LA COMIDA UNE

Catalina me invita a

una celebración adelantada de Acción de Gracias

porque su familia pasará

la fiesta en México.

 

La casa está repleta de parientes,

y me encantaría poder vivir en

su cocina.

La mamá y las tías de Catalina

cocinan jamón glaseado,

pavo con chile y salsa de mole,

tamales, tortillas,

pan de maíz con jalapeños,

arroz y frijoles,

y otros platos

que no conozco,

pero huelen delicioso.

Ellos cambian de idioma,

a veces en mitad de una frase,

de español a inglés como

bobeshi cambiaba de

hebreo a inglés con

algo de yiddish mezclado.

 

Cuando es hora de comer,

todos se apresuran a sentarse

como en el juego de las sillas.

 

El papá y el abuelo de Catalina

dicen su oración de agradecimiento; luego

todos se pasan

cuencos y fuentes alrededor de la mesa.

 

Una vez que llenamos nuestros platos,

todos comienzan

a comer,

a hablar,

a reír.

Y nadie

se fija en lo que como.

 

La risa crece después de la cena,

mientras jugamos juegos de mesa y

comemos postre:

empanadas de calabaza y flan.

 

Me siento tranquila y feliz

de regreso a casa.

Después de la cena en casa de Catalina

lo que siento es muy distinto a

cómo me siento luego de cenar en mi casa,

donde se me acalambran los músculos de

tanto contraer hombros y piernas

para ocupar menos espacio y

hacerme más pequeña.

 

Hoy no necesité hacer eso.

 

La familia de Catalina me mostró

que la comida puede unir

en lugar de separar.

 

Y se lo agradezco.