Pasaban los días, como suelen pasar los días en los pueblos pequeños, despacio, muy despacio, era como si los relojes fuesen más lentos marcando las horas y los minutos. Tenía 17 años y mi única ocupación en aquellos momentos era esperar, solo eso. Esperar un milagro, porque milagro sería encontrar acomodo en una sociedad que no estaba hecha para mí, que no contaba conmigo. Pese a mis intentos de entrar en el mundo cerrado de aquel pueblo, me daba cuenta de que tardaría en lograrlo. Por las mañanas, ayudaba a mi padre con las cuentas de las facturas de las lampreas. Él se marchaba muy temprano, todavía de noche, en su vieja bicicleta hacia el pueblo de Herbón, que estaba a un tiro de piedra del mío. Allí, durante la noche, los pescadores recogían de las pesqueiras las lampreas que regresaban al mar y tenían, indefectiblemente, que pasar río arriba y luego río abajo. Mi padre entendía de aquello y sus dotes de comerciante incorregible le sirvieron para surtir de lampreas a los más afamados restaurantes de Madrid. Las enviábamos cada mañana en el tren que salía de Santiago. Y debía de ser un pez muy solicitado en las mesas de la gran capital, porque cada año, con las ganancias del pequeño negocio de las lampreas, en casa olía a ropa nueva y recién estrenada, nacía alguna que otra sonrisa, se acababan las peleas y durante algún tiempo no faltaba de nada. Cada mañana, cuando mi padre llegaba, unas veces aterido de frío, otras empapado hasta los huesos por la lluvia que, día sí día no, caía sobre aquella parte de la Galicia del interior, empaquetábamos las lampreas en sus cajas respectivas, escribíamos a mano unas grandes etiquetas con la dirección del restaurante y anotábamos en un viejo libro diario —de esos que llevan el «DEBE» y el «HABER» y que nunca entendí muy bien para qué servían— las operaciones de venta. Era un trabajo sencillo, aunque el a veces mal carácter de mi padre lo hacía más difícil. Había que entenderlo. Aparte de su trabajo normal, salir cada mañana, tempranito, desafiando vientos, nieves, lluvias, tempestades, y pedalear en aquel armatoste de bicicleta para ganar unas pesetas extras tenía su mérito. Hoy, desde la distancia del recuerdo, pienso que todos fuimos injustos con él. Aunque para este tipo de cosas, para rectificar injusticias, siempre es tarde.
No me desagradaba aquel trabajo. Además, gracias a él y a mis garabatos en el libro diario, conseguía unas pesetas que me venían muy bien para poder pagar mis primeros excesos festivos, que ya comenzaban a ser la comidilla de todo el pueblo. A veces, muy pocas veces, mi padre elegía alguna de las lampreas pequeñas que no admitirían en ningún restaurante, y se la daba a mi madre, para que la guisara. Y en eso, tengo que reconocerlo, nadie le ganaba a mi madre.
—A ver, Rosa, prepara esta lamprea, que hay que regalársela a don Manuel, el médico del seguro, que hace tiempo que no le regalamos nada.
—Pero, Antonio —contestaba mi madre—, hay que mandarle una también al practicante. Y a los de la tienda, que se están portando muy bien con nosotros.
—Ahora no puedo. Ahora no puedo porque tengo muchos pedidos de Madrid. En cuanto bajen un poco de precio, se las enviamos.
Y es que en los pueblos pequeños como el mío todavía seguía siendo costumbre —y me da la impresión de que dicha costumbre ha permanecido vigente hasta hoy mismo— pagar los favores con algún regalo que nada tuviera que ver con el dinero contante y sonante. La lamprea era siempre muy bien recibida en los hogares padroneses, donde era considerada un auténtico manjar. Recuerdo perfectamente la operación de mi madre. Primero le quitaba la hiel, para que no estropeara el sabor del guiso. Luego hacía una salsa espesa, con la misma sangre del bicho y colocaba este en espirales en el fondo de una tartera hasta que estaba a punto. Había que reconocer que la lamprea era un pez horrible, de feroz aspecto y que a mucha gente le producía asco solo contemplarlo. La tradición de su preparación se había ido manteniendo de padres a hijos y era mi padre quien le había enseñado a mi madre el secreto.
Sus amigos decían que Antonio, mi padre, era un gran cocinero, aunque no tuviera muchas oportunidades de demostrarlo. Y que preparaba la lamprea como nadie. Lo cierto es que, cuando se guisaba en mi casa, un olorcillo maravilloso se colaba por todas las rendijas. Sin venir a cuento, nos íbamos acercando todos a la cocina, solo para que ella nos diera un trocito de pan mojado en la salsa, a ver si estaba bien de sal. Luego envolvíamos la tartera en un mantel y se la llevábamos a su destinatario, que recibía jubiloso el regalo, como si de una joya preciada se tratara.
Aquella mañana, cuando mi padre regresó de las pesqueiras, le noté raro, nervioso, un tanto desencajado. Lo atribuí al mal tiempo de aquel invierno gallego. No tenía con él la confianza suficiente para preguntarle qué le pasaba. El hecho de haber sido tantos hermanos había cambiado el cariño por el respeto, un respeto excesivo, que mató en flor las efusiones entre padre e hijo. Aquel nerviosismo aumentó cuando llegó a casa un señor al que no conocíamos, con una cara muy seria, muy bien vestido y con apariencia de tener mucho dinero, que hizo un aparte con mi padre.
—Las cosas van mal, Antonio. Hay que sacar la mercancía cuanto antes, porque ha habido un chivatazo y nos pueden coger en cualquier momento. No me extrañaría nada que la Guardia Civil estuviera ya sobre la pista del asunto.
—Pero, bueno —y mi padre gesticulaba y bramaba—, ¿y qué hago yo ahora con todo lo que tengo? No, no me da tiempo a cambiarlo de sitio. Y voy a pagar yo el pato. Tenemos que hacer algo. ¿Y dices que ha sido un chivatazo? ¿De quién?
—No lo sé, Antonio. —El señor de cara seria ni se inmutaba—. Solo sé que la Guardia Civil lo sabe y que no me extrañaría nada que sospechasen también de ti.
Cuando uno es niño aprende a reaccionar rápido y a atar cabos a una velocidad pasmosa. La conversación que estaba escuchando detrás de la puerta me hizo pensar. Alguna noche, en pleno sueño, llegué a oír voces en la calle, pasos de gente apresurada que hablaba en voz baja, como con miedo. Luego, escaleras arriba una y otra vez, camino del viejo fayado, una especie de trastero de las casas modernas, donde se almacenaba la leña de todo el año y las cosas que no servían para nada. Al principio, no le presté atención, el sueño podía más que mi curiosidad. Pero, poco a poco, se hicieron más regulares las visitas, los pasos, las voces, las subidas al fayado. Y de cuando en cuando, mi madre, con frase de doble sentido en plena comida, le reprochaba lo que estaba haciendo.
—No sé, Antonio, no sé. Me parece a mí que esas compañías que frecuentas te van a meter en un lío. Como se entere quien yo sé, te van a hacer a ti responsable de todo. Tengo mucho miedo.
—No digas tonterías, mujer. Quién se va a enterar. Además, dentro de unos días todo estará fuera de aquí y no habrá nada que temer. Pagan muy bien, ¿sabes?, y nos hace mucha falta el dinero.
No les entendí a las primeras de cambio, pero mis sueños y la realidad comenzaban a parecerse, a unirse, a formarse. Una noche, con las luces apagadas, temblando como un pajarillo helado, me propuse descubrir algo de aquel misterio que me venía persiguiendo en los últimos días. Cuando llegó la hora aproximada en que comenzaba aquel ir y venir de la calle al fayado, me escondí como buenamente pude en uno de los huecos que siempre tienen las casas viejas. Me latía el corazón a toda velocidad. Me daba miedo la oscuridad. Pasaban los minutos con una lentitud aplastante y allí no ocurría nada. Estuve a punto de regresar a mi cuarto, dejando para otra ocasión mi posible descubrimiento. Pero podía más el interés por lo desconocido que el temor a que me descubrieran y me atizaran una soberana paliza, a las que ya estaba demasiado acostumbrado.
De pronto, se detuvo un vehículo en la calle. Sentí bajar a mi padre por las escaleras al encuentro de los recién llegados. Procuraba no hacer ruido para que no nos despertáramos. Pero allí estaba yo, despierto, aunque me moría de sueño, tratando de averiguar lo que para mí era un insondable misterio. Pensaba en qué estaría haciendo mi padre de malo para que hasta mi madre se lo reprochase tantas veces. Y aquella conversación con el señor de cara seria…
Al poco rato, alguien comenzó a subir pesadamente las escaleras de madera que llevaban al fayado. Por el paso lento daba la impresión de que venía muy cargado. Pasaron junto a mí, que casi no respiraba. Entre las sombras pude ver la cara de aquel hombre de cara seria, luego otro hombre más joven a quien había visto alguna vez por un pueblo cercano en tiempos de fiesta, y mi padre. Todos cargados con unos paquetes enormes, cuyas letras no podía entender por falta de luz. Subieron una y otra vez, cargados siempre con sus inevitables cajones, hasta que uno de ellos dio por terminada la operación. Nunca se me olvidarán sus palabras.
—Bueno, ya está todo. Nadie podrá imaginarse que lo tenemos aquí. Cuando la Guardia Civil coja el barco, lo encontrarán vacío. Vaya chasco que se van a llevar.
—De todas maneras —decía asustado mi padre—, yo tengo un poco de miedo, tú mismo has dicho que están sobre la pista y que nos pueden coger.
—Que no, hombre, que no. Que aquí no sospecharán nunca. En estos momentos, andan como locos buscando por las leiras de Laíño lo que arrojamos del barco a tierra.
Así, charlando sin levantar demasiado la voz, se fueron alejando hacia la calle. Era la primera vez que mi padre se marchaba con ellos, ya que siempre, cuando acababa la operación, ellos se iban y mi padre entraba en la habitación, donde mi madre, temblando como yo aquella noche, le rezaba a la Virgen del Perpetuo Socorro para que la Guardia Civil no se enterase de nada. Como si los santos protegiesen a los que vulneraban la ley. Cuando se fueron, cuando el ruido de los motores del coche se perdió en la noche ventosa, hice el mismo camino que ellos. Subí despacio las escaleras que daban al fayado. En mi fuero interno, soñaba con que se hubiesen dejado la puerta abierta o hubiera quedado fuera alguna pista que me pudiera acercar a la verdad. Chirriaba la madera desvencijada de algún peldaño. En cada chirrido, el temor a que mi madre se despertara y me sorprendiera en plena operación detectivesca. Llegué al fayado. La puerta parecía estar cerrada. Me acerqué un poco más, sin encender la luz. Cuando llegué a la puerta, la empujé suavemente y cedió mansamente ante mi presión. El fayado estaba abierto. Se habían olvidado de cerrarlo con llave como hacían todas las noches. No se veía nada. Con cuidado, cerré la puerta por dentro y encendí la luz. Aquello, lo que vi aquella noche, fue todo un espectáculo. Qué era aquello, Dios mío. Por todas partes, máquinas de escribir, máquinas de coser, zapatos, medias de mujer, y aquellos enormes paquetes que habían subido la misma noche, en los que solo se leía CRAVEN A – VIRGINIA. Luego, acercándome más, pude ver que se trataba de cigarrillos americanos. Habría como veinte cajas, más o menos. Y máquinas de escribir, ocho o diez. Y máquinas de coser, pude distinguir dos, al menos. Y muchos zapatos de mujer. Y muchas más cosas que con el miedo que sentía no pude comprobar.
Ellos habían hablado de un barco y de que habían arrojado la carga a las leiras. Y de que la Guardia Civil estaba sobre la pista. Me di cuenta de que mi padre podía estar en un lío. Aquello era contrabando. Y todo aquel tabaco rubio había entrado en mi casa procedente de uno de esos barcos que con tanta frecuencia surcan la ría de Arosa, siempre por idéntico camino, cargados de contrabando. O sea, que todas aquellas visitas nocturnas, todo aquel sube y baja de mis noches de insomnio obedecían a un solo objetivo, esconder en nuestra casa todo cuanto podía resultar peligroso. El descubrimiento me llenó de terror. Por mi imaginación pasó la imagen de la Guardia Civil llevándose a mi padre, lo que iban a decir en el pueblo, quién sabe si la cárcel. Qué sería de nosotros, pensaba para mis adentros. Mejor habría sido no haberlo descubierto. Y dónde estaría ahora mi padre, a dónde se habría ido con aquella gente. Y cómo habría aceptado él dejar la casa para que escondieran todo aquello.
Se sucedían los pensamientos en mi mente a punto de explotar, mientras miraba una y otra vez aquella exposición que por un lado me parecía maravillosa y por otro me infundía pavor. Todo estaba nuevo. Todo estaba escrupulosamente limpio. Sin precios. Sin etiquetas. Solo el tabaco tenía aquellas letras enormes fuera de cada caja. Estuve allí un buen rato. Luego, tras apagar la luz, cerré la puerta suavemente. Volví a mi habitación. Mis hermanos no se habían enterado de nada. Solo yo sabía el secreto. Cuando me acosté, intentando conciliar el sueño, la película de todo cuanto me había ocurrido aquella noche volvió a pasar ante mí, con todos los detalles corregidos y aumentados. De esa manera, debí de quedarme dormido. A la mañana siguiente, pensé que todo había sido un sueño. Para cerciorarme de que era así, subí, ya sin miedo, seguro de mí mismo, amparado por la luz de un nuevo día que entraba por todas partes, al fayado. La puerta estaba cerrada. La empujé suavemente, pero no cedió. El secreto estaba bien guardado. Solo yo lo sabía, aparte de mi padre y supongo que de mi madre. Eso me hizo sentirme importante. Bajé las escaleras. En la cocina ya estaba mi padre, con la operación diaria del embalaje de las lampreas, como si la noche anterior no hubiera pasado nada. Al escribir las primeras cantidades en el libro diario, me temblaba la mano y me salió un garabato ininteligible. Miré a mi padre. Me dio miedo que le pasara algo, que le descubrieran. En aquel momento, me habría cambiado por él, con tal de que nadie se enterara de lo que estaba pasando. No sé si él notó algo extraño en mi forma de comportarme, nunca lo sabré.
Estuve a punto de decirle que no se preocupase, que no iba a pasar nada, pero me contuve, me daba miedo decirle que lo sabía todo y que la noche anterior también yo estaba allí. No sé a ciencia cierta por qué se me ocurrió pensar que sus palabras podían ser una premonición.
—Bueno, Pepiño, ya sabes cómo se hace esto. Tienes que ir aprendiendo porque algún día te va a tocar hacerlo a ti. Yo no voy a durar toda la vida. Y me gustaría que siguieras con esto de las lampreas, que ya ves que dan dinero.
No respondí nada. Ni siquiera había pasado por mi imaginación dedicarme a ello. Mi padre seguramente lo había dicho en serio, pero era la primera vez que lo decía. La primera vez en muchos años. Tenía que haber algún motivo. En el fondo, yo creo que él daba por hecho que yo sabía algo. Nunca se lo pregunté.
—¡Han descubierto un barco de contrabando en Laíño! ¡Han descubierto un barco de contrabando en Laíño!
Se comentaba por todas partes con admiración la noticia. A falta de periódicos, que solo leían entonces los señoritos y algún aprendiz de escritor como yo, la forma de propagar las noticias era el boca a boca. Y esta corrió como un reguero de pólvora de uno a otro lado del pueblo. En las peluquerías, en las que el ABC se nos antojaba entonces como un enorme mamotreto de palabras, no se hablaba de otra cosa. Puerta con puerta, las señoras que todavía guardaban luto de un marido olvidado que se había ido para siempre, por aquello de las apariencias, no hacían otra cosa que comentar lo sucedido.
—Me han dicho que la Guardia Civil ya ha cogido a los contrabandistas. Y que se les va a caer el pelo. Y que traían tabaco rubio y muchas cosas más. Y que hay un pájaro muy gordo detrás de todo. Todos sabemos muy bien quién es.
Por lo oído, aquellas viejas cotorras, que se pasaban la vida hablando mal hasta de ellas mismas —que ya es hablar mal por hablar—, sabían más que las autoridades. En la plaza de abastos, a donde llega cada mañana todo el fruto de los mares del cercano Rianxo, las pescaderas y sus clientes, entre los que estaba mi madre, hablaban de lo mismo.
Todo el pueblo era un clamor. Y entre la chiquillería se hacían apuestas sobre cuánto tiempo se tardaría en descubrir a los culpables. Poco a poco se iban conociendo detalles de la aventura. El barco había entrado por la ría de Arosa y, al ser descubierto, sus tripulantes tuvieron tiempo de desembarcar parte de la mercancía en un lugar secreto. Otra parte la arrojaron a las leiras que bordean la ría y por allí debe de andar. Luego se dieron a la fuga y con sus potentes motores le dieron el esquinazo a la Guardia Civil, volviendo a mar abierto. Esa era la historia que se contaba en el pueblo. Alguno se atrevía a especificar de qué tipo de mercancía se trataba.
—Sé de buena fuente, decía Baleirón el peluquero, que el barco venía cargado de cigarrillos Chesterfield y que aún debe de haber paquetes por todas las leiras de los alrededores, aunque la mayor parte de la mercancía pudieron ponerla a salvo.
Me entraron deseos de gritar a los cuatro vientos que yo sabía la verdad, que sabía también dónde estaba aquella mercancía que lograron poner a salvo. Me contuve porque mi padre estaba por medio y me hacía el interesado, procurando sacar más detalles de la noticia que había convulsionado mi pueblo.
En Padrón casi nunca pasa nada. Y, cuando pasa, la noticia sigue siéndolo durante días y días, sometida a múltiples versiones, desvirtuadas casi todas ellas. Que un barco de contrabando llegase a aquellas latitudes no era nada extraño. Cada día, muchos de ellos descargaban impunemente su mercancía en algún muelle de la ría, sin que la Guardia Civil hiciera nada por sorprenderlos. Todos pensábamos, no sin razón, que ellos también estaban metidos hasta el cuello en la operación.
Lo que resultaba sorprendente era que el barco hubiera sido descubierto y tuvieran tiempo para librarse de la mercancía y arrojar por la borda las pruebas que podían llevarlos a la cárcel. Y pensar que todo aquello estaba escondido en mi casa. Una palabra mía, un desliz y podía echar por tierra la reputación de mi familia, aunque a mí —tengo que reconocer— no me parecía tan grave aquello de vender el tabaco rubio más barato viniera de donde viniera.
—¡La Guardia Civil está pidiendo voluntarios para rastrear las leiras! ¡Y regalan tabaco a quien encuentre algo! ¿Por qué no vamos a Laíño, a ver si encontramos lo que han tirado y sacamos algo en limpio?
El que lo decía era un chavalín de la pandilla más destacada del pueblo, pandilla a la que miraba siempre con respeto enorme por temor a que me hiciesen daño. Yo acababa de llegar al pueblo y no se me aceptaba demasiado todavía. Hacía falta tiempo. Los de la pandilla hicieron un corro alrededor del que hablaba.
—¿Que regalan tabaco rubio? ¡Vamos ya! ¡Si es de contrabando! ¿Cómo lo van a regalar?
—Que sí —repetía el primero—, que es cierto. Que acaba de decirlo el cabo de la Guardia Civil, que quieren voluntarios para rastrear por las leiras. Que es verdad.
—Como no sea cierto, te vas a acordar, ¿eh…?
Y así, entre frase y frase, se fueron reuniendo todos y optaron por probar fortuna. Unos se fueron andando —Laíño está muy cerca de mi pueblo—, otros en bicicleta, pero todos marcharon al encuentro con lo desconocido.
—Tú también puedes venir, si quieres, curita —me dijo el que parecía ser el jefe.
Hablaban de mí. Me llamaban «curita». Era natural, teniendo en cuenta que acababa de llegar al pueblo de un convento. No creo que lo hiciesen con mala intención. Dudé a la hora de decidirme. Pensé que si no iba podrían sospechar algo. Y me uní a ellos. Allá nos fuimos corriendo, atravesando campos, buscando atajos para llegar cuanto antes al lugar de destino. Se nos unió mucha gente, toda la juventud del pueblo se puso en marcha, como si de pronto se hubiera declarado una batalla y todo el pueblo se uniera por una misma causa.
Cuando llegamos al lugar había guardias civiles por todas partes. El cabo mandaba las operaciones, pero sus números no eran suficientes. Cuando nos vio llegar nos fue indicando los lugares que teníamos que rastrear a la búsqueda de cajas de tabaco o alguna otra cosa que los contrabandistas pudieran haber arrojado en su huida. Era una zona amplia, de altas hierbas donde se podía esconder de todo.
Estuve a punto de decir que no era Chesterfield el tabaco que traía aquel barco, pero en el último segundo me contuve. Todos estaban alborozados. Era como una fiesta, un día distinto que había roto la tremenda y pesada monotonía de aquel pueblo medio muerto de pesadumbre y de vejez. Por aquí y por allá, pandillas de chavales rastreaban las orillas de la ría leira arriba, leira abajo, buscando la preciada mercancía que debía de andar por allí. Y andaba, vaya que si andaba por allí. A los pocos minutos el rastreo empezó a dar resultados.
Entre varios chavales habían encontrado dos cajas de tabaco rubio, dos cajas igualitas a las que estaban escondidas en el fayado de mi casa. Luego vinieron más, y más, y más, llegaban por todas partes, entre las risas de los chavales y los rostros impenetrables de la Guardia Civil, cuya labor parecía ser dirigir la operación y estar siempre serios y con cara de mala uva. Nosotros también encontramos varias cajas en la orilla de la ría, escondidas entre unos pequeños arbustos. No se habían mojado. Las fuimos apilando todas junto a la furgoneta oficial de la Guardia Civil, para hacer el recuento. Alguno se topó con una máquina de escribir que se había roto con el golpe de la caída. Había varias más, algunas en perfecto estado. Pero, sobre todo, tabaco, tabaco en grandes cantidades, todo ello sellado con las mismas letras rojas que ya conocía, CRAVEN A - VIRGINIA.
Una vez que el cabo dio por terminada la operación, que comprendía una larga franja de terreno que calcularon desde que el barco fue visto hasta que se perdió quizás para siempre, nos ordenaron que les ayudáramos a subir las cajas a la furgoneta. Así lo hicimos. Luego, cuando ya estaba todo cargado, el cabo metió la mano en uno de los cajones que se habían abierto con la fuerza del golpe y nos dio dos cartones a cada uno. Dos cartones de un tabaco americano, de envoltorio rojo, que eran como un preciado botín para nosotros después de la aventura.
Durante varios días todo el pueblo fumó tabaco americano. Quienes habíamos ido a Laíño a participar en la operación, nos pavoneábamos ante los demás, con los bolsillos llenos de cajetillas relucientes, que sabían a gloria. Solo recuerdo una cosa que me amargó aquel día. Al llegar a casa, mi padre me sorprendió regalándole una cajetilla de tabaco a mi hermano. Cuando vio el color rojo de aquel tabaco, se puso como una fiera, me cogió fuertemente del brazo, hizo un aparte conmigo y a punto estuvo de fulminarme con la mirada.
Lo expliqué con todo detalle, entre suspiros y lágrimas de miedo. Pareció entenderlo. Subió apresuradamente las escaleras del fayado. Volvió a bajar al poco rato. Me lanzó una mirada tremenda. Todavía la tengo clavada en el alma, después de tantos años.