Miro a la doctora
que permanece calma y silenciosa.
El dibujo no la perturbó
como a mí.
—Estábamos los cinco en casa, y
decidimos ver una película.
Yo realmente estaba disfrutando
de estar con mi familia por una vez.
Entonces vino la escena de la playa
con una chica gorda
que desbordaba su traje de baño.
“Mira esa cosa grande y gorda”
dijo alguien y
fingí no oírlo.
Pero más tarde, en la cama,
enterré la cara en la almohada
y lloré hasta quedarme dormida,
escuchando “Mira esa cosa grande y gorda”
una y otra vez.
—¿Quién lo dijo? —pregunta la doctora.
Levanto un almohadón del sofá.
Lo abrazo
Las lágrimas aguijonean y empañan mis ojos,
luego surcan mis mejillas.
—Mamá.
A veces, una conmoción hace
salir todas las palabras de ti,
como los caramelos de una piñata.
—Creo que mi mamá me odia —comienzo—.
Y yo odio pensar eso, así
que me obligo a recordar
todas las veces que fue buena conmigo.
Como cuando tuve varicela en primer grado
y mamá se acurrucaba en la cama conmigo y
me rascaba suavemente la espalda hasta que me durmiera.
Recuerdo a mamá enseñándome
cómo escribir un haiku.
Recuerdo que me regaló
el conejo de peluche con pantuflas de conejito
que había tenido de niña.
Eso fue cuando murió nana
y no podía dejar de llorar.
Supongo que me aferro a esos momentos
como una niña que se ahoga a un salvavidas
cada vez que las palabras de mamá
me destripan como a un pescado.