Mientras Gigi bebe
el agua de su bol,
sirvo té helado
para Catalina y para mí.
Mi estómago gruñe.
Estoy tentada de comer
queso en hebras o
apio o
algo así.
Pero hasta comer algo saludable
es un crimen
para una chica gorda.
No le ofrezco nada a Catalina,
lo que parece grosero,
pero mamá se enojaría,
pensando que lo comí yo.
Como un detective que sigue
las huellas de un implacable criminal,
mamá revisa la basura,
en busca de evidencia
de que hice trampa en mi última dieta.
Bolsas.
Envoltorios.
Cajas.
Ella hace inventario de la comida.
Lo descubrí de la peor manera hace años
cuando irrumpió en mi habitación
y se puso como loca conmigo.
—No se supone que comas entre comidas.
Unas cuantas galletas saladas ya estaría
mal, pero ¿medio paquete?
Nadie necesita tantas galletas.
Yo estaba todavía masticando,
y ella agarró el cubo de basura.
—¡Escúpelas! ¡Ahora mismo!
Pero la sal me empastaba la boca
y no pude.
—¡Papá! ¡Papá! ¡Ven enseguida!
—gritó Anaïs mientras ella y Liam eran testigos.
Papá llegó justo a tiempo para ver
a mamá tratando de abrirme la boca,
decidida a remover hasta la última miga,
como si yo hubiera tragado veneno.
Luego mis padres tuvieron
una de sus más grandes peleas.
Esa noche, Liam deslizó una nota por debajo de mi puerta.
Si se separan,
es por tu culpa.
Espero que tus malditas galletas hayan valido la pena.
No he comido galletas saladas desde entonces.