Cuando alguien viene a tu casa,
es fácil olvidar que
lo que es normal para ti
puede parecerle extraño a otros.
Catalina recorre con los ojos mi habitación.
—Acabo de notar algo.
No hay espejos en ninguna parte.
—No lo entenderías.
—Estoy dispuesta a intentarlo.
Se sienta con las piernas cruzadas
y el suave rasgueo de su guitarra es
como una plácida canción de cuna.
Tal vez por eso empiezo a hablar.
Primero muerdo un mazapán,
y el dulce de almendra se desmigaja
y se deshace en mi boca como azúcar glass,
llevándose toda la amargura
que siento al recordar el día
que saqué el espejo del baño.
—No he tenido un espejo desde el día
que mi mamá me hizo mirarme en uno
mientras me señalaba todo
lo que estaba mal en mi cuerpo.
No le digo a Catalina
lo que ella realmente me dijo:
“Celulitis en tus muslos.
Estrías en tus brazos.
Rollos en tu vientre.
¿No te da vergüenza?”.
Los espejos son más pesados de lo que parecen.
Cuando traté de arrancar el mío de la pared,
se me cayó.
Lo observé romperse en mil pedazos.
Vi pedacitos de mí
en las esquirlas.
Y caí en la cuenta.
Así es como me ve la gente,
como pedacitos de gordura.
No como una persona.