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Madrid, 1980

El doctor Del Valle se levantó sonriente.

—Pase, hermana, y siéntese. ¿Le apetece tomar algo?

—Un vaso de agua, encantada —contestó sor Lucía.

—La enfermera que asistía al doctor Martín entró en la sala 1 —dijo el médico con un deje de disgusto.

La religiosa asintió.

—Ya me he ocupado de ella. A finales de mes empieza en el San Rafael.

El doctor del Valle soltó una carcajada.

—Es usted increíble, ¿de dónde ha sacado la capacidad de previsión?

La mujer sonrió.

—Creo que es más bien organización… No es más complicado que llevar un cortijo.

—Siempre me he preguntado, y perdone la indiscreción, cómo entró usted en la vida religiosa.

Se encogió de hombros.

—Si quiere que le sea sincera, entré pecando. Pecando de soberbia y llena de ansias de venganza. La que llevaba el cortijo era yo, pero el heredero era mi hermano. La que se levantaba con el sol era yo, la que organizaba la recolección era yo, y el que se gastaba el dinero en finos en Sevilla era él. Bueno —zanjó—, para qué voy a aburrirlo. Me cansé de trabajar como una esclava para otro. Y no tenía ganas de pasar del yugo de mi hermano al yugo de mi marido, así que se me ocurrió esta opción.

El médico la miró con admiración y una cierta pena.

—¿Nunca se ha arrepentido?

—Sufrí al principio, de novicia —admitió ella—. Pero aprendí mucho. Y, si quiere que le diga la verdad, me gusta mi trabajo. Me gusta ver los frutos de lo que he conseguido.

—Ya puede estar orgullosa —concedió el hombre—: nos nombraron el otro día la mejor maternidad de Madrid tras La Paz. Y con el nuevo aparato de ecografías tenemos incluso el equipo más moderno.

—Nos falta una UVI móvil —dijo pensativa sor Lucía.

El médico sonrió.

—No para usted nunca, ¿verdad?

—Siempre hay algo que hacer, algo que mejorar.

—Con todos mis respetos —añadió el doctor—, hubiese sido usted una empresaria estupenda.

—Todo en la vida son opciones, doctor.