No puedo evitarlo.
Quiero que Anaïs sienta
algo del dolor
que yo siento.
Así que empiezo a descargarle.
—¿No te das cuenta de que no me has
llamado por mi verdadero nombre
desde mi quinto cumpleaños?
Las lágrimas inundan sus ojos.
—¡No te atrevas a llorar, Anaïs!
¡No tienes derecho a llorar!
¡Eres tú la culpable
de que todos me llamen Splash!
Pero ella no puede evitarlo.
Esconde su cara en sus manos
y solloza.
Tal vez
sea por ver llorar a Anaïs.
Tal vez
sea solo de pensar en
todos los años que me han llamado Splash,
pero una ola de tristeza me golpea.
Me entrego a la tristeza.
Es tan
densa,
tan oscura
y tan fría,
que me deja sin aliento.
Anaïs se inclina y susurra:
—Me importa.
Quiero estar para ti.
Dejo que me envuelva con sus brazos,
me acerque,
me abrace fuerte,
más fuerte,
mientras se liberan las lágrimas contenidas hoy
y las dos
no podemos dejar de llorar.