–No me puedo creer que estés aquí –dijo Michelle volviendo a abrazar a Sam–. ¿Por qué no me has dicho que ibas a venir?
–Acabo de hacerlo.
Ahí estaban esa agradable sonrisa y esas arruguitas que le salían al sonreír y que tan familiares le eran.
–Me alegro mucho de verte.
–Yo también.
Salieron de la tienda de regalos y lo condujo por el pasillo en dirección al restaurante. Aún no había abierto para el servicio del almuerzo, pero le indicó que se sentara en una mesa y fue a por una jarra de café caliente.
–Siéntate –dijo él yendo tras ella–. Yo puedo ir a por el café.
–¿Tan mal me ves?
–Estás cojeando. No me gusta verte sufrir.
Eran unas palabras que parecían diseñadas para que se sintiera segura y protegida, algo difícil de encontrar últimamente.
–¿Cuándo has llegado? –le preguntó cuando volvió–. ¿En el ferri de la mañana?
–Llevo aquí un par de días –respondió Sam al sentarse frente a ella.
–¿Qué? ¿Y no me has llamado?
–Quería echar un vistazo y comprobar algunas cosas –le acercó el azúcar–. Hablabas tanto de este sitio que tenía que asegurarme de que Blackberry Island era tan genial como prometías.
–¿Y?
–Me gusta.
–¿Y no podías haber venido primero a verme? ¿Tenías que darle antes tu aprobación a mi lugar natal?
–Voy a solicitar un empleo aquí. Por eso quería comprobar algunas cosas. ¿Te parece bien?
Sus ojos azules la miraban mientras esperaba una respuesta. Ella sabía que él se iría si se lo dijera, que no haría nada que le doliera o molestara. Siempre había sido un buen tipo.
–¿Qué clase de trabajo?
–¿Hace falta preguntarlo? –volvió a sonreír.
–Sheriff.
–Ayudante del sheriff. Pero pronto aspiraré a sheriff.
–Han debido de quedarse entusiasmados con tu currículo.
–Sí que se han quedado impresionados.
Sam había estado en el ejército veinte años y la mayor parte de ellos los había pasado en la policía militar. Reunía la formación y la experiencia que todo sheriff podría querer.
–¿Necesitas algún informe de referencia?
–Aún no.
–Aun así, podrías haberme dicho que estabas aquí.
–Quería sorprenderte al contarte lo del trabajo y por eso he esperado hasta estar más seguro –alargó el brazo sobre la mesa y le agarró la mano–. ¿Cómo estás?
–Bien.
La miró fijamente a los ojos y su sonrisa se desvaneció.
–Lo digo en serio. –Michelle se soltó la mano–. Estoy bien. ¿Cómo estás tú? ¿Preparado para ser un civil a tiempo completo?
Él se frotó el pelo, otro de sus típicos gestos.
–Tendré que acostumbrarme a algunas cosas. ¿Estás durmiendo?
–¿Por qué estamos hablando de mí? No soy tan interesante.
–Para mí sí. ¿Duermes?
–No. A veces –rodeó la taza con las manos–. Tengo pesadillas. Es un asco.
–¿Estás en algún grupo de apoyo?
Michelle gruñó.
–No, ¿tú también?
–Eso es un «no».
–¿Te he dicho que me alegraba de verte? –le preguntó mirándolo–. Pues me he apresurado, no me alegro tanto.
–No es verdad.
Y no lo era. Sam era una de las pocas personas en las que confiaba por completo. Tenerlo cerca supondría tener a alguien en quien confiar.
–Si no quieres hablar de tu salud emocional…
–No quiero –le interrumpió.
–¿Qué tal la cadera?
–Mejor. Me sigue doliendo y me canso mucho, pero ya he dejado de tomar los analgésicos que me prescribió el médico y ahora tomo medicación que no requiere receta médica –y también tenía a su nueva mejor amiga en botella, pero eso no hacía falta contárselo–. Hay…
Se detuvo y frunció el ceño.
–Un momento. Si llevas un par de días en la isla, ¿dónde te has alojado? Aquí no, desde luego.
–Cuando llamé me dijeron que estabais llenos.
–Deberías haber preguntado por mí. Podría haber echado a alguien por ti.
Él se rio.
–Por mucho que me conmueva, no es necesario. Estoy en el Tidewater Inn al final de la carretera.
–Nuestro desayuno es mejor.
–Lo probaré por la mañana.
–Más te vale. Comprobaré las reservas. Deberíamos tener algo.
–No te preocupes. Estoy bien donde estoy.
–Insisto.
–De acuerdo, si tan importante es para ti.
Ella sonrió.
–Me alegro de verte.
–Lo dices por lo guapo que soy, ¿verdad? Tengo ese problema todo el tiempo. Las mujeres no me dejan tranquilo.
Ella se recostó en su silla y se rio. El sonido emanó de lo más profundo de su vientre y le vibró en el pecho. La llenó e hizo que el constante dolor de la cadera se disipara. Se rio hasta que tuvo que parar a tomar aliento.
–Gracias –logró decir mientras se secaba las lágrimas.
–Es parte de mi encanto.
–Eres encantador.
Le preguntó por sus padres, que se habían ido a Austin tras jubilarse, y también por su hermana. Mientras hablaban, se fijó en que él estaba mirando algo al otro lado de la ventana.
–¿Qué? –preguntó girándose–. Tenemos tres parejas haciendo una especie de programa de terapia. ¿Están ahí haciendo esos ejercicios raros?
Sin embargo, al mirar ella no vio a ninguno de los huéspedes. Lo único que vio fue a Carly y a Gabby recogiendo margaritas.
Michelle miró a Sam.
–No.
–¿Qué pasa? Es muy mona.
–¿Mona? ¿Es que estamos en el instituto?
–Pensé que no querrías oírme decir ninguna otra cosa delante de ti.
–¿A mí qué más me da?
–Entonces ¿por qué me estás mirando mal?
Michelle se obligó a relajar su expresión.
–No te estoy mirando mal.
–Ya, seguro. ¿Qué pasa? ¿Está casada?
–No. Pero, como puedes ver, tiene una hija.
–Me gustan los niños.
–¿Desde cuándo? Mantente alejado de ella.
–No creo que deba hacerte caso.
–Lo lamentarás si no lo haces.
–¿Por qué?
Era una pregunta que no podía responder. Y lo más desconcertante era que no estaba segura de a quién intentaba proteger… Si a Sam, a Carly o a ella misma.
–Sé que soy una idiota –dijo la mujer con voz temblorosa mientras las lágrimas le caían por las mejillas–. Me digo que tengo que ser fuerte, que debería dejarle. Es lo que estás pensando, ¿verdad? Que soy una idiota.
–No. Claro que no.
Carly le dio una palmadita de ánimo en el hombro esperando aparentar estar más cómoda de lo que se sentía. Había entrado en la sala de estar para asegurarse de que había madera fresca en la chimenea, ya que Seth y Pauline querían usar el espacio esa noche. Haría frío, así que Carly había pensado que el crepitante fuego mantendría a los huéspedes en calor, además de darles un empujoncito en el aspecto romántico.
Pero lo que se había encontrado, aparte de mucha madera, había sido a una de sus huéspedes acurrucada y sollozando en el sillón situado junto a la ventana. Y lo peor era que no recordaba su nombre. Empezaba por M… ¿Mary? ¿Marti? No, tenía más sílabas. ¿Martina? Estaba buscando un modo educado de preguntarlo.
La mujer, que debía de tener unos treinta y tantos años, se daba toquecitos en la cara para secarse las lágrimas.
–Me engaña con otra. Por eso estamos aquí. Mi madre me dice que haga las maletas y me vaya, pero tengo dos hijos. Le quieren y no quiero ser una madre soltera. Además, por lo demás, la relación no está tan mal. Lo único que espero es que llegue el día en que yo sea suficiente para él.
Las lágrimas volvieron y Carly se sentó allí sabiendo que ahora ya no podía preguntarle su nombre y que no tenía ningún consejo que darle.
–Soy una pringada –dijo la mujer.
–No, no lo eres. Estás en una situación complicada. Tienes que tomar la decisión correcta para ti y para tus hijos, pero es tu decisión y no de nadie más.
La mujer asintió.
–Me quiere. Lo sé.
–Seguro que sí.
–Crees que me estoy engañando a mí misma y que si me quisiera no me engañaría.
–No he dicho eso.
–No ha hecho falta. Puedo verlo en tus ojos.
–Entonces, no los estás viendo bien. Solo tú puedes saber qué pasa entre tu marido y tú, nadie más.
La mujer se cubrió la cara con las manos.
–Soy una idiota. ¿Por qué no puedo dejar de quererlo? ¿Por qué tengo que ser tan estúpida?
–No eres estúpida y no estás sola. Todos hacemos cosas que no tienen sentido para los demás.
La mujer bajó las manos y miró a Carly.
–Tú no pareces alguien que pudiera cometer nunca un error como este.
–He cometido montones. Muchos. Mi marido me engañó dos días antes de la boda. Con mi mejor amiga –se encogió de hombros–. Y me casé con él de todos modos.
Se había visto atrapada. Estaba embarazada y en aquel momento había sentido que no tenía elección y que casarse con Allen era mejor que estar sola.
Había habido muchos gritos, pensó sin querer recordarlo, pero incapaz de evitarlo. Primero los había descubierto y Allen se había levantado desnudo jurando que no era culpa de él, que Michelle lo había seducido. Que estaba borracho y no había sido consciente de lo que hacía.
Carly había aceptado su versión a pesar de sospechar que estaba mintiendo, porque enfrentarse a él y descubrir la verdad no había sido algo que hubiera querido vivir.
–¿Te explicó lo que había pasado? –preguntó la mujer.
–Me contó su versión. Yo estaba segura de que mentía, pero…
–Tenías una boda planeada y no podías ignorar eso.
–Pero ¿no es más importante casarse con el hombre adecuado que con uno que te engaña? Tener que cancelar una boda habría sido más sencillo que divorciarse.
Si lo hubiera hecho, aún tendría la casa de su padre. Si no se hubiera casado con Allen, él no habría tenido oportunidad de robársela.
–Pero lo hecho hecho está. ¿Si me pasara ahora actuaría de otro modo? No estoy segura.
La mujer se mordió el labio inferior.
–¿Al final lo dejaste?
–No, no. Me dejó él a mí. Se lo llevó todo –no tenía sentido entrar en detalles. Ya había compartido demasiadas humillaciones por una mañana.
–John jamás me dejará –dijo la mujer–. Lo sé. Él no es así.
Carly esbozó una sonrisa.
–Entonces, no tienes que preocuparte por eso.
–Lo sé. Supongo que debería dar las gracias por lo que tengo y dejar de esperar que me sea fiel.
Carly no creía que esa debiera ser la lección que sacar de la situación, pero tampoco estaba segura de que debiera decirlo.
–Pauline me dice que, antes de poder tomar cualquier decisión, tengo que aprender a respetarme –admitió–. ¡Como si yo supiera lo que significa eso!
Carly no había pasado mucho tiempo con Pauline, pero el respeto que sentía por esa mujer ascendió unos puntos. El respeto por uno mismo era algo complicado de alcanzar. Ella aún estaba intentándolo. Decirle a Robert que no podían seguir usándose el uno al otro para esconderse la había ayudado mucho a acercarse a lo que quería conseguir.
La mujer la miró.
–¿Es duro estar sola?
–A veces.
–¿Lo aceptarías si volviera?
–No.
–Esa es la cuestión –admitió la otra mujer–. No quiero perderlo.
–Entonces no lo hagas –sonrió.
–Supongo que tienes razón. No soy tan valiente como tú. No quiero hacerlo todo sola. Lo que tengo es mejor que nada. Gracias por escuchar.
Se levantó y volvió al interior del hostal.
Carly la vio irse.
Nunca había tenido mucho éxito en el terreno de las relaciones, pero «mejor que nada» no le parecía un objetivo que pudiera hacer feliz a nadie.
El sábado, Michelle paseaba por el jardín. La tarde era soleada y la temperatura de unos quince grados. Prácticamente una ola de calor, pensó mientras miraba cómo las flores se mecían con la suave brisa.
¿Era ella o las margaritas tenían un color más vivo de lo habitual? Rojas, amarillas y rosas, prácticamente resplandecían contra el marrón oscuro de la tierra y el verde del césped. No había duda de que los huéspedes las verían preciosas, pero había algo en las condenadas margaritas que la ponía de los nervios. Quería darles patadas o, como poco, arrancarlas de raíz.
Pero no lo haría. Hacer algo así supondría pasar de verse presionada a unirse a un grupo de apoyo a verse obligada a hacerlo.
La puerta trasera del hostal se abrió y Gabby salió bailando. No había otro modo mejor de describir sus movimientos de alegría mientras daba vueltas y brincaba descalza hacia el jardín.
Llevaba un libro bien gordo bajo un brazo. Incluso desde el otro lado del césped, Michelle reconoció la portada. Era un libro de Harry Potter, aunque no sabía cuál de ellos.
Gabby la vio y la saludó con la mano antes de echar a correr hacia ella.
Michelle la observó y envidió su facilidad de movimiento mientras se recordaba con esa misma edad. La vida había sido mucho menos complicada por entonces.
–¿Sabes qué? –gritó Gabby mientras se acercaba. Corrió y se deslizó sobre la hierba hasta frenar en seco–. He salido a leer tres veces, y no he sacado comida y las grullas no me han molestado –sonrió–. Siguen viniendo, pero cuando ven que no tengo comida, se marchan. He hablado con Leonard sobre eso –arrugó la nariz–. Dice que de algún modo se han comunicado entre ellas y saben que no soy una fuente de alimentación.
Se rio.
–Supongo que sería como un supermercado para pájaros. Y después hemos hablado de las grullas. Leonard sabe un montón de cosas interesantes como, por ejemplo, cosas sobre los huevos y los bebés, y me ha dicho que puedo acompañarlo a ver a los pajaritos, pero sería en un barco pequeño y a mí me da miedo el agua, aunque también me daban miedo las grullas, así que a lo mejor no tengo que tenerle miedo al agua.
Se detuvo y respiró hondo.
Michelle miró a la niña y recordó a la pequeña asustadiza que había conocido hacía menos de un mes.
Quería decirle que solo eran grullas y que no tenerles miedo no era un gran logro, pero no podía ser tan crítica con los demás. Además, envidiaba la capacidad de esa niña de dejar a un lado sus miedos tan rápida y fácilmente. Ojalá ella pudiera hacer lo mismo.
Bajó la mirada hacia los pies desnudos de Gabby. Y ojalá pudiera volver a ser así de inocente.
–Me alegra que no te den miedo las grullas y puede que sea bueno que no te dé miedo el agua porque vivimos en una isla.
A Carly siempre la había aterrado el agua. De niña se había negado a meter un pie en las aguas del estrecho y jamás se había metido en la piscina ni por mucho calor que hubiera hecho. ¿Lo habría heredado Gabby de ella?
–¿Has visto que hace sol? –preguntó la niña.
–Sí.
–Me gustan los días soleados. Y estamos planificando nuestras pelis de verano. Vamos todas las semanas durante el verano –bailoteaba en el sitio mientras hablaba.
Carly y ella habían ido al cine todas las semanas en verano, pensó Michelle. Habían ido paseando al único cine del pueblo y habían hecho fila con los demás niños. Después, cuando habían abierto los multicines, para ellas había sido prácticamente como un parque temático y había resultado emocionante. Diez películas a elegir al mismo tiempo.
Podía ver a Carly en Gabby. La misma forma y el mismo color de ojos, la misma sonrisa. Probablemente también tenía algún rasgo de Allen, pero no eran tan destacables.
–Ir al cine es genial –decía Gabby–. Mamá dice que cuando cumpla diez podré usar brillo de labios.
–Me alegro por ti.
Gabby asintió.
–Quiero un teléfono, pero mamá dice que no. La mayoría de mis amigas tampoco tienen teléfono –se detuvo–. Quería decirte que siento lo de la abuelita Brenda. Siento que muriera cuando no estabas aquí. Debiste de ponerte muy triste.
–Gracias –dijo Michelle sorprendida de que Gabby mencionara a su madre–. ¿La echas de menos?
Gabby vaciló.
–A veces hacía llorar a mamá y eso no me gustaba, pero otras veces era buena. Creo que éramos amigas.
Michelle sintió una mezcla de compasión y de rabia. Incluso desde la tumba, su madre estaba causando daños.
Posó la mano sobre el pequeño hombro de Gabby.
–No pasa nada por estar confundida. Quieres a tu madre y quieres protegerla, al igual que ella te protege a ti. Y también puedes recordar las cosas buenas de la abuelita Brenda. Las personas somos complicadas.
–No debería hablar de esto –admitió con un susurro–. Eso me ha dicho mamá.
–No diré nada.
Gabby le regaló una amplia sonrisa.
Volvieron hacia el hostal mientras la niña le hablaba de sus amigas y del campamento de verano al que iría y le contaba que no le gustaban las actividades al aire libre, pero que le divertía la programación informática. Una vez dentro, salió corriendo para buscar a su madre.
Michelle fue hacia el mostrador de recepción y vio a Ellen Snow entrando al vestíbulo.
–Hola –dijo Ellen con una sonrisa–. Esta mañana tengo que hacer unos recados y se me ha ocurrido pasar a ver qué tal van las cosas.
Michelle dudaba si era una visita social o más bien una de negocios.
–Todo va genial. Estamos llenos durante el fin de semana.
–No me sorprende –dijo la rubia–. Tienes un establecimiento precioso. Me encanta. Siempre les digo a mis amigos de Seattle que se alojen aquí si quieren hacer una escapada divertida.
–Pues encantada de recibirlos.
Fueron hacia los sofás situados junto al ventanal principal y se sentaron la una frente a la otra. Ellen llevaba vaqueros y un jersey fino echado sobre una camisa entallada. Sus botas debían de ser de unos ocho centímetros de alto. No sabía cómo podía caminar con ellas, pero tenía que admitir que eran muy bonitas.
–Quería haber venido antes –admitió Ellen–, pero siempre ando escasa de tiempo. A lo mejor podríamos ir a almorzar o algo.
–Claro –respondió Michelle decidiendo que era mejor ser educada que admitir que no le apetecía mucho salir a almorzar. Tenía trabajo que hacer.
Ellen miró a su alrededor y se inclinó hacia delante.
–¿Va todo bien con Carly?
–Claro. ¿Por qué?
–Sé que no os lleváis bien, y nadie podría culparte por ello.
Michelle se movió en el asiento.
–Fuiste tú la que insistió en que trabajara con ella, en que se quedara.
–No –respondió Ellen rápidamente con gesto comprensivo–. No fui yo. Nuestro comité de préstamos dijo que era importante. Intenté hacerles cambiar de opinión, pero no lo logré y tampoco quería ahondar en el pasado de Carly, así que estamos atascados en esta situación.
Se cruzó de piernas y se encogió de hombros.
–Sé que eres tú la que de verdad dirige este lugar. A Carly se le da genial sonreír a los huéspedes y supongo que eso funciona siempre que no sea muy obvio que se acuesta con los ellos.
Michelle por poco no se cayó del sillón.
–¿Cómo dices? Carly no se acuesta con los huéspedes.
Ellen se rio.
–Bueno, claro, no con todos, pero digamos que está en ello.
–Ya llevo aquí unas semanas y te aseguro que está haciendo un buen trabajo.
Ellen suspiró.
–Eres increíblemente leal y te admiro por ello. Yo me habría librado de ella hace años. Recuerda cómo era en el instituto –soltó otra carcajada, más incisiva esta vez–. Prácticamente iba a clase con rozaduras de fricción por todas partes. ¿Hay algún chico con el que no se acostara?
–Eso pasó hace mucho tiempo.
–La gente no cambia –la expresión de Ellen se endureció–. Hazme caso. Carly es como ha sido siempre. Y lo que quiero decir es que lamento que tengas que estar aquí con ella. Pero haré que eso cambie lo antes posible y entonces tendrás la satisfacción de despedirla.
Michelle se sentía incómoda. Ellen estaba haciendo lo posible por crear un vínculo con ella y mostrarle que estaba de su parte, pero la conversación que estaban teniendo no tenía nada de bueno.
–Tenemos un contrato laboral –le dijo con tono bajo y confundida.
Ellen sonrió.
–Y yo tengo un abogado. No te preocupes, somos amigas. Jamás permitiría que tuvieras que estar con una persona como ella un minuto más de lo necesario –se levantó–. Esta mañana tengo cuarenta millones de cosas por hacer. Solo quería pasarme a saludarte. Avísame si puedo ayudarte en algo.
Michelle se levantó prácticamente tambaleándose por el dolor que le atravesó la cadera. Ellen se despidió y se marchó.
Se quedó allí preguntándose qué había hecho Carly para que Ellen la detestara de ese modo y, por extraño que pareciese, preguntándose también cómo podía hacer que la situación mejorase.