Recuerdo mi primera dieta.
Tenía cuatro años.
El Día de Acción de Gracias,
después de devorar pavo y
demás guarniciones y
estirar la mano hacia una de
las galletas de avena y pasas de nana,
mamá me da una palmada en la mano.
—Ya es suficiente.
Mañana te pongo a dieta.
Eres gorda.
Técnicamente, mamá usó “gorda”
como un adjetivo
para describirme,
pero con el tono que lo dijo
lo convirtió en un sustantivo
para definirme.
Hasta ese momento,
nunca había pensado en
que mi cuerpo fuera grande
y que ser grande fuera malo,
algo de que avergonzarse,
algo que ocultar,
algo que odiar.
Pero desde entonces,
no he dejado de hacerlo.