—Creo que deberíamos probar un pequeño ejercicio
—dice la doctora y
da golpecitos en sus labios con su dedo índice—.
¿Cuál será?
Mmm. Mmm. Mmmmmm.
—Dígalo de una vez.
Hagámoslo y ya.
Sostengo el almohadón
otra vez delante de mi panza.
—No tienes que esconder
ninguna parte tuya —dice la doctora—.
Te veo entera.
Acepto todo de ti.
Quedo petrificada,
al darme cuenta, por fin, por qué abrazo almohadones.
Lo dejo a un costado.
—¿Cómo te sientes sin él? —pregunta la doctora.
—Vulnerable.
Un poco desnuda.
—¿Puedes intentarlo por un rato,
y ver qué pasa?
Asiento.
—Muy bien.
¿Has soñado alguna vez
que eras otra persona?
—Apenas todos los días.
—Entonces hoy tu sueño se hace realidad.
—Creí que usted era mi terapeuta,
no mi hada madrina.
—¿Qué puedo decirte?
Tengo muchos talentos ocultos.
Corre hasta la mesa de dibujo,
hunde su lapicera en purpurina y
la hace girar mientras
la agita como una varita mágica.
—Abracadabra.
Tú eres Marissa
y yo soy tú.
Estoy bien segura de que la doctora tendría que
arrancarme el corazón
para que yo actúe como Marissa,
pero hago el intento.
—Necesita meterse esto
debajo de su blusa.
Le arrojo el almohadón.
Me pongo de pie y
camino alrededor de su silla
para mirarla desde arriba.
Un extremo de mi labio superior
se levanta mientras clavo los ojos en
el abultado, apelmazado, deformado almohadón.
—Eres tan gorda
que las ballenas se sienten flacas a tu lado.
—Lo que has dicho
realmente me lastima.
—Bueno, a mí me lastima los ojos
solo mirarte.
—¿Por qué eres tan mala conmigo?
Me inclino de modo tal
que quedamos cara a cara.
—Porque te lo mereces.