Nada de rivalidad entre hermanos.
Lo mío es soborno entre hermanos.
Mamá, papá y Anaïs están ocupados,
así que Liam queda a cargo de llevarme en auto a casa,
pero me ofrece veinte dólares
para que, en cambio, vaya en autobús.
Acepto y le obligo a darme
también dinero para el pasaje.
Liam llevará a una chica al shopping.
Lo entiendo. ¿Quién querría cargar con su hermanita?
Pero se supone que yo no debería usar
el transporte público hasta los trece.
Me falta poco más de un año,
así que no tendré problemas.
Con una app,
encuentro el autobús que necesito.
Pero tan pronto como me siento,
me doy cuenta que he cometido un error.
Dos adolescentes comienzan a hablar de mí.
—Por favor, te ruego,
mátame si alguna vez me veo así.
—Confía en mí, lo haré.
Una anciana me acaricia la mano.
Creo que intenta consolarme
hasta que dice: —Gordita, ¿eh? —y
me pellizca la carne de mi brazo izquierdo.
—¡Ay! —digo, separando mi brazo de un tirón.
Me apresuro a bajarme
en la siguiente parada.
Como otros se bajan
y algunos intentan subir,
soy una bolita de pinball,
rebotando y saliendo disparada
contra alguien,
luego contra alguien más,
una y otra vez.
Por fin, el montón se abre,
y me bajo del horrible autobús.
Respiro profundo,
pensando que al fin me puedo relajar.
Entonces lo huelo:
ese aroma a tierra de
las primeras gotas de la tormenta.
No puedo correr tan rápido para escaparle, y
tampoco sé a dónde ir.
Así que cierro los ojos y
dejo que la lluvia me moje.
Hasta que el relámpago estalla.
—¡Apúrate! —Un brazo golpea mi hombro—.
¡Por aquí!
Es Catalina.
Mi amiga.