Controlo mi respiración,
tal como la doctora y yo
hemos estado practicando.
—Mamá, no siento
que me hayas querido alguna vez,
que me puedas querer alguna vez,
a no ser
que adelgace.
Estiro la mano hacia un pañuelito
cuando siento un nudo en la garganta.
—Solía pensar
que necesitaba que me amaras
o no estaría
completa.
Las lágrimas fluyen.
No parpadeo para retenerlas,
ni trato de esconderlas o reprimirlas.
Me tomo mi tiempo.
Las siento.
Todas y cada una de ellas.
Siento que drenan mi dolor.
Cuando mi llanto se apacigua,
miro a la doctora.
—Lo estás haciendo muy bien.
¿Necesitas un descanso?
Niego con la cabeza.
Comienzo otra vez.
—Hay en mi vida personas
que me aman,
así que estaré bien.
Le sonrío a papá.
Él echa mano a su bandana
y se seca los ojos.
Carraspeo para aclarar mi garganta y asegurarme
de que mamá escuche mis últimas palabras.
—Y estoy aprendiendo a amarme a mí misma.
La gordura de mi cuerpo
nunca pesó tanto
como tus palabras en mi corazón.
Me acerco a ella
y le pongo en las manos
el cuaderno lleno
de todas las palabras horribles
que me ha dicho.
—Es hora de que seas tú
la que carga ese peso.
Ella se desmorona.