Papá y yo creamos una lista
de los mejores diez médicos a probar.
En la primera cita,
la enfermera tch, tch
cuando me pesa.
Me doy media vuelta y me voy.
En la segunda cita,
con cada apretujón al inflador,
la banda del tensiómetro me constriñe el brazo
como una boa hambrienta, hasta sentir
que mi piel se desgarrará,
y mi brazo tendrá moretones.
Ante mi gesto de dolor, la enfermera dice:
—Échale la culpa a tu enorme brazo.
Me bajo de la camilla y me voy.
Papá dijo que ella era más espinosa
que un cactus del oeste de Texas.
En la tercera cita,
el médico solo mira fijamente mi estómago.
Podría tener un pulpo pegado a la cara
y él no lo vería.
Casi me doy vuelta y le muestro el trasero,
a ver si lo nota,
pero mi trasero se merece algo mejor.
Me voy dando un portazo.