EBRIA DE FURIA

El regreso a casa es placentero.

Tan placentero como pisar

un nido de hormigas rojas.

Primero, una cascada de mordeduras y aguijoneos.

 

—¡Qué manera de avergonzarme!

La ruedas rechinan cuando mamá maniobra

para salir del estacionamiento.

 

—Claro, todo tiene que ver contigo

—digo mientras entra en la autopista

y zigzaguea entre los autos.

Está enloquecida,

conduciendo ebria de furia.

 

—Tu reacción fue una exageración.

Se cruza sin prudencia de carril

y participa del concierto de bocinas.

 

—Mi reacción no fue exagerada

después de enterarme de que

mi madre tiene planeado que me haga

una cirugía que podría matarme.

 

—No seas tan dramática.

Es una opción.

Eso es todo.

 

—La tía Zoey casi se muere

por hacerse la misma operación.

 

—Ella era más gorda que tú.

Su estado físico era peor que el tuyo.

 

—¿Así que tú odias tanto tener que verme así

que estás dispuesta a arriesgar

que me muera en la sala de operaciones

o más tarde por alguna complicación?

 

Mamá me mira a mí

en lugar de mirar hacia delante.

—Nunca dije que odiara tener que verte.

 

—¡Autobús!

—grito y señalo.

Mamá da un volantazo.

 

—Estás fuera de control con la comida,

como en ese pequeño episodio reciente.

 

—Y tú eres una controladora obsesiva.

Inventariando la comida.

Negándote a comprarme ropa.

Tratando de extorsionarme.

¿O solo tenemos permitido

hablar de mis defectos?

 

Las mordeduras de las hormigas rojas dejan

picaduras inflamadas

que se vuelven ampollas,

prolongando el dolor por más tiempo,

no muy diferente a lo que nos decimos la una a la otra.

 

Mamá estaciona frente a casa,

y nuestros cuerpos se sacuden hacia adelante

al detenernos.

Levanta sus manos en el aire.

—¡Solo trato de ayudar!

 

—Sí, claro.

Tratas de solucionar mi problema.

Pues bien, ¿sabes qué?

¡No tengo ningún problema que solucionar!

Y si lo tengo,

es por tu causa,

no por mi peso.

 

Me bajo del auto dando un portazo

y entro en casa pisando fuerte.