—Ya es suficiente.
Catalina deja de tocar su guitarra,
la apoya en una silla del jardín con un golpe sordo,
entra de un salto a la piscina y
levanta su mano en señal de detención.
Dejo de dar brazadas.
—Escúpelo —dice
mientras caminamos en el agua.
Me hago la tonta. —¿Que escupa qué?
—Ni lo intentes.
Te conozco.
Algo anda mal.
No has hablado casi por varios días.
Aunque sé que tengo
una habilidad de locos para conversar
y puedo hablar por las dos,
me estoy cansando de escucharme a mí misma.
Habla.
Por varios minutos,
el único sonido entre nosotras
es el ronquido de Gigi, acurrucada
sobre mi toalla en los escalones.
—¡Vaya, vaya!
Es algo grande, ¿no es cierto?
Catalina se acerca a mí nadando.
Asiento.
—Mi terapeuta quiere que enfrente a mamá.
—¡Guaaauuu!
—Me da miedo.
—Pero lo necesitas, Ellie.
De verdad lo necesitas.
No sé cómo
lo has soportado tanto tiempo.
—¿Y si nada cambia?
¿Y si empeoran las cosas?
—¿Y si ayuda?
¿Y si mejora las cosas?
No había pensado en eso.
—Tienes razón.
—Siempre la tengo.
Me río por primera vez desde
que la doctora me dijo que necesitaba confrontar a mamá.
—¿Cómo puedo ayudarte? —pregunta Catalina.
—Necesito decidir
qué voy a decir.
—Practica conmigo.
Pretendamos que yo soy tu mamá.
Y por varios días, eso es lo que hacemos.
Ensayo mis palabras con Catalina
mientras nado en la piscina
y en la noche con Gigi,
que inclina la cabeza
hacia un lado y otro
escuchando cada una de mis palabras.
También las escribo,
en caso de que me ponga nerviosa y
olvide lo que quiero decir.
Cuando llega el momento,
estoy lista.