NO MI PRIMER RODEO

—¡Epa!

—dice papá, con su tono firme de rodeo

como si fuera yo un caballo

desbocado

cuando entro dando un portazo—.

¿A qué se debe tanto alboroto?

 

—¡Como si no supieras!

Subo taconeando las escaleras.

 

Mamá cierra la puerta de entrada con un portazo.

—¡Baja ya mismo, Eliana Elilzabeth!

Está lista para otra ronda.

 

Aquí te espero.

 

—¡Eres un Judas, papá!

Dijiste que no lo permitirías

y lo hiciste.

 

—¿De qué diablos

estás hablando? —dice.

Me mira a mí, luego a mamá—.

Será mejor que alguna me diga

qué está pasando.

 

Mamá, inmóvil.

Callada.

 

Entonces la verdad me sacude

como el tufo potente

de la bosta de toro fresca en la arena:

papá no lo sabe.

Ella lo hizo a

espaldas de los dos.

 

Ahora se pondrá bueno.

 

—¿Cómo creíste que

te saldrías con la tuya, mamá?

¿Un día, papá se va a trabajar,

tú me llevas al hospital sin decirle a nadie,

me hacen la operación,

y volvemos a casa y cenamos?

 

Papá sacude la cabeza mirando a mamá,

que tiene los ojos clavados en el suelo.

—Una cosa que mi zayde* me enseñó

es que cuando una persona no puede mirarte a los ojos,

estás en problemas —dice papá—.

Problemas grandes.

 

Mamá se cruza de brazos

y enfila hacia la oficina de papá,

taconeando.

 

Él la sigue,

luego se detiene y me mira,

todavía inmóvil en la escalera.

—Lo lamento mucho, Ellie.

De verdad, lo lamento.

Entra en la oficina y da un portazo.

 

Y comienza allí su pelea más grande.

* Abuelo, en yiddish.