Los tiburones atacan usualmente cuando
una ballena está sola o debilitada.
Los tiburones en la escuela
se amontonan a mi alrededor
el día que rompo un pupitre en clase de Matemáticas.
Primero, las patas se abren paulatina, lentamente,
como las patas de un caballo en los dibujos animados
después de montarlo un vaquero gordo.
Intento escapar,
pero estoy atrapada.
Con el rechinar final del metal vencido
y el crujido de la madera,
el pupitre y yo nos desmoronamos.
Soy una tortuga marina dada vuelta,
tratando de salir de los escombros,
tratando de ponerme de pie,
tratando de obligar a la tierra a que se abra
y me trague entera.
Los tiburones dan vueltas.
Clavan sus dientes.
Se turnan para morder
con risas y palabras.
—¡Splash rompió la silla!
—¡Guau! ¡Y es de metal!
—Se aplastó como una lata de refresco.
—El pobre pupitre no podía salvarse.
El metal y la madera lastiman y apuñalan
mi estómago, flancos, espalda y piernas.
Duele respirar.
–Ayúdenme.
Alguno de ustedes.
Por favor.
Ellos solo siguen riéndose.