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Madrid, 2015

—Conchita, vente un momento al despacho, por favor —dijo un hombre de unos setenta años.

—Claro, señor —contestó la mujer—, déjeme cuajar la tortilla y voy.

Cuando llegó al despacho y lo miró, supo que la noticia no era buena.

—Ya hace unos meses que murió Matilde —empezó el hombre— y sabes que, a mí, Madrid no me gusta. Me he tirado la vida estudiando el campo y me la he pasado en esta jungla de acero. —Suspiró mirando las paredes forradas de libros—. He decidido alquilar el piso e irme a vivir a la finca. Estaré suficientemente cerca para que vengan a verme mis hijos, pero suficientemente lejos para que no me den la lata. Me encantaría que te vinieses conmigo, llevamos muchos años juntos.

Conchita hizo cuentas. Desde la paliza que dejó inútil a su madre trabajó para doña Adela, y, cuando ella murió, el señorito Quico le ofreció el puesto en su casa. Doña Adela había muerto en el noventa y dos. Veinticinco años. Rememoró ese día que fue a la casa de Serrano, la cara de espanto de la señora cuando le explicó lo que había pasado y le suplicó que la dejase trabajar. Emilia, la doncella, le contó años después que la señora había llamado a Pilar y le había explicado. Que esta se había negado rotundamente afirmando que una chica de quince años no podía trabajar y que no podía dejar a una cría al cuidado de la casa y de los niños. Doña Adela nunca habló de ello, solo le ofreció un trabajo varios días en su casa. Fue ella la que le consiguió las casas de sus vecinos para que no tuviese que correr por Madrid. Y ella la que le ofreció quedarse de externa con el puesto de Emilia cuando esta decidió volverse a su pueblo. Conchita siempre supuso que había sido ella la que habló con la señorita Matilde, que siempre había tenido interna, para que se quedase con ella cuando no estuviese.

—Veinticinco años… —Sonrió la mujer—. Señor, usted sabe que me encantaría, pero tengo a mi madre y a mi hermana en casa.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó solícito el hombre.

—Bien, se entretiene con la Carmen. Y Carmen la ayuda, madre dice que entre sus manos y su cabeza hacen una mujer completa.

Quico tamborileó el escritorio con los dedos.

—Suponía que no podrías venirte a Toledo y por eso ya he pensado hablar con algunas de las amigas de mi mujer. No te preocupes, que te encontraré una casa que esté bien. Pero me va a costar mucho estar sin ti.

Conchita estrujó el delantal entre los dedos.

—Y a mí, señor.

—Nos quedan unos meses, tengo que hacer unas reformas y supongo que para después del verano me tendrán la casa. Pero quería decírtelo con tiempo, por si preferías otra solución.

—No se preocupe, que yo me quedo con usted hasta el último día.

El hombre sintió un escalofrío. Se acordó de la comida en el campo y de la pelea que tuvieron su madre y su hermana. Pensó en la diferencia entre lo que se dice y lo que se hace. Nunca lo hablaron, pero Quico sabía que su madre se sentía enormemente culpable por la tragedia de Inmaculada. Pilar tenía, en su día, razón, y una niña de quince años no debía trabajar. Pero, se preguntó Quico, ¿qué habría pasado si su madre no hubiese contratado a Conchita? Se dijo que la niña habría trabajado por horas, de una casa a otra, para mantener a sus hermanos y hubiese sido todavía peor. De los tres hermanos de Conchita habían estudiado dos, y Pedro no lo hizo porque le encantaba la madera y se había puesto de carpintero. Marcos tenía un buen trabajo en Gas Natural y a Juan lo había colocado Jaime de Beamonte en el banco después de acabar la carrera, seguro que por mediación de sus padres. Quico sabía que habían sido sus padres los que habían corrido con los gastos de las matrículas de los dos universitarios y de los cursos de Pedro. Al acordarse de Jaime pensó en Mariola. Se dijo que era una de las pocas que seguía teniendo servicio a la antigua y seguramente Conchita estaría bien con ella.

—¿Te acuerdas de la señorita Mariola, Conchita? ¿La hija de don Jaime?

—Claro, el íntimo del señor. Era muy amiga de la señorita Pilar.

—Le voy a preguntar a ella, si te parece. Su casa podría estar bien.

Conchita asintió.

—Si no le importa, me vuelvo a la cocina, tengo que darle la vuelta al asado.

—Ve, ve, Conchita. Muchas gracias.