—¿Tienes un minuto?
—pregunta mamá parada
en la puerta de mi habitación.
Entra antes
de que pueda responder.
¿Ahora qué quiere?
Mi cuerpo se tensa, pero
apilo los libros de la escuela
para que pueda sentarse
en mi cama.
Gigi, en cambio, no se moverá.
Esta habitación es
tan suya como mía.
—Papá me contó
que encontraste una doctora que te gusta.
—Sí.
—Bajo la cabeza para
que el pelo me caiga sobre la cara,
una cortina tras la cual esconderme.
Es más fácil decir lo que piensas
cuando no tienes que mirar al otro directamente—.
Detestaba que me arrastraras
a todos esos médicos.
Mamá respira hondo y
su exhalación es un suspiro.
—No debería haber hecho eso.
Fue una mala idea.
—Muy mala
—agrego.
—¿Y cómo van las sesiones
con la terapeuta?
¿Crees que te está ayudando?
Asiento.
Mamá extiende su mano,
me quita el pelo
de la cara,
me toma suavemente de la barbilla,
y la levanta
para que nos miremos a los ojos.
—Yo solo quiero que estés bien.
Eso es todo lo que siempre he querido.
“Creí que todo lo que siempre has querido
era que yo adelgace”,
pienso.
Pero no lo diré
no correré el riesgo
de arruinar el momento.
Es lo más dulce que mamá ha sido desde,
bueno,
no me acuerdo cuándo.
Y es muy raro,
pero es lindo.