En el costado desgarrado de un peluche.
En los bolsillos de una mochila vieja.
En un libro ahuecado.
Esos son solo algunos
de los lugares secretos
donde escondo comida.
Hace años, una de las dietas de mamá
me dejó famélica.
Mi estómago gruñía,
mis manos temblaban,
y la habitación daba vueltas mientras
mi cuerpo reclamaba más comida.
Viv, sin saberlo, me rescató al
invitarme a dormir a su casa.
Su mamá horneó galletas.
Devoré varias y
robé tres para llevar de contrabando.
Cuando llegué,
corté algunos puntos de la costura
de un viejo osito de peluche
y metí allí las galletas.
Desde entonces,
cada vez que puedo,
escondo comida como una ardilla.
Me siento poderosa e impotente,
libre y prisionera,
todo al mismo tiempo.