Catalina y yo intercambiamos regalos
con el espíritu propio de Navukkah.
Ella abre el suyo primero:
un diario de tapas de cuero con papel pentagramado
para que pueda escribir sus canciones.
—No puedo ni siquiera imaginarme
qué es esto —digo,
sacándole el papel a mi regalo.
La caja es más alta que yo y
tan pesada que ella tiene que pedirle a Javier
que la lleve hasta mi casa.
—Media res
—masculla Liam al pasar a nuestro lado.
—Nuevo hermano.
Catalina no masculla.
—Eso sería un verdadero milagro
—digo.
—¿Quieres que hablemos de milagros?
Que Liam sea amable, eso sí
que sería un milagro —dice Catalina.—.
Ella se vuelve hacia Liam y lo desafía.
—¿Por qué no lo intentas de vez en cuando?
—Oh, apuesto a que a veces es amable —dice Javier—.
Él sabe que somos afortunados por tener hermanas
que nos hacen morir de risa.
Es asombroso que Javier sea tan bueno
que no pueda concebir que Liam es tan malo.
Después de que Javier se va,
Liam me dirige una mirada extraña,
y me pregunto si alguna vez
me verá cómo me ven Javier y Catalina.
Estoy tan concentrada en mis pensamientos
que casi dejo caer la caja.
—Cuidado.
—Catalina endereza la caja
que se había inclinado—.
Puede romperse.
Acaricio con mis dedos
el estaño repujado al estilo mexicano y
las teselas naranjas y azules
que enmarcan el espejo de cuerpo entero.
Me veo,
completa,
por primera vez
en mucho tiempo.
Mi pelo castaño y enrulado,
mis ojos café.
La piel algo bronceada por nadar,
mis mejillas como manzanas.
Cuerpo suave y mullido.
No puedo contener las lágrimas.
Es hermoso.
Y yo también.