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¡ADIÓS, MI PADRÓN QUERIDO!

Dejar un pueblo atrás es dejarlo casi todo. Es como partir el alma en pedazos y dárselos al viento, para que los una algún día, cuando llegue el futuro, ese que siempre buscamos, que siempre tocamos con los dedos, pero que nunca es nuestro, porque, afortunadamente, el futuro siempre está delante de nosotros y nunca es nuestro del todo. Dejar el pueblo de uno, ese por el que andan las pisadas infantiles, y los estallidos amorosos de la pubertad, y los primeros pitillos a escondidas, es quedarse desnudo de pronto, es tocarse y no sentirse, es como la línea roja que marca un bisturí en la carne del alma. Antes de dejar el pueblo, antes de irme del todo de lo que habían sido mis calles, mis iglesias, mi río, mis árboles, mis jardines, mis balcones, mis puentes, me entraron corazón arriba unos locos deseos de volver a mirarlo. Delante, me esperaba un camino muy largo.

Cuando uno se va, no sabe nunca si el destino le permitirá volver a sentir el olor de la vida cercana del pueblo de siempre. Quizá por eso, al poner las lágrimas cara al pueblo que me veía partir en silencio, ese larguísimo y espesísimo silencio de los pueblos pequeños, algo dentro de mí me ataba al asfalto de la carretera. Impulsado por un resorte, volví sobre mis pasos, me sudaron un poco más las manos sobre la vieja maleta, comencé a pisar la piedra cuadrada de aquellas calles geométricas de la Rúa del Reloj, que así se llamaba la espina dorsal de mi pueblo. Llegué hasta la iglesia parroquial, donde aún seguía llamando a no sé qué novena la campana grande. Se me amontonaron en los ojos todos los adoquines de la carretera de puente viejo, estrecho, antiguo, solitario. Dejé atrás el río, sin saber realmente a dónde iba, me dejaba llevar por un extraño impulso que movía mis piernas y mi mente. Pasé la fuente del Carmen. No había ninguna vela encendida. Ese día no había nacido nadie. Seguí dejando atrás el convento de los dominicos, las casuchas de la Trabanca, la tienda de bicicletas que todavía debe de tener algún suspiro infantil en los cristales del escaparate. Y por unas escaleras de piedra, por las que dicen que un día subiera el santo apóstol Santiago, renqueante, sudoroso, temblando por dentro y por fuera, llegué al monte Santiaguiño. Desde allí se estira el pueblo entero por una vega hermosísima, por todas partes verde. Me acerqué a las peñas, en las que nuestros cuerpos de niños culebreaban del cielo al infierno, del purgatorio a la gloria, que así llamábamos a los recovecos de las piedras del monte santo.

Estar allí solo, con los pinos cantando su eterna melodía, con toda mi alma ensangrentada de ilusión, con todo el miedo quemándome la garganta, con una vida a la que le iba a dar el quiebro más importante de mis pocos años, dio alas a mi imaginación.

Y pasaron imágenes repetidas de los días de fiesta, cada año, un 25 de julio, en el mismo lugar, en el mismo monte, en los mismos pinos, en la misma ermita.

Es como si la fiesta del Santiaguiño naciese en aquel momento solo para mí, solo para guardarla en un rinconcito de mi mente y llevarla conmigo eternamente. Me llegaron los lamentos de las gaitas, que llenaban el paseo del Espolón. Hombres y mujeres, ataviados con el rojo gallego de los hombres y el negro suave de las mujeres. Todos repetían la misma muñeira, esperando la salida del santo para llevarlo hasta el monte en la más humilde procesión que pueda inventarse. Allí estaba yo, vestido de fiesta, formando parte activa de aquel bullicio de la fiesta grande del Santiaguiño de todos los años. Y mis hermanos. Y mis amigos. Y mis padres. Y la gente de aquel pueblo mío que siempre ha sabido más que nadie de fiestas y romerías. Por las calles de Padrón, un ir y venir de gentes llegadas de todas partes que peregrinaban, un año más, para pedir al santo apóstol quién sabe si una buena cosecha, o que el cerdo del año creciese más que nunca, o que la niña encontrase un marido, o que se fuese para siempre aquella terrible enfermedad. Las gaitas seguían sonando a procesión. El paseo del Espolón se iba llenando de una multitud de ojos alegres y alma cristiana, que se fueron alineando detrás de los gaiteiros. Todo estaba dispuesto para el gran momento.

Apareció el santo por la puerta grande de la iglesia. Estallaron no sé cuántos cohetes en el aire de la mañana. Era la señal. Por el puente arriba, se fue haciendo rosario de romeros camino del monte Santiaguiño. Nadie rezaba. Solo las gaitas, y el tamboril, y el bombo, y el curioso sonido de las pandereteiras de Buján, unas mujeres de años en rostro que habían mantenido de generación en generación el repiqueteo acompasado de las viejas panderetas. Y tras ellos, una inmensidad de romeros.

La serpiente festiva se fue estirando escalera arriba, dejando atrás, estación a estación, un viacrucis grabado en piedra que termina en el mismo monte. Olía a resina. Y a aceite de churros. Y a caramelo barato. El santo bailaba en los hombros de los afortunados que habían conseguido el honor de llevarlo en volandas hacia la ermita que dominaba el verde cuajado de mimosas.

Cuando el santo llegó a la explanada, la banda de música, con Beteta al frente, me puso otro nudo en la garganta. Era el himno del Santiaguiño. Era mi himno. Era un pedazo de carne mía convertida en canción. Y entre la banda, y las gaitas, y los altavoces estruendosos de los puestos de pulpo y la venta de rosquillas, la voz del cura comenzó la oración. Se hizo el silencio en el monte. Solo mandaba el viento que se llevaba las plegarias hasta el mismo pueblo. Era emocionante para alguien como yo poder estar allí, un año más, en la romería que más me canta en el corazón.

Al terminar la misa, las manos callosas de la pulpeiras hacían juegos malabares con las tijeras, cortando y cortando pulpo, los platos de madera humeantes, rezumando aceite por debajo del rojo del pimentón, las barracas de feria vendiendo las ilusiones de siempre, la señora de los melindres, que no se perdía ninguna fiesta, ninguna romería, los grandes tazones de vino tinto, que iban y venían de mesa en mesa, de boca en boca, en una de las páginas más típicas de mi tierra. Paisanos de camisa blanca y traje negro, mujeres enlutadas hasta los ojos, con su pañuelo negro a la cabeza, muchachas de escotes lascivos que se dejaban acariciar solo por el sol, matrimonios con sus cestas de comida al hombro buscando un lugar a la sombra para iniciar el más esperado momento del día, el de la comida campestre a lo largo y ancho de aquella montaña sagrada.

—Vamos, Pepe, que hay que ayudar a mamá a subir las cosas.

—Ya voy, ya voy… ¿Han venido muchos este año?

—Sí. Han venido los de Socastro. Y los tíos de La Coruña. Y los de Cesures. Vamos a ser más que ningún año.

Y allá nos íbamos la docena de hermanos, dispuestos a llevar al lugar elegido la montaña de bultos que mi madre preparaba cada año para que la comida del Santiaguiño se convirtiera en todo un rito, en uno de los más recordados momentos de nuestras vidas de niños. En una cesta, el pan, crujiente, recién salido del horno de Celia. En otra, los cubiertos, los platos, los vasos… Más allá, en unas enormes tarteras, la ensaladilla de remolacha, con sus patatas cocidas, con su bonito, con sus guisantes, con sus judías verdes, con su remolacha, con su aceite, con su vinagre. Aquel colorido de la ensaladilla se mezclaba con la seriedad de las empanadas de carne y berberechos, y con la espléndida apariencia de un pollo recién asado, y con el amarillo de las tortillas de patatas que se mezclaban con el amarillo de las mimosas, y las milanesas de una carne tierna y sabrosa le hacían guiños al enorme bote de licor de guindas, que marcaría el final de la monstruosa comida del Santiaguiño.

Cada familia elegía un lugar en el monte. Se extendían mantas por el suelo y, como podíamos, nos sentábamos en circunferencia, con todo aquel conjunto de maravillosos manjares, frente a nosotros. Y los miles de familias que habían subido al monte se desparramaban por sus laderas robándole un día al año la soledad a los pinos. El vino hacía milagros. Cantaba quien no había cantado nunca. De grupo a grupo se cruzaban saludos. Alguien llegaba con un plato de sardinas recién hechas. Y es que todos los años la comisión de fiestas se encargaba de montar un asador improvisado al lado de la ermita, con miles de sardinas que se regalaban a todo aquel que las quisiera, con su pedacito de pan de maíz, para que no faltara de nada.

Cuando ya la ensaladilla se fue quedando sin color, cuando pasaron a mejor vida las empanadas, cuando ya se nos escapaba el vino por los ojos, se iniciaba al ir y venir de gaiteiros de grupo en grupo, de familia en familia. Todos cantaban, todos reían, todos bebían, todos gozaban. Era la fiesta. Su fiesta. Su santo. Su monte. Su día.

—Anda, Pepiño, ¿por qué no bailas una muñeira con tu hermana?

—Sí, Pepe, que tú lo haces muy bien.

—¡Que baile!, ¡que baile!, ¡que baile!

Y entre alaridos de los más exaltados, el polvo del monte, oscuro, grisáceo, pesado, de tanto mover la tierra, la pesadez de la comida, el runruneo del vino en el estómago y la monótona canción de la gaita, cada salto, cada paso de baile era un milagro de verticalidad. Y bailaba. Y bailaba, hasta que no podía más. Y me daba la impresión de que todo el monte era un baile universal, compartido, donde nadie le pedía cuentas a nadie. Y la llegada del atardecer siempre nos sorprendía a la sombra de un pino, soñando cualquier sueño barato, bajo los efectos del vino peleón. El bullicio del monte entero era como una nana inacabable.

Al llegar la tarde, se iniciaba el descenso del monte. Con idéntico rito religioso. El santo, tras haber pasado el día entero en la ermita, volvía sobre los hombros de los más jóvenes, escaleras abajo. Creo recordar que siempre bajaba más rápido de lo que subía. Y en el aspecto de quienes lo llevaban, al subir y bajar, había una gran diferencia. Los gaiteiros, con la cara colorada y algún resto de vino tinto en las comisuras de los labios, entonaban la penúltima muñeira. Las pandereteiras de Buján ya no sonaban igual. Más que una procesión, la bajada del monte con el santo era un desfile de rostros alegres, de alborozos provocados, de risas interminables.

Volvían a llenarse las calles del pueblo. En las tabernas había que hacer milagros para poder entrar. A lo largo del Espolón, dos grandes orquestas cantaban las canciones de moda en la parte menos sagrada de la fiesta. Comenzaba la verbena. El santo descansaba en la iglesia, en su lugar de siempre, hasta el próximo año. Y los jóvenes nos lanzábamos a la conquista de una mujer imaginaria, que casi nunca lográbamos encontrar. Nos pillaba la noche cantando mexicanadas en un rincón de la taberna de siempre, pidiendo al cielo que aquello no terminase nunca.

La película se paró de pronto en mi cerebro. El monte estaba a solas conmigo. La ermita, solitaria. Por las laderas, solo los pinos, y las mimosas, y los tojos, y algún conejo. No había ensaladilla de remolacha, ni empanadas, ni pollo asado, ni tortilla de patatas, ni vino, ni licor de guindas, ni muñeira. Solo olía a lo que huele la soledad. Eché una última ojeada a la explanada vacía. Se me escapó una plegaria hacia el altar destartalado de la ermita. Todo aquello estaba comenzando a convertirse en recuerdo. Las mimosas del Santiaguiño, esos estallidos amarillos que se comen a besos los montes de mi tierra, se me escondieron en el alma junto a un gaiteiro, y a un santo, y a un olor cercano de churros y de pulpo. Sin darme cuenta, como un autómata, bajé las escaleras, mojando sin querer el aire de la noche que me daba en los ojos de frente. Una pena joven se me fue haciendo grande al sentir que todo aquello se iba quedando atrás. Para mí, en aquel momento, nacía la nostalgia, nacía la saudade, nacía la morriña.