Mi ojos se enfocan en un portarretrato
sobre el escritorio del profesor de Matemáticas.
Es una foto del señor Harrington,
su esposa y su pequeña hija,
que no es tan pequeña,
comiendo sandía
y celebrando el 4 de julio.
Su hija hunde toda
su cara en la pulpa roja de la fruta,
el jugo chorreando por su barbilla,
algunas semillas pegadas a sus mejillas regordetas.
Por eso él me defendió.
El señor Harrington me indica con un gesto
que lo encuentre en el pasillo.
—Llama a alguien para que te venga a buscar.
Vete a casa y llora lo que tengas que llorar.
Cuando vuelvas el lunes,
haz como si nada hubiera pasado.
Solo ignóralos.
—Señor Harrigton, usted es profesor de Matemáticas.
¿Qué probabilidad hay de que
algo cambie?
Comienzo a alejarme, pero vuelvo.
—Y espero que nunca le diga a su hija
que llore lo que tenga que llorar e
ignore a los acosadores.
Ella se merece más que eso.
—Tienes razón, Ellie
—grita a mis espaldas el señor Harrington—.
Ella se merece más que eso
y tú también.
Tal vez, un mejor consejo sería
que concentres tu energía en
las cosas y las personas que te hacen
feliz,
en lugar de atender a los tontos
a los que no les gustas
por la razón que sea.