Ha sido una semana tranquila en la escuela,
así que debería haber intuido que algo
se avecinaba.
El viernes, cuando voy a mi casillero
antes de ir a la biblioteca,
encuentro una foto pegada en él.
Es mi cabeza,
puesta con Photoshop en el cuerpo de una ballena.
La arranco, la hago una pelota, y
se la arrojo a Marissa.
Con fuerza.
¡Zas!
Había apuntado a su cabeza
pero golpeó su corazón.
Bueno, donde el corazón debería estar
si ella tuviera uno.
Se ríe entre dientes y se aleja.
Y luego, como si eso no fuera suficiente,
Enemigo Número 3 decide
iniciar su vieja rutina de la hora del almuerzo
y golpea su espalda contra las paredes del pasillo
como si yo ocupara todo el espacio.
—¡Retrocedan! ¡Hagan lugar! ¡Ahí sopla!
Pero en lugar de bajar mi cabeza avergonzada,
la mantengo erguida y
miro a los ojos a mi Enemigo Número 3 hasta que
estoy parada frente a él.
—Te crees muy gracioso —le digo—.
Pero solo eres un malvado.
Tal vez no pueda detenerte,
pero al menos puedo
obligarte a mirarme a los ojos
cada vez que me atacas.
Y lo haré, de ahora en adelante.
Mientras me alejo,
me doy cuenta de que he estado
abriéndome como una estrella de mar:
he comenzado a reclamar mi derecho
de ocupar espacio
en este lugar.