Cuanto más te conoce alguien,
más miedo puede darte.
—¿Qué le parecieron?
—pregunto cuando la doctora me devuelve
mi lista de Reglas para Chicas Gordas.
—No es una lectura ligera para llevar a la cama,
te lo aseguro.
Me parece que estas reglas
te hacen pensar sobre
tu cuerpo y odiarlo
cada minuto de
cada día.
—Es lo que quiere la sociedad.
—¿Y tú, qué quieres tú, Ellie?
—Nunca nadie me lo ha preguntado.
—Acabo de hacerlo.
Agarro el pequeño almohadón,
lo acomodo delante de mi panza,
engancho mis dedos
entre los flecos
de los bordes, y
los retuerzo con fuerza
hasta que mis dedos se ponen blancos.
—Quiero que la gente me acepte,
tal como soy.
—¿Y quién eres, Ellie?
Descríbete a ti misma sin
hablar de tu figura.
Abrazo el almohadón
un poco más arriba,
cerca de mi corazón.
—No puedo.
La doctora deja su anotador.
—El problema con
las Reglas para Chicas Gordas es
que las has dejado no solo
decidir cómo vivir,
sino también definirte.