otro, que ofrece dos.

La teniente no contestó inmediatamente.

—Seguirían sus pautas, supongo. A lo mejor se sentaban e interrogaban a las familias que querían un bebé. Y se lo daban a la que demostrase tener los valores cristianos más arraigados.

—Eso seguro. Pero no olvide, mi teniente, que buscaban entre los que podían pagar el aparato.

—Me pregunto cómo empezaron —dijo Karen pensativa—. Probablemente por un caso gris, el de una madre que no quería al bebé.

Cano la interrumpió.

—Para empezar a decidir ellos —añadió con rencor—. Para acabar diciendo, «va a estar mucho mejor en el barrio de Salamanca que en Carabanchel».

—No lo sabemos, Cano, lo suponemos. Creemos que salieron del lado gris y que movieron la línea. Por eso el doctor Martín ha hablado, porque para él, la línea de separación entre el bien y el mal está en otro sitio.

—¡Ese hijo de puta está convencido de que obraron bien! —exclamó Cano fuera de sí—. Se justifica con los casos en los que ha salvado a un niño de una muerte segura.

—Sigue la teoría de que una buena acción justifica la mala —suspiró Karen—. Y en su caso ni siquiera eso: considera que el quitarle el bebé a una de esas mujeres estaba justificado por el bien del niño. Ya le ha oído la comparación. Si le quitamos a los padres drogadictos un bebé, nos puede parecer adecuado, se considera por el bien del niño. ¿Pero y si los padres lo alimentan mal? ¿Y si no se ocupan de los deberes o no les enseñan idiomas? ¿Dónde está y quién traza la línea?

—La política de las pequeñas decisiones… Un pequeño paso más y se acepta la línea como normalidad.

Karen asintió.

—Cuando te enfrentas al siguiente paso, el anterior siempre es la medida. Supongo que es como con la corrupción: aceptar una comida. Después un fin de semana en una casa rural. Lo siguiente es un vuelo a Canarias y luego el sobre para que elijas tú mismo. Y todo empezó con una comida en un bar pringoso. Por eso es tan difícil legislar sobre las cuestiones de ética. La eutanasia, los diagnósticos prenatales. Porque coaccionan la libertad.

—Sí, mi teniente. Pero, aunque fuese un túnel en el que se fueron adentrando, eran conscientes de lo que hacían. Eran ellos los que decidían. Y esos niños hoy no saben quiénes eran sus padres.

Karen sacudió la cabeza, dubitativa.

—Imagínese que llamamos a Fernando Goyeneche y le decimos: la que siempre has visto como tu madre no lo es. La que te dio el paquete rojo, la que te peinó el día de la primera comunión, la que te colocó la bufanda tu primer día de caza y la que dijo «no te olvides de darte crema si sales al mar» no es tu madre. No es tu madre la que sale en la foto de tu boda, no lo es la que sacó a su nieto de la pila en el bautizo. Es otra. ¿Quién? No sabría decirte, pero quiero que lo sepas.

Cano se incorporó enfadado.

—¡No pensará dejarlo así! Podemos ir a ver a Fernando Goyeneche, para empezar. Podemos seguirle la pista a cada uno de los donativos.

—No es cuestión de lo que yo piense, Cano —respondió Karen entristecida—. Estamos limitados por la ley. La ley no permite que los obliguemos a hacerse una prueba de ADN si ellos no quieren. Y, si me pregunta por mi opinión, estamos limitados hasta un cierto punto por nuestra conciencia también. Los alemanes diferencian siempre entre éticos responsables y los éticos de convicción. Tenemos la convicción de hacer lo correcto si llamamos a Goyeneche, sí. Le entregamos la verdad, una verdad con mayúsculas. Pero ¿es algo responsable y correcto? ¿Sabe usted qué pasó? ¿No es egoísta por nuestra parte? No le hablo de Mariola de Beamonte, no le hablo de los que pagaron ni le hablo de sor Lucía. Le hablo de los niños.

—Mi teniente, ¡es su derecho! —estalló Cano.

—Cano, pare de ver las cosas desde su punto de vista. Esa es su visión individual. Eso es lo que usted quiere. Usted quiere que salga a relucir la verdad, encender la luz.

—Ese es nuestro deber —dijo mirándola a los ojos—, cumplir la ley, ¿no?

—Alto, pare ahí, brigada. No estoy diciendo que escondamos nada, el caso queda abierto y vamos a escarbar en cada papel que nos encontremos. Pero, por mucho que le moleste a usted, no podemos obligar a Goyeneche a someterse a una prueba de ADN. Nos queda una posibilidad, que es dar a los dos lados, a las madres afectadas y a sus hijos, la opción, pero sin la obligación.

—Hacerlo público.

—Podemos sacar los hechos a la luz a través de la prensa. La clínica pondrá una denuncia, que probablemente ganará, pero la información habrá salido ya y la denuncia le dará aún más publicidad. Tanto los nacidos ahí como las madres que dieron a luz en Santa María podrán buscar. Vendrán a nosotros, y ahí sí que podemos ayudarlos, podemos cotejar las fechas de los donantes de los otros años con la fecha de los nacimientos. No se presentarán todas las madres biológicas, pero sí las que quieran saber. Debe darles a ellos la opción de elegir, Cano. No imponga su parecer, no intente obligarlos a aceptar la verdad. Ellos la buscarán, si quieren.

—Dejarles la libertad…

—Exacto, a los dos lados. Concederles la libertad de elección que no se les facilitó entonces.

—¿No le parece un tipo de compromiso? ¿Aceptar el mal menor?

Karen sacudió la cabeza.

—No. Por eso hemos detenido también al doctor Martín. Por eso intentamos ser objetivos, Cano —sonrió la teniente—. Si nos ponemos a subjetivar la ley, ¿dónde está el límite? Por eso la justicia es ciega. Por eso la ley no es sentimental. La ley impone una línea, y no nos corresponde a nosotros el interpretar, eso es lo que hicieron ellos.

—La Iglesia siempre se ha creído con potestad —afirmó Cano con rencor.

—No caiga en la generalización, Cano. ¿Sabe lo que decía Claude Lanzmann, el autor del documental Shoah sobre los alemanes?: «Los pueblos no son malos, solo lo son los individuos». Y tenía razón, en la generalización hay una banalización. No: fueron sor Lucía, el doctor Del Valle, el doctor Martín. Cada uno tendría su motivo, altruista incluso, y, si me apura, comprensible en algunos casos. —Sonrió al ver la cara de Cano—. No me mire así, brigada. ¿Conoce usted las circunstancias? ¿Las podemos juzgar de manera ecuánime desde hoy en día? ¿Tenemos, ya no el derecho, sino la capacidad de entender? Si esto hubiese ocurrido hoy, no tendría ninguna duda. Pero no era hoy, era 1980.