Michelle estaba sentada con los dedos sobre el teclado. No se trataba de que no supiera abrir los programas, sino de que no quería hacerlo.
La realidad era condenadamente desagradable. A veces se preguntaba cómo sería ser una de esas personas que podían dejarse llevar sin más, estar en otro plano mental y no preocuparse por este mundo. Pero no preocuparse no solucionaría el problema. Era su hostal. Lo único que la había animado a seguir adelante mientras había estado fuera había sido ese lugar, la idea de volver a casa. Y si la casa estaba hecha una mierda, ella misma la arreglaría.
Tecleó con decisión centrándose solo en recopilar información. Estaba acostumbrada a hojas de cálculo, tablas y gráficos. El tiempo que había estado en el ejército lo había pasado rodeada de pertrechos, decidiendo qué solicitar y consiguiéndolos cuando hacían falta. Hacer que el hostal recuperara su ritmo financiero no era nada comparado con el trabajo logístico de alojar, alimentar y cuidar de miles de soldados al otro lado del mundo.
Rápidamente echó un vistazo a las declaraciones fiscales del año anterior y se estremeció al ver las pérdidas. Sí, claro, evitar impuestos en todas las formas legales posibles era divertido, pero ver la cantidad de dinero que el hostal había perdido hizo que se le encogiera el corazón. Lo único positivo era que con tantas pérdidas no tenían impuestos adeudados.
Imprimió la declaración fiscal y otros informes. El registro de talones. Cuentas por cobrar y cuentas por pagar. Vio que su madre había comprado no uno, ni dos, sino tres coches nuevos en los diez años que había estado fuera. El último, un BMW descapotable con un precio que superaba los setenta mil dólares, había sido embargado.
Rebuscó entre los cajones del escritorio y encontró facturas sin pagar debajo de cajas de clips y grapas. Después añadió a toda la documentación la ordenada lista que había hecho Carly de los depósitos y las facturas pagadas.
Después de abrir una hoja de cálculo nueva, empezó a introducir la información. Lo que entraba y lo que salía. Hizo el balance y lo repitió porque la cifra no podía ser correcta. Miró las reservas y vio que había muchas semanas en las que ni siquiera se acercaban a la cifra requerida por el banco.
Dos horas después, se levantó y, cojeando, recorrió lentamente la habitación. Se le activó la circulación y la sangre le llegó a la cadera causándole más dolor. Estaba agarrotada y dolorida. Pero lo peor de todo lo llevaba por dentro.
De pequeña siempre había sido la persona favorita de su padre. Incluso de niña había sabido que su padre la prefería a ella antes que a Brenda. Había aceptado su amor, su devoción y había sabido que era él quien la protegía de su madre. Brenda se había mostrado indiferente con ella en los mejores momentos, y crítica y dañina en los peores.
A veces se preguntaba si el favoritismo de su padre le habría hecho daño a su madre y si esta lo habría pagado con ella. No había modo de saber qué parte de los actos de su madre eran fruto de las circunstancias y qué parte lo eran de una personalidad asquerosa.
Michelle no recordaba cuándo se había enterado de que sus padres habían «tenido que» casarse. Ella había nacido siete meses después de la boda. Y mientras su padre y ella habían adorado el hostal y la isla, Brenda había lamentado verse atrapada ahí. No hubo vacaciones a Europa, porque el hostal no se podía dejar desatendido tanto tiempo, ni vacaciones de verano, porque esa era la época de más trabajo. Tampoco hubo fines de semana. El hostal era lo primero.
Recordaba a su madre gritando y diciendo que su padre y ella eran muy egoístas. Con siete años, Michelle ya se había erigido como una pequeña pero decidida oponente.
–Si tan egoístas somos, ¿por qué siempre te sales con la tuya?
Fue una pregunta para la que su madre nunca había tenido respuesta.
Más que llorar su ausencia, Brenda había enfurecido por la marcha de su marido. Las había dejado a las dos y eso había dejado a Michelle hundida. El abandono de su padre no solo le había demostrado que no era la persona a la que más quería, sino que la había dejado a merced de Brenda.
En aquel momento se había preguntado si su madre se marcharía también, pero eso nunca sucedió. Había sido la propia Michelle la que se había ido. Mirando ahora el estado financiero del legado de su familia, se podía decir que Brenda había ganado con tácticas sutiles. Una mala decisión por aquí, una compra estúpida por allá; actos que por sí solos eran intrascendentes, pero que sumados suponían un desastre.
Estudió los informes de las nóminas. Ni Boeing necesitaba a tanta gente trabajando. El hostal solo tenía treinta habitaciones, pero siete camareras de piso. ¿Y qué narices era un recepcionista de bienvenida? E igual de confuso era el hecho de que algunas personas ganaran demasiado y otras no lo suficiente. Damaris no había tenido una subida en seis años. Aunque, si eso le parecía mal, peor aún era la situación económica de Carly.
Miró la cantidad del sueldo quincenal. Incluso teniendo en cuenta que disfrutaba de alojamiento gratuito y un par de comidas al día, no llegaba al salario mínimo ni por asomo. Y tenía una hija. El seguro médico era una porquería, así que imaginaba que tendría más gastos en ese sentido, por no hablar de gastos de ropa y calzado y lo que fuera que necesitaban los niños.
Aunque era consciente de que tal vez debería alegrarse de que esa mujer viviera prácticamente en la pobreza, casi se sentía avergonzada y tal vez también un poco culpable.
Quería echarle toda la culpa a su madre. El hostal había quedado para ella en fideicomiso y era la que debía haberse ocupado. Pero en el fondo sabía que la responsable era ella misma. Había sido ella la que se había marchado, la que no había vuelto, la que nunca había preguntado. Ahora tenía dos hipotecas, una ejecución hipotecaria pendiente y una lista de normas y exigencias que le ponían la piel de gallina.
Alguien llamó a la puerta.
–¡Entra! –gritó sin mirar.
–Hablas como si todavía estuvieras en el ejército.
Vio a la cocinera entrar en el despacho con una bandeja en una mano.
–Te traigo el almuerzo. He pensado que no comerías nada por tu cuenta.
Michelle miró el reloj y se sorprendió al ver que eran casi las tres.
–¿Siempre trabajas hasta tan tarde?
–Unas veces sí, otras veces no –dejó la bandeja en el escritorio y se sentó en la silla vacía–. Tenía que hacer el pedido de carne y de frutas y verduras.
–¿A qué hora sueles salir de aquí?
Damaris se encogió de hombros.
–A las dos. Dos y media.
Michelle hizo el cálculo de cabeza. Sabía que Damaris llegaba al restaurante alrededor de las seis. Abrían a las siete y trabajaba hasta que terminaba el turno del almuerzo.
–No has tenido un aumento desde que me marché.
–¿A mí me lo vas a decir? ¡Como si no lo supiera!
Michelle quería preguntarle si su madre lo había hecho a propósito, si su objetivo había sido acabar con el hostal, pero dudaba que su amiga tuviera una respuesta.
–Pues yo ahora te voy a dar un aumento. Y con un pago retroactivo de tres meses –dijo una cifra por hora–. ¿Mejor?
Damaris asintió.
–Siempre has sido una buena chica. Nada de esto es culpa tuya.
–¿Qué sabes del hostal?
–Oigo cosas. La gente no cobra. Les rechazan los cheques. Nadie te culpa.
Michelle miró la bandeja. Damaris le había preparado un sándwich de rosbif. Su favorito. También había patatas fritas, una pequeña ensalada y un batido de chocolate.
Agarró el vaso y probó una cucharada de la nata montada.
–Gracias.
–Alguien tiene que cuidar de ti. Estás demasiado delgada. ¿Cómo vas a encontrar un hombre estando así?
Por primera vez desde que había vuelto a casa, Michelle se rio.
–No creo que encontrar un hombre sea mi mayor problema ahora mismo.
–Un hombre te iría bien.
Michelle pensó que probablemente sería mejor empezar por lograr pasar las noches sin pesadillas ni despertándose cubierta de un sudor frío, pero no lo dijo porque esa información asustaría a Damaris.
–¿Tan mal está la cosa? –preguntó la mujer hurgando entre los papeles que había sobre la mesa.
–Aún no lo sé –hundió la pajita en el batido–. ¿Crees que mi madre lo fastidió todo a propósito?
–No lo sé. No era una persona de planificar las cosas. Supongo que tal vez todo pasó sin más.
–¿Y Carly? ¿La ayudó o perjudicó al hostal?
Damaris se encogió de hombros.
–No me gusta mucho, pero no creo que haya hecho nada malo.
No era exactamente lo que Michelle quería oír. El bajo sueldo de Carly la convertía en sospechosa y los problemas que ambas habían tenido en el pasado hacían que quisiera ponerla de patitas en la calle. El trato con el banco suponía un problema, pero más problemático aún era el hecho de que Carly no supiera ni usar un ordenador. Sus notas escritas con tanto mimo eran prueba de ello.
Si Carly no estaba robando, entonces todo era culpa de Brenda.
–¿Cuánto tiempo lleva Carly trabajando aquí?
–Prácticamente desde que te marchaste. Un día apareció aquí embarazada y Brenda le dio una de las habitaciones. Cuando Gabby nació, se trasladó al apartamento y Brenda pasó a ocupar las dos habitaciones de la segunda planta.
Michelle quería preguntar qué había pasado con Allen. Si Carly había ido allí sola y embarazada, entonces obviamente la había abandonado. Pero ¿por qué?
–A los clientes les cae bien –dijo Damaris de mala gana–. Se le da bien tratar con ellos, pero a mí que no me mande. No es mi jefa.
Eso hizo sonreír a Michelle.
–¿Cuántos años tienes? ¿Cinco?
Damaris se rio, aunque después se puso seria al decir:
–¿Vas a despedirla?
«No por mucho desear algo se consigue», pensó Michelle.
–Hoy no.
–¿Pronto?
–¿A qué vienen esas ganas de que se vaya?
–A lo de que «a mí que no me mande».
–Ahora soy yo la que te manda.
–Bien. Eso sí me gusta –Damaris se levantó y bordeó el escritorio–. Dame un abrazo. Me voy a casa.
Michelle se levantó y se estremeció cuando el ardiente dolor volvió a atravesarla y estuvo a punto de perder el equilibrio.
–¿Qué te pasa?
–Nada. La cadera.
–¿No puedes tomarte algo?
–Prefiero no hacerlo –preferiría beber.
Damaris se llevó las manos a las caderas.
–Siempre has sido una cabezota. Debiste de sacarlo de tu padre. Tómate algo. Voy a esperar a que lo hagas.
Su mirada de determinación brillaba detrás de sus gafas diciéndole a Michelle que no iba a ganarle esa batalla. Además, para cuando volviera a la habitación del motel, ya se le habría pasado el efecto de la pastilla y podría beber todo lo que quisiera.
–Vale –refunfuñó agarrando su mochila. Sacó el bote y se tragó una pastilla–. ¿Contenta?
–Siempre.
Michelle tuvo a Carly esperando dos días. Aunque trabajaban en el mismo lugar, parecían tener una gran habilidad para evitarse la una a la otra.
Durante todo ese tiempo estuvo, por un lado, preguntándose si debería empezar a hacer las maletas y, por el otro, rezando para no tener que hacerlo. Logró fingir lo suficiente para que su hija no notara que algo iba mal.
Ann le había pedido llegar un poco tarde ese día, así que el jueves a la hora del almuerzo estaba en la tienda de regalos. Había varios clientes ojeando la sección de libros mientras una adolescente y su madre suspiraban por las muñecas. Cobró una tetera y empezó a envolverla.
–Espero que a su amiga le encante –dijo al entregar el paquete–. Es preciosa.
–A mí también me lo parece –respondió la turista de mediana edad–. Que tenga un buen día.
Carly se despidió con simpatía y al girarse estuvo a punto de chocarse con Michelle, que al parecer había entrado en la tienda con mucho sigilo. Dio un salto hacia atrás y se sujetó al mostrador.
–¿Tienes un minuto? –le preguntó Michelle.
Carly miró a los clientes.
–No debería dejar la tienda sola.
Michelle vio las pocas personas que había y señaló hacia un entrante que había junto al almacén trasero.
–¿Y ahí?
Asintió. Desde ahí podía controlar la caja registradora y ver si había alguien esperando en el mostrador de recepción.
Michelle la siguió, cojeando, despacio; sin duda, la cadera le estaba dando problemas. Quería preguntarle cómo se encontraba, pero se guardó las palabras. Por lo que sabía, estaban a punto de despedirla. Otra vez. Mostrar compasión en semejante situación sería como despojarse del último ápice de poder que le quedaba.
No había decidido si iba a suplicar y defenderse o aceptar su destino con dignidad. Dos noches revisando con desesperación su saldo del banco no habían servido de nada para mejorar su situación financiera y consultar el periódico de Seattle tampoco le había brindado muchas opciones de trabajo.
Al apoyarse en el marco de la puerta vio que Michelle parecía más cansada que cuando había llegado. Tenía arrugas de cansancio y de dolor alrededor de la boca, unas ojeras muy oscuras y un tono de piel grisáceo. Su pelo estaba largo y mustio y, si perdía más peso, esos pantalones de bolsillos se le caerían por las caderas.
Michelle se apoyó en la pared.
–¿Necesitas sentarte? –le preguntó, aunque luego quiso abofetearse por haberlo hecho.
Michelle negó con la cabeza.
–Estoy bien.
Podía estar de muchas formas, pero «bien» desde luego que no. Carly se dijo que no era momento de recordar que años atrás Michelle había sido su mejor amiga en todo el mundo y que habían crecido juntas hasta que algo muy desagradable las había separado. Aun así, quería volver a conectar con su antigua amiga, hablar de lo sucedido, llegar a un entendimiento. Sanar, pensó con melancolía. Estaría bien que ese capítulo se cerrara de un modo positivo.
–No estás robando –dijo Michelle tan tranquila, como si estuviera hablando del tiempo.
Carly giró la cabeza como si la hubieran abofeteado. Los cálidos y empalagosos sentimientos de hacía un instante se evaporaron dejándola llena únicamente de rabia y haciéndole ver que era una completa idiota por esperar algo parecido a la amistad de la mujer que tenía delante.
–Creía que sí, pero no lo estás haciendo –continuó Michelle–. He repasado los recibos del banco y los libros de contabilidad de los últimos tres años y no encuentro nada que hayas hecho mal.
Si Carly pensara que tenía esperanzas de sobrevivir sin ese trabajo, se habría marchado en ese mismo momento. Se habría dado la vuelta sin más y habría desaparecido en mitad de la tarde, tal vez no sin antes darle a Michelle una bien merecida patada en los dientes.
–Qué decepcionante, ¿no? –dijo Carly–. Seguro que te habría alegrado el día descubrir que soy la mala de la historia.
–No me habría venido mal llevarme una alegría así y tienes razón. Estoy decepcionada. Me encantaría despedirte.
–Ya me despediste.
–No te has marchado.
–No estaba segura de que hablaras en serio –odió admitir la verdad.
–Pues sí hablaba en serio –contestó Michelle con brusquedad–. Pero no es un lujo que pueda permitirme.
–¿Qué significa eso?
Michelle la miró fijamente.
–No puedes contar nada de esto.
–De acuerdo.
–No sé por qué estoy a punto de confiar en ti.
–Si se trata del hostal, puedes confiar en mí. Llevo casi diez años trabajando aquí. Me preocupo por este lugar. Y si con eso no te basta, bueno, al menos sabes que no robo. Eso debería contar.
Michelle enarcó la ceja izquierda.
–Vaya, qué carácter, ¿eh?
–Me he ganado mi lugar aquí.
Michelle cerró los ojos un segundo y los abrió. Distintas emociones atravesaban sus iris verdes. Fuera lo que fuera lo que estaba pensando, no eran unos pensamientos alegres.
–El hostal tiene problemas. Nos estamos hundiendo económicamente. Estuve en el banco hace un par de un días y la situación está muy mal.
Carly pensó en la información.
–No lo entiendo. El invierno ha estado bastante bien. Ha habido muchos clientes, teniendo en cuenta la temporada. Cuando pagué las facturas, había dinero en el banco.
–No lo suficiente. La propiedad tiene dos hipotecas. Hace diez años no había ni una –el tono acusatorio afiló esas palabras hasta convertirlas en cuchillos.
–Las reformas –dijo Carly suspirando y sabiendo que tenían que haber costado una fortuna.
–Las mismas para las que presionaste a mi madre.
–¿Qué? No. Fueron idea suya. Teníamos que reparar el tejado y a raíz de ahí se fueron añadiendo otras cosas –principalmente porque Brenda había empezado una relación con el contratista y darle más trabajo lo había mantenido a su lado.
–Claro. Culpa a la muerta.
Carly se puso derecha.
–Puedes cambiar la historia todo lo que quieras, pero eso no cambiará la realidad –dijo cruzándose de brazos–. La reforma fue idea de tu madre. Era ella la que quiso construir esta tienda y ampliar el restaurante. Si necesitas pruebas, puedo enseñarte los archivos. Hizo los dibujos y anotaciones. Todo eso fue idea suya. Yo quería gastar el dinero en reformar los baños.
Consciente de que había clientes cerca, bajó la voz.
–Si te hubieras molestado en venir, aunque solo hubiese sido una vez, lo sabrías.
–A mí no me metas en esto –le dijo Michelle–. Hazme caso, no te conviene pelear conmigo. No soy la persona que recuerdas. Puedo derribarte.
A pesar de la tensión que había entre las dos y la seriedad del momento, Carly se rio.
–¿En serio? ¿Me estás amenazando físicamente? Has estado en el ejército, no en la CIA. No puedes matarme con una cajita de cerillas, así que baja esos humos. Te mueves a la velocidad de una mujer de noventa y muchos años y está claro que estás dolorida. Pero todo esto es muy típico de ti. Reaccionar sin pensar. Sigues siendo muy impulsiva.
–Y tú sigues siendo un fastidio.
–Zorra.
–Tú más.
Michelle pareció estar a punto de sonreír y, en ese nanosegundo, Carly sintió esa conexión que siempre habían tenido. Pero entonces el rostro de Michelle se volvió a endurecer.
–Sigo culpándote y, por lo que a mí respecta, eres el enemigo.
–Si necesitas eso para poder dormir por las noches, adelante. Soy una madre soltera con una hija de nueve años y mil seiscientos dólares en el banco. Que mi vida se complique más no es muy difícil, pero adelante. Si necesitas hacerlo para sentirte importante, no puedo detenerte.
Michelle tensó la mandíbula.
–Entonces te conviene no contarle a nadie lo que te voy a decir.
–De acuerdo.
Michelle miró a otro lado. Durante un segundo pareció como si hubiera hundido los hombros, como si estuviera rindiéndose. Carly esperó, no muy segura de si era una debilidad real o algún truco. Antes de poder decidirlo, el momento pasó y Michelle respiró hondo y añadió:
–La situación financiera del hostal es desesperada –comenzó a decir antes de explicarle el asunto del impago de las hipotecas y la amenaza de una ejecución hipotecaria.
Una cosa más que le quitaría el sueño por las noches, pensó Carly, con pesar y horrorizada, aunque nada sorprendida por la noticia.
–Nunca dijo nada. Ni lo más mínimo. Hace cuatro meses estábamos mirando catálogos de sábanas de lino francés.
–Dime que no encargasteis ninguna –dijo Michelle.
–No. Pero podríamos haberlo hecho –Carly miró a su alrededor–. ¿Cómo pudo hacer algo así? No te molestes en responder. Solo estoy pensando en voz alta. Es muy típico de ella. Muy típico.
La rabia se unió a la incredulidad y a la resignación. Rabia porque Brenda, que había parecido preocuparse por Gabby, hubiera puesto a su hija en una situación complicada.
Brenda y ella habían hablado del futuro muchas veces, de cómo se convertiría en socia y tendría una seguridad económica. El hostal nunca la haría rica, pero le habría bastado con tener dinero en el banco, un fondo para la universidad de Gabby y la tranquilidad de saber que podría permitirse un coche decente de segunda mano cada seis o siete años.
–Me preocupaba por ella –murmuró Carly más bien para sí–. Estuve a su lado cuando enfermó –miró a Michelle–. Estuve a su lado cuando murió.
Como era de esperar, la expresión de Michelle no cambió.
–Nos ha jodido a las dos. ¿Quieres conservar tu trabajo?
–Sí.
–Y yo quiero conservar el hostal. Pero el banco ha puesto condiciones. Hay que ponerse al día con los préstamos y tenemos que mantener una ocupación mínima del ochenta y cinco por ciento durante todo el verano, lo cual supone tener siempre ocupadas veintiséis habitaciones.
Michelle vaciló.
–Y hay una cosa más. Quieren que te comprometas a quedarte.
Carly asimiló las palabras lentamente.
–¿No puedes despedirme?
–Suenas demasiado engreída.
–Me he ganado estar aquí.
–¿Por qué cojones piensas eso? Me voy treinta segundos y te cuelas aquí como una comadreja aprovechándote de mi madre y dejando seco este lugar.
Carly la miró.
–Todo eso es una puñetera mentira y lo sabes. No me colé aquí como una comadreja. Me he dejado el culo trabajando aquí prácticamente por nada de dinero. Trabajo diez o doce horas al día y me ocupo de todos los huéspedes. Desde que estoy aquí, nuestros clientes fijos son más del sesenta por ciento. ¿Crees que vuelven porque tu madre les hacía sentirse bien recibidos? Era yo la que lo hacía.
–Claro, es que eres una santa.
Carly se giró hacia ella.
–Soy alguien que ha estado aquí, cosa que no puedo decir de ti.
Michelle se sonrojó.
–Estaba fuera defendiendo a tu país. Recibiendo disparos.
–Te estabas escondiendo. No tenías valor para volver. Te mantuviste alejada porque te resultaba más sencillo.
–¿Y qué excusa tienes tú? –preguntó Michelle sin negar esas palabras–. Si tan complicado y difícil era todo, si tanto tenías que trabajar, ¿por qué no te marchaste?
–Porque me dijo que me daría una parte del hostal, que me estaba ganando acabar siendo propietaria de una parte.
Michelle se la quedó mirando unos segundos.
–No era suyo, no podía darte nada –dijo en voz baja.
–Eso lo he descubierto hace poco –y esa mentira había sido la más dura de asimilar.
–Yo ya te dije que el hostal era mío. Te lo dije cuando éramos pequeñas.
–Creía que solo estabas fanfarroneando.
–A lo mejor, si me hubieras creído, nada de esto habría pasado.
–¿Qué significa eso? ¿Que es culpa mía que el hostal tenga problemas? No me estás escuchando.
De fondo se oyó la campanilla tintinear. Se giró y vio que todos los clientes habían salido de la tienda. Adiós a la oportunidad de vender algo más esa mañana.
–Quiero que te quedes –le dijo Michelle–. Te redactaré un contrato que te ofrezca seguridad profesional.
Y Carly lo agradecía.
–Quiero seguir en el apartamento. Es el único hogar que ha conocido Gabby.
Michelle arrugó la boca.
–De acuerdo.
Tenía unas ganas locas de pedirle un aumento también, pero si el hostal tenía tantos problemas que Michelle le estaba prometiendo empleo seguro durante un periodo de tiempo, entonces no habría dinero extra que poder darle. Aun así, se esforzaría más en ahorrar. Trazaría un plan y, cuando se le terminara el contrato, estaría preparada.
–Gracias por cuidar de Brenda. Al final.
Esas palabras la impactaron tanto como las noticias sobre el hostal.
–De nada –respondió Carly parpadeando atónita.
–Seguro que para ella supuso más que si yo hubiera estado aquí. Después de todo, tú eras su hija del alma, solía decírmelo en los correos electrónicos.
«Mate y remate», pensó Carly. Michelle había aprendido a ir directa a la yugular.
–No voy a disculparme por haber cuidado de una persona moribunda –le contestó con brusquedad–. Puedes retorcer la realidad como quieras. Yo sé lo que pasó. Pero si tanto te molesta, a lo mejor deberías haber vuelto a casa o no haberte marchado en un principio. Aunque, claro, no habrías tenido que salir corriendo y unirte al ejército si no te hubieras acostado con mi prometido dos días antes de la boda. Teniendo en cuenta que eras mi dama de honor, fue algo impactante para todos.
–Sobre todo para ti –dijo Michelle–. Sabías lo que era, lo que había hecho. ¿Por qué te casaste con él?
–Estaba embarazada. No pensé que tuviera muchas opciones. Quería evitar ser una madre soltera –soltó una risa artificial–. Aunque tampoco sirvió de mucho.
Fue al mostrador y se dio la vuelta. Parecía necesitar cierta distancia.
–Esto es lo que no entiendo. Ni siquiera te arrepientes de haberte acostado con él. No te disculpaste nunca. Se suponía que eras mi amiga.
–Y tú la mía.
–¿Qué hice yo?
Michelle se la quedó mirando un largo instante.
–Aparte de tener una memoria muy oportunista, nada, supongo.
Sin duda, estaba resentida por algo, pero Carly no sabía por qué. Había sido ella a la que habían traicionado las dos personas en las que más debería haber confiado. ¿A qué venía eso de la memoria oportunista?
–Siento que mi madre te mintiera sobre el hostal.
Carly abrió la boca y la cerró.
–Vale –dijo al momento con cautela y sin fiarse mucho de que no le estuviera tendiendo una trampa.
–Lo digo en serio. Nunca fue suyo y lo utilizó para tenerte aquí. A ninguna de las dos nos sorprende, pero eso no quita que esté mal.
–Gracias.
Michelle asintió.
–¿Tu padre te lo dejó en un fideicomiso?
–Hasta que cumpliera veinticinco años, aunque Brenda lo siguió dirigiendo después. Preferiría haber tenido a mi padre que tener esto –dijo levantando la mirada al techo–. Pero no me dio opción.
Carly estuvo a punto de añadir que ella había perdido a su madre al mismo tiempo, y con consecuencias igual de devastadoras, pero tampoco quería estropear ese leve momento de distensión.
–Me quedaré. Con mucho gusto firmaré un contrato de empleo.
–¿Durante dos años?
Era mucho más de lo que se había esperado. No estaba segura de que fueran a ser capaces de trabajar juntas durante dos años, pero estaba dispuesta a intentarlo.
Asintió.
–Y te voy a subir el sueldo. No será mucho al principio, pero en cuanto mejore nuestra situación económica te daré más.
¡Sí, ya, como que se lo iba a creer!
–Vale.
–No pareces muy convencida.
–No es la primera vez que oigo eso.
–Yo no soy Brenda.
–Y yo no soy muchas cosas y, aun así, no confías en mí.
Michelle la sorprendió sonriendo.
–Entendido. Lo pondré por escrito –dejó de sonreír–. Vas a querer arrancarme la cabeza, pero te lo tengo que preguntar. ¿Por qué no tienes la casa de tu padre? ¿No deberías estar viviendo ahí en lugar de aquí?
–Vendí la casa. Fue idea de Allen –su maravilloso esposo la había convencido de que necesitaban algo más grande para su familia, ya que iba a aumentar. Ella había accedido como una tonta y había aceptado su plan de vender primero y luego buscar otra casa–. Se marchó con todo el dinero dos días después de cerrar la venta. Se llevó hasta el último centavo. Todo estaba en una cuenta conjunta, así que contaba como bienes gananciales. La policía prácticamente me dio una palmadita en la cabeza y me dijo que era lo suficientemente guapa como para encontrar otro marido, pero que la próxima vez fuera un poquito más espabilada.
Levantó la barbilla ligeramente preparándose para el golpe.
–Lo siento.
–¿Y ya está? ¿Ni machaque emocional ni golpes bajos?
–Hoy me he tomado el día libre –Michelle se apartó de la pared y fue cojeando hacia ella. Carly volvió a ver su tez grisácea y ese aire de agotamiento–. Tenemos que hablar del hostal para ver quién va a trabajar dónde. Me gustaría que lo dejáramos solucionado mañana.
–Claro. ¡Ah! Hace un par de días hablé con unas personas. Unos psicólogos. Van a celebrar una especie de seminario por la zona, un retiro para matrimonios, y quieren reservar tres habitaciones a la semana, de martes a jueves, durante todo el verano. He comprobado las reservas y tenemos huecos, pero quería hablarlo contigo antes de decirles que sí.
–Diles que no hay problema. Necesitamos el dinero.
–Les llamaré esta tarde –vaciló–. ¿Necesitas tomarte una pastilla o algo?
–¿Tan mal aspecto tengo? Me pondré bien. Me duele todo y me va a doler durante mucho tiempo.
–¿Quieres hablar de ello?
–¿Hablar de qué?
–De lo que sea.
–¿Contigo? –se rio–. No.
–Si cambias de opinión…
–No lo haré. Y aunque lo dijeras en serio, no podrías soportarlo –dejó de reír–. No soy un proyecto, Carly. Soy tu jefa. Si no lo olvidas, nos llevaremos bien.
Se dio la vuelta y se marchó cojeando.
Carly la vio irse, dividida entre una amarga rabia y una irritante empatía. Aunque estaba resentida con Michelle y por lo injusto de la situación, podía entenderla. Era su jefa y el hecho de que hubieran sido amigas una vez no parecía importar.
En cuanto a la experiencia por la que había pasado Michelle, tenía la sensación de que era mucho peor de lo que ella se podría llegar a imaginar. Y aunque tal vez no pudiera llegar a entenderlo, sentir un poco de compasión no le haría ningún mal.
Suspiró. ¿A quién intentaba engañar? Le haría mucho mal. Pero eso no significaba que no fuera a intentarlo.