La puerta blindada se abrió sin ruido. Fernando dejó las llaves en la bandeja de la entrada y se dirigió a la cocina. Irene estaba preparando el esterilizador de los biberones. Se acercó a besarla por detrás. Llevaba el pelo sujeto en un moño, unos vaqueros y una camisa de florecitas que le daban el aire de una estudiante.
—¿Qué tal ha ido hoy? —le preguntó.
—Muy bien —sonrió la mujer—, se acaba de dormir. ¿Quieres una cerveza?
—Sí, por favor, estoy muerto…
Irene se movía por la cocina, vaciaba el lavaplatos, cerraba el tarro de los cereales de bebé. Fernando buscó con la mirada algo que pudiese parecer una cena, pero sobre el fuego no había nada y el horno estaba vacío.
—¿Quieres que pidamos algo para cenar? —propuso.
—¡Ay, sí! No me ha dado tiempo a hacer nada… He entrevistado a las chicas de la agencia y después he tenido que salir a comprar. Y, además, he hablado con la oficina. Me apetece empezar a trabajar, aunque no sé cómo lo voy a hacer.
—¿Pizza o japonés? —dijo Fernando con hambre.
—Casi japonés, ¿no?
Pues sí, pensó el hombre, llevamos dos pizzas ya esta semana y solo estamos a jueves. Se mordió la lengua y respondió:
—Claro, japonés. Voy un momento al baño, ¿me pides esa carne marinada con verduritas?
—Muy bien —replicó la mujer—, yo voy a pedir sushi a ver si me quito unos kilos de encima. No hagas ruido —exclamó al verlo levantarse—, me ha costado una barbaridad que se duerma.
Fernando intentó andar sigilosamente y cerró con cuidado la puerta del baño enfadándose consigo mismo por vivir en un piso tan práctico, pero con paredes y puertas de papel. Cuando volvió, encontró a su mujer instalada delante de la televisión con dos bandejas vacías preparadas frente a ella. Había abierto una botella de vino y servía dos vasos.
—Bueno —preguntó—, ¿qué tal eran las chicas que has entrevistado?
Irene resopló.
—De todo… Una filipina que no habla una palabra de español y un inglés tan malo que casi da miedo. Una ecuatoriana sin papeles, otra con, pero que nunca ha cuidado a niños. Y —añadió—, asómbrate, una española.
—¿Pero eso existe todavía? —contestó Fernando divertido.
—Sí, la ha mandado tu madre.
El telefonillo sonó e Irene se levantó sin parar de hablar.
—Te saco dinero de la cartera, ¿vale? Pues sí, la verdad es que no tiene mala pinta.
Fernando oyó abrir la puerta, unas palabras y el girar de la cerradura. Irene volvió al salón cargada con dos cajas y un olor a comida preparada inundó la estancia.
—¿Me ayudas? —dijo señalando las bandejas con la barbilla mientras seguía contando—. Pues sí, está bien, solo que no va, es un poco mayor y no quiere de interna, es una pena —dijo mientras arrancaba el plástico del sushi.
Fernando abrió el cartón, se fijó en su interior y se imaginó cenar una tortilla de patata hecha en casa con mucha cebolla.
—¿Cómo es que está sin trabajo? —preguntó mientras pinchaba un pedazo.
—Trabajaba en casa de un amigo de tu madre que se ha ido a vivir al campo —explicó Irene—. Pero no quiere estar interna porque su madre está enferma y tiene que volver a casa por las noches. La verdad es que yo no quería ni verla, pero como tu madre se puso tan pesada la llamé para no quedar mal.
Fernando pensó que le espantaba la idea de tener que convivir con una persona más, tener que ponerse la bata para ir a la cocina, cerrar la puerta del baño y escuchar el rumor de una telenovela a través de la pared, pero sabía que Irene quería salir los fines de semana, que quería recuperar la libertad perdida desde el nacimiento de Fernandito.
—La jovencita ecuatoriana parecía amable —afirmó Irene—, yo creo que aprenderá.
—¿La sin papeles?
—No, la con…
—¿Esa que nunca ha cuidado niños?
—Sí, bueno, yo tampoco… —dudó Irene—, solo quiere 800 euros y podría hacer horas extra los fines de semana.
—¿Sabe cocinar? —inquirió Fernando.
Irene dudó y se acordó de que ni siquiera se lo había preguntado.
—Bueno… —contestó dubitativa—, creo que me ha dicho que los clásicos.
—Eso quiere decir los básicos, ¿no? Freír un huevo y un filete… Y sin experiencia con niños —resumió él sintiéndose un poco malvado. Se metió un pedazo de carne en la boca. Estaba seco, pero bañado en una salsa espesa que solo sabía a soja y el pimiento estaba blando. La mala conciencia se evaporó al instante—. ¿La española tiene experiencia con niños?
—Sí, sí, era la mayor de un montón de hermanos. Pero no quiere interna —insistió Irene—. Además, es mayor…
—¿Cómo de mayor?
—Pues yo creía, como llevaba tantos años trabajando, que debía andar por los sesenta, pero me ha dicho que no, que tiene cincuenta.
A Fernando se le quitó un peso de encima y se dijo que con sesenta la batalla hubiese estado perdida desde el principio. Se lanzó al abismo.
—¿Cocina? —preguntó como de pasada.
—Sí —asintió Irene segura—, eso lo ha dicho, que no era de cosas muy complicadas, pero que los básicos le quedaban bien. Que le gustaba cocinar.
Ahí sí que hubiese tenido que decir los clásicos, se dijo Fernando mientras la idea de unas berenjenas rellenas se materializaba en su cabeza.
—¿Le has preguntado si, en caso de necesidad, podría quedarse alguna noche?
—Hombre, pues no, Fernando, yo quiero una interna, que además esta es mucho más cara.
Fernando frunció el ceño y se preguntó si unas albóndigas serían «básico». Seguro que sí, se dijo convencido. Redobló el ataque.
—La verdad es que es complicado… La sin papeles, no, ¿estamos de acuerdo? La filipina no parece gustarte demasiado, además lo del inglés, en cuanto crezca un poco va a ser un problema, a no ser que queramos educarle bilingüe, pero si habla ese inglés tan horrible…
—Sí… No, bueno, sí, bilingüe sí, pero no…
—Así que —resumió el hombre— nos queda la jovencita ecuatoriana que no tiene experiencia y la española… —Se mordió los labios para evitar terminar la frase diciendo «que sabe cocinar»—. ¿Qué te parece si las citas a las dos y las veo?
—¿Podrías? —exclamó Irene—. ¿De verdad?
—Hombre, al fin y al cabo, queremos dejarle el niño y la casa, ¿no? ¿En qué has quedado con ellas?
—Nada, en que las llamaría…
Fernando miró el reloj y se dijo que las nueve y media no era demasiado tarde. Cogió el móvil, miró sus citas de la mañana siguiente y pensó que podía aplazarlas y trabajar un poco desde casa.
—Pues ¿qué tal si les preguntas si pueden venir mañana? Así las vemos los dos —propuso.
—¡Estaría fenomenal! —exclamó Irene—. Mi jefa me ha preguntado que cuándo podía empezar porque les acaba de entrar una reforma. Me da miedo que se la den a Ángela… Espera —decidió—, las llamo ahora mismo.
Desapareció hacia la cocina y Fernando se obligó a acabar la carne. Irene volvió sonriente.
—Pueden las dos, Cynthia a las 10 y Conchita a las 11. ¿Te arreglas?
—Claro, ahora mismo aviso a la oficina. ¿Conchita es la española?
—Sí, claro. ¿Vemos una película?
—Claro que sí, cariño, la que tú quieras.
Fernando se levantó por la noche a darle el biberón a Fernandito y por la mañana se lo colgó en la mochila portabebés. Salió a comprar el periódico y unos croissants, que, aunque parecían magníficos, no sabrían a nada. Cuando volvió, Irene dormía todavía. Preparó una bandeja y el biberón. Leyó las instrucciones del paquete: tres cacitos y 250 mililitros de agua. Mezcló uno solo con un cuarto de litro y se lo dio a Fernandito, que se lo tomó en un momento. Le colocó en la cunita y fue a despertar a su mujer con la bandeja, un café con leche, zumo de naranja y un croissant.
—Despierta, dormilona, ya son las nueve…
Irene se desperezó entre las sábanas, el aroma del café llenaba la habitación.
—¡Me he dormido! ¿Y Fernando? —se sobresaltó.
—No te preocupes, ya está todo, pañal cambiado y biberón…
—¿De verdad? —Lo abrazó—. Eres un tesoro… Hasta me da tiempo a echarle un vistazo al periódico —dijo encantada.
—Tranquila, yo me ocupo de todo mientras tú desayunas y te duchas.
Fernando abrió las ventanas, sacudió los almohadones y se sentó con un café a esperar. El bebé se había despertado y daba pataditas en su cuna. El timbre sonó y con el niño en brazos fue a abrir.
—Hola, usted es Cynthia, ¿no? Encantado. Pase, pase. ¡Irene! —exclamó—, está aquí Cynthia.
—Qué mono el bebito… —dijo la jovencita, apocada.
—¡Hola, Cynthia, buenos días! —exclamó Irene, que llegó con el pelo aún húmedo—, gracias por venir tan rápido.
—No se preocupe, encantada.
Se sentó en el sofá y los miró. Era bajita, muy morena y de unos veinte años. Fernando tomó la iniciativa.
—¿Quiere tomar algo?
—No quisiera causar molestias —respondió la chica, azorada.
El bebé empezaba a revolverse.
—Iba a hacerme un café —propuso Fernando—, si quiere, sujete al niño —añadió con una sonrisa—, va a ver cómo se acostumbra, no extraña nada.
Le colocó al bebé un poco bruscamente en los brazos y este rompió a llorar. Fernando se detuvo en su camino a la cocina. Irene preguntó extrañada:
—¿No se ha tomado el biberón?
—Entero —respondió Fernando señalando la botellita vacía—. Ahora se calmará. Voy por ese café. ¿Lo quiere usted con leche?
Cynthia comenzó a acunarlo, pero el bebé pataleaba y chillaba, cada vez más tieso, e Irene observaba la escena sin atreverse a intervenir. Cuando volvió Fernando, su mujer se revolvía en su sillón y Cynthia mecía al niño sin conseguir calmarlo. Colocó los cafés en la mesa y se sentó. Levantó la voz para hacerse oír y preguntó:
—Bueno, cuéntenos algo de usted. ¿Desde cuándo vive en España? ¿Le gustan los niños?
Las respuestas de la chica eran prácticamente inaudibles debido a los berridos del bebé. Cada vez más azorada, la jovencita trataba de responder.
—¿Tiene usted paciencia? —preguntó Fernando solícito—. Las noches son un poco complicadas, pero ya se acostumbrará.
La joven asintió.
—Y la cocina, ¿qué tal? —añadió el hombre animado.
—Bueno, yo —Los gritos del bebé ahogaron un poco la respuesta—, la verdad es que no sé mucho, lo básico…
—Bueno, bueno —dijo Fernando dando una palmada—, no se preocupe, somos simples: albóndigas, croquetas, lo básico, vamos.
La cara de Cynthia se nubló un poco e Irene iba a intervenir al ver que la chica se estaba asustando, pero Fernando se le adelantó otra vez.
—¿Tiene familia? ¿Novio?
—Familia en Quito, novio aquí —respondió con una vocecita.
—¡Qué bien! —exclamó encantado.
—Está en la Telefónica, queremos casarnos…
—¡Eso es estupendo!
Fernando no tuvo que mirar el rostro de su mujer para saborear su victoria.
—Bueno —dijo quitándole al bebé—, la liberamos ya, que le hemos robado mucho tiempo. ¿Qué le parece si la llamamos luego?
—Muy bien —contestó la joven con una inmensa sonrisa de alivio de verse liberada de la fiera aullante.
Mientras Irene la acompañaba al ascensor, Fernando preparó un nuevo biberón. No había vuelto cuando el telefonillo volvió a sonar.
—¡Es Conchita! —llamó Irene desde la entrada.
—No, no se preocupe —oyó Fernando decir a su mujer—, no pasa nada, no es demasiado pronto, estábamos de todas maneras en casa. Pase, pase.
Fernando apareció en el salón con el niño en brazos y el biberón sujeto entre los dedos.
Conchita era una mujer menuda, aunque no sin fuerza, rasgos dulces, el pelo castaño sujeto en una coleta baja, una falda azul por debajo de la rodilla y una blusa azul, a juego con la chaqueta.
—¿Quiere que se lo dé yo? —ofreció.
—Encantado —respondió el padre.
La mujer tomó delicadamente pero con pericia al niño. Le sonrió, se sentó en el borde de una silla y le introdujo el biberón con mano experta en la boca. Los gritos cesaron.
—Qué hermoso —dijo—, ¿de cuándo es?
Irene, relajada por el silencio, contestó.
—Cumple cinco meses el 16… Qué mano tiene usted —observó al ver cómo levantaba al niño y le hacía expulsar el aire.
Conchita contestó con una carcajada alegre.
—Bueno, la fuerza de la costumbre… Era la mayor de cinco hermanos y mi madre se pasaba la vida trabajando, así que prácticamente crie yo a mis hermanos. ¿Quiere que se lo cambie?
Irene se levantó y la guio hasta el cuarto del niño. Conchita abrió la ranita, limpió al niño, que se dejaba hacer entre gorgoritos, y, colocándole una mano experta sobre el pecho, enrolló con la otra el pañal sucio. Fernando la observaba desde el marco de la puerta.
—¿Dónde se lo tiro? —preguntó.
—En la cocina —respondió Irene—, pero no se preocupe.
—¡Si no es molestia! ¡Qué cocina más bonita! —dijo al entrar—. Me encantan las cocinas blancas, se limpian fenomenal. Y qué práctica la mesita…
Fernando vio su oportunidad.
—Dígame, Conchita, ¿le gusta a usted cocinar?
La mujer asintió con humildad.
—Bueno, aunque no soy una gran cocinera, siempre he cocinado, me gusta mucho. En mi última casa hacía también todo y, claro, de mi casa.
—Cuénteme qué les hacía —preguntó Fernando relamiéndose por adelantado.
—Pues lo básico…, ya sabe… arroces (mi madre es valenciana), asados, albóndigas. Y para cenar pescado, verduritas, croquetas. Nada especial, vamos.
Fernando notó cómo el cielo se abría. Pero Irene todavía dudaba, lo notaba en cómo se movía, y le tendría que dar un empujoncito más.
—Y, dígame —se lanzó al vacío—, si saliésemos una noche, ¿usted podría hacer unas horas extra? Pero no se preocupe —añadió inmediatamente—, no salimos mucho…
Conchita sonrió.
—Bueno, ya sabe que yo no quiero interna por mi madre y por mi hermana, pero claro que me puedo quedar algún día, incluso, sabiéndolo con tiempo, hasta me puedo quedar un fin de semana. Y si no pudiese, yo tengo unas cuantas sobrinas que hacen de canguro y que son de toda confianza. Es para pagarse los estudios, ¿sabe?
—¿Nos perdona un momento, por favor? —dijo el hombre.
—Vayan, que yo me quedo aquí con este cielo.
Fernando miró expectante a su mujer. La conocía y sabía que si no tomaba ella la decisión se podría arrepentir.
—Bueno, es verdad que tiene mucha mano… —dijo indecisa.
—Solo más experiencia —dijo Fernando decidiéndose a jugar al abogado del diablo—, Cynthia aprenderá.
—¿Pero tú has visto cómo lo cogía? —exclamó Irene.
—Ya, mujer, pero a lo mejor solo tenía hambre…
—¡Fernando! ¡Si le acababas de dar el biberón! Y, además —criticó—, ¿por qué no se le ha ocurrido a ella?
—Pobre chica, no seas así. Parece amable y está estable en España, ya es un punto.
—¡Claro! —objetó Irene—. ¡Quiere casarse! Y en cuanto se case se querrá ir a vivir con el de la Telefónica… Y además querrá salir los fines de semana con él.
—Seguro que sí, pero Irene, Conchita —protestó Fernando mientras un arroz a banda se cristalizaba en su mente— no quiere de interna…
—Si Cynthia quiere salir los sábados con el novio, tampoco podrá quedarse con Fernandito —zanjó Irene—. ¡Conchita tiene sobrinas! Además, las ayudamos a pagarse la carrera, es una buena acción. Y ha dicho que hasta se podría quedar un fin de semana, ¡podríamos hacer un viaje!
Fernando se lanzó de cabeza al vacío.
—Mira, no nos vamos a precipitar, llamamos a la de la agencia y le preguntamos si tiene una interna como Conchita. Tu proyecto es ¿para cuándo? —preguntó sintiéndose un poco ruin.
—¡Para ya! —exclamó su mujer—. Es un piso fantástico, reforma completa y se lo va a quedar Ángela, que no tiene ni idea.
—Bueno, Irene —dijo vencido—, ¿qué quieres?
—Saber cuándo puede empezar.
—¿Estás completamente segura?
—Sí. Además —añadió convencida— tienes razón, no quiero oír la televisión por la noche.
Volvieron a la cocina, donde Conchita había echado al bebé en la hamaca y fregaba el biberón. Fernando sonrió.
—Bueno, Conchita, ¿cuándo podría empezar?
—Cuando quieran, como si quieren que me quede ya…
Se volvió a su mujer, cuya cara se había iluminado.
—Podrías enseñarle la casa esta mañana y pasarte por la oficina esta tarde, ¿no?
Irene se imaginó salir sin el cochecito, se dijo que el piso por decorar sería suyo, que no tendría que hacer más compras ni soportar más caras largas por la maldita cena. Y dijo que sí.
Fernandito dormía en su cuna. Conchita recogió la cocina, miró en la nevera y se sentó a hacer la lista de la compra. Las camisas que había lavado por la mañana estaban ya casi secas y, si las planchaba, podría salir con el bebé cuando se despertase a hacer la compra y a dar un paseo. Sacó la tabla del armario empotrado y enchufó la plancha. Dobló calcetines mientras se calentaba y buscó una radio con la mirada. No vio ninguna, pero sí una televisión. El mando estaba al lado y le dio al botón de encendido. Volvió a la terraza a buscar más ropa seca mientras el sonido del telediario de las tres llegaba hasta ella. Abrió los botones de una camisa para colocarla sobre la tabla. Había puesto el volumen bajo para que el bebé no se despertase y el sisear del vapor se superponía a la voz de la presentadora. Subía y bajaba la mirada de las imágenes: el desierto, una muchedumbre acompañando un ataúd cubierto con una bandera, la Casa Blanca. Levantó la cabeza para poder cerrar el botón cuando vio una imagen en color, un poco desvaída, de sor Lucía. Empezó a temblar. La camisa se le cayó y cogió el mando para subir el volumen. «Un escándalo sacude de nuevo la Iglesia», dijo la presentadora mientras las imágenes de la clínica y el cartel de la maternidad salían en la pantalla. Apareció una foto de un hombre de ojos azules que no le sonaba y un señor mayor con el pelo blanco que salía de un juzgado. La presentadora continuó con la explicación: había bebés a los que separaron de sus madres. La Guardia Civil no podía especificar la cantidad de delitos, pero los hechos se extendían desde los años setenta hasta bien entrados los ochenta. Habían instalado una línea a la que los afectados podrían llamar para más información, añadió la mujer. Fernandito empezó a llorar y Conchita se dio la vuelta automáticamente para ir a buscarlo cuando vio el cuaderno con la lista de la compra. Apuntó rápidamente el teléfono y fue a sacar al niño de su cuna temblando todavía. Levantó al bebé, lo apretó contra su pecho y aspiró el olor de su cabecita. El niño dejó de llorar mientras lo mecía entre sus brazos. Le instaló en la hamaca sobre la mesa de la cocina y apagó la televisión. Recogió la camisa y volvió a abrir los botones para repasar la pechera mientras su cerebro intentaba procesar la información. Fernando mordía un aro de madera y lanzó un pequeño grito de placer que hizo moverse la hamaca. Comenzó a mecerse entre gorgoritos a los que Conchita contestaba con arrullos. El niño era un sol, le recordaba a Marcos de pequeño, que había sido un bebé guapísimo. Se inclinó hacia él y le plantó un beso en la rodilla, lo que provocó que el niño la agarrase del pelo. Rio, se acercó a la tabla, desenchufó la plancha y fue a buscar la chaquetita de paseo. Tendría que traer el cuento del autobús azul, a Fernandito le iba a encantar.