Michelle aparcó delante de la casa de Jared y fue hacia la puerta trasera. Tenía mejor la cadera; menos dolor y menos rigidez. Sus sesiones de fisioterapia empezaban a dar resultados. Ojalá existieran ejercicios iguales para la cabeza; ojalá pudiera desprenderse de las pesadillas y los recuerdos y dejar de sobresaltarse con cada ruido fuerte a base de sudar levantando pesas. No le gustaba nada sentir dolor, pero sentirse emocionalmente al límite era aún peor. Ahora que no tenía un dolor físico y constante distrayéndola, era más consciente de sus problemas mentales.
Subió la rampa hasta la puerta y entró. Jared estaba en la cocina llenando una nevera portátil con hielo y cerveza.
No lo había visto desde la noche en la que había ido a su habitación para comprobar cómo se encontraba. Muy típico de un hombre, pensó mirándolo. La había incitado y luego había desaparecido. En realidad, técnicamente había sido ella la que había estado evitándolo a él, pero echarle la culpa a otro era mejor que asumirla.
–Hola –dijo Jared mirándola–. Caminas mejor.
–Sí. Me estoy recuperando.
Él llevaba una camiseta descolorida y unos vaqueros viejos. Ese hombre tenía que ir de compras, pensó mientras contemplaba cómo la tela de la camiseta se le ceñía a los hombros y al torso. ¡Joder, qué guapo! Tan fuerte y competente. Y lo mejor de todo era que hablaba poco. Para ella, las conversaciones estaban tremendamente sobrevaloradas.
No podía ignorarlo, no podía ignorar lo que había pensado solo unas noches antes. Qué pena no poder acercarse sin más y besarlo. Bueno, poder sí podía, pero dudaba que fuera a recibir la respuesta que quería. Él le había dejado claro que regentaba una especie de casa de acogida y que ella no era más que la residente más reciente. No quería acostarse con ella. Qué triste.
–Me voy a navegar. El mar está tranquilo y la puesta de sol se verá bonita. ¿Te apetece venir?
Michelle miró por la ventana. Las nubes se habían disipado dejando un cielo azul. En esa época del año los días eran largos. Aunque Jared no quisiera acostarse con ella, al menos era una buena compañía. Estar con él le aportaba seguridad, no tenía que pensar antes de hablar. No estaba segura de por qué se sentía así… o tal vez sí. El hecho de no ser para él nada más que un acto de compasión le daba libertad para ser ella misma, así que al menos podía sacarle partido a eso, por mucho que no le acabara de gustar su falta de interés sexual.
–Claro –respondió impulsivamente.
–Voy a preparar unos sándwiches para cenar. Mientras tanto, puedes ir a cambiarte.
Ella miró sus pantalones negros y la camisa que se había puesto esa mañana. No, no era ropa exactamente apropiada para salir a navegar.
–Necesito diez minutos.
–Aquí te espero.
Corrió al dormitorio. La mayoría de su ropa y objetos personales seguían aún en cajas almacenadas en el hostal. No se había molestado en sacar muchas cosas. No tenía espacio ni para libros ni para fotografías y la ropa le quedaba, como poco, una talla grande.
Pesaba unos diez kilos menos que cuando se había marchado de Blackberry Island. Había perdido tres kilos en el campamento militar, lo cual era normal dado el continuado programa de ejercicio, y otros cuatro después de que le hubieran disparado. Desde que había vuelto a casa, calculaba que habría perdido tres más aproximadamente. La mayoría del tiempo no tenía mucho interés por la comida y prefería beber antes que comer.
Y ese era un problema del que tendría que ocuparse en algún momento, se dijo. Pero no hoy.
Se quitó la ropa del trabajo, se aplicó crema solar sobre su pálida piel y abrió unos cajones para ver qué se ponía.
No tenía muchas opciones. Eligió unos vaqueros, unas zapatillas deportivas y una camiseta de tirantes. De camino a la puerta agarró una camisa vaquera porque luego haría fresco.
Jared la esperaba en la cocina.
–Comes muchos sándwiches –le dijo ella agarrando la bolsa mientras él levantaba la nevera portátil.
–Son fáciles de hacer y, si cambio de opinión, se conservan bien un par de días.
–Necesitas una esposa.
–Ya tuve una.
–Vale, pues necesitas otra.
–Ni de coña.
Lo siguió hasta su camioneta y al ver la cabina se preguntó cómo iba a subir. La suya era pequeña y podía acceder fácilmente; la de Jared era más alta y con un asiento trasero. No podía levantar el pie lo suficiente y, si se apoyaba en el estribo, no adoptaría la postura correcta para luego poder girarse.
Él fue hasta la puerta del copiloto y le quitó los sándwiches de la mano. Echó la bolsa detrás, la agarró por la cintura, la levantó y la sentó en el asiento.
–¿Bien?
Ella asintió. Bajo ningún concepto admitiría que le recorría un cosquilleo ahí donde le había tocado. Vaya, ¡sí que le había dado fuerte! Al parecer, su cadera no era lo único que se estaba recuperando. Había llegado el momento de que le instalaran una ducha de hidromasaje y ocuparse del asunto ella misma.
Condujeron hasta el Sunset Marina. No sabía qué esperarse y se preguntó si saldrían a navegar en uno de sus grandes barcos turísticos. Sin embargo, Jared la llevó a un Bayliner de diez metros. Gruñó al ver el nombre.
–Dime que lo compraste de segunda mano.
–Sí –la miró–. ¿Qué pasa?
–¿Margarita? ¿Tu barco se llama «Margarita»? A ver si lo adivino, crees que trae mala suerte cambiarle el nombre a un barco.
–No. Simplemente me da igual. Solo es un nombre.
–¿Margarita? Odio las margaritas.
–¿Quién odia una flor?
–Yo.
–No te quejas como la mayoría de las mujeres, pero eres mucho más irascible.
–Es parte de mi encanto.
–Sí, tú sigue creyéndote eso.
Colocó la bolsa de los sándwiches sobre la nevera y le dio la mano.
Ella se preparó para el impacto de sus cálidos dedos y después se dijo que debía dejarse de tonterías. No era una preadolescente en su primera cita. Era una mujer madura. ¿Qué más daba si Jared la excitaba? Tenía que ser capaz de controlarlo.
Pero lo que no podía controlar era el muelle.
La estructura de madera se movía con el chapoteo del agua, al igual que el barco. Tenía que subir dos escalones y después levantar la pierna y saltar al mismo tiempo. Miró los inesperados obstáculos y sacudió la cabeza.
–No creo que pueda hacerlo.
Jared le siguió la mirada.
–Yo tampoco lo creo. Agárrate, pequeña.
Alargó los brazos hacia ella, que pasó de estar de pie sintiendo cómo le tiraba la cadera mientras intentaba mantener el equilibrio a ver cómo Jared la levantaba en brazos.
La soltó con delicadeza. Una vez volvió a estar de pie, alargó un brazo para darle un puñetazo en el estómago, pero él le sujetó el puño antes de que pudiera llegar a tocarle.
–De nada –le dijo con diversión en la mirada.
–A una chica hay que avisarla antes de agarrarla de ese modo.
–¿Cómo piensas salir del barco?
Michelle lo ignoró, fue cojeando hasta un banco y se sentó. Abrió una cerveza, se bebió la mitad de un trago y lo miró.
–Además, te ha gustado cuando te he levantado en brazos para subirte a la camioneta.
–Lo he tolerado. No es lo mismo.
Jared se rio.
Solo tardó unos tres minutos en preparar el barco. Después soltó amarras y salieron del muelle.
Michelle hizo todo lo posible por ignorarlo. Giró la cara hacia el viento y cerró los ojos. El aire del mar y el cálido sol la relajaron. Dejó la cerveza en un portalatas y se soltó la trenza. Sabía que después tendría que deshacerse muchos nudos, pero ahora mismo lo que quería era sentirse libre, como si hubiera escapado de lo que fuera que la retuviera.
Jared navegó por el estrecho y, cuando se encontraban a kilómetros de la orilla, apagó el motor.
–Estate pendiente –le dijo–. No nos encontramos dentro de ninguna ruta marítima, pero por aquí hay muchos barcos de recreo y es mejor no toparnos de cerca con nadie.
–¿Por qué crees que voy a hablar contigo?
–Los enfados se te pasan rápido, no eres una resentida.
–¿Y eso cómo lo sabes?
–¿Acaso me equivoco?
–No. Bueno, no en tu caso –con Carly era otra cuestión.
Él le dio un sándwich, se abrió una cerveza y se sentó en el banco frente a ella.
Michelle desenvolvió su cena y le dio un mordisco.
–Podrías aprender a cocinar –dijo cuando había masticado y tragado.
–Podría, pero no quiero.
–Muy típico de los hombres.
–¿Tú cocinas?
–Un poco. Más que tú.
–Entonces pones el listón muy bajo.
Michelle lo miró.
–¿Sales con alguien?
–¿Me estás preguntando por mi vida amorosa?
–Si es que la tienes…
Él dio un trago.
–Me encuentro en periodo de paréntesis amoroso.
–¿Porque tu ex te rompió el corazón?
–No. Eso pasó hace mucho tiempo. Ninguno de los dos sabíamos dónde nos metíamos. Ella odiaba todo lo que tuviera que ver con la isla y después empezó a odiarme a mí también. Es complicado trasladar a Nebraska un negocio basado en el océano y ninguno de los dos estaba dispuesto a hacer ningún sacrificio. He oído que está casada con un tipo que vende seguros y que tienen un par de niños. Seguro que es más feliz con él.
Michelle se fijó en que no había respondido a la pregunta. ¿Estaba saliendo con alguien? «En periodo de paréntesis amoroso» no significaba que no estuviera teniendo alguna relación esporádica o puntual. Se dijo que no importaba, que le daba igual, pero aun así sentía curiosidad.
Comieron mientras el barco se mecía por la marea. Unas cuantas grullas volaban sobre ellos. Michelle las miró no muy confiada en que mantuvieran la distancia.
–¿Qué tal va el hostal? ¿Tenéis reservas para el fin de semana festivo?
–Tenemos todas las habitaciones reservadas. Qué felicidad.
Él se rio.
–Nosotros también vamos a estar ocupados. Tenemos todos los barcos alquilados y cruceros reservados para ver el atardecer mañana y el sábado. Espero que no llueva.
–Se supone que no.
–Eso ya lo he oído otras veces.
Se terminaron los sándwiches en silencio. Michelle cambió de postura para poder apoyar bien la pierna izquierda y miró al cielo.
El sol seguía siendo visible, pero se aproximaba al horizonte. Las grullas sobrevolaban el agua tranquilamente. De pronto sintió cierta fascinación por ellas y menos hostilidad. Probablemente se sentía así porque había comido, pensó. O por la cerveza. Fuera por la razón que fuera, se encontraba más sosegada y relajada.
–Tienes que entrar en un grupo.
Esas palabras pronunciadas en voz baja rompieron el momento de relax. El cuerpo se le tensó y se le revolvió el sándwich.
–Eres un disco rayado. Vete a la mierda.
–Dónde pase la noche no cambia la realidad. Sigues gritando.
La vergüenza se apoderó de ella, sentía que le ardía el rostro.
–Si te supone un problema, puedo mudarme a otro lugar.
–No he dicho que sea un problema. He dicho que tienes que hablar con alguien sobre lo que pasó.
–¿Te estás ofreciendo voluntario? –lo miró.
Él se encogió de hombros.
–No soy más que un tipo con un barco. Necesitas a alguien que pueda guiarte durante el proceso.
–No hay proceso –le respondió bruscamente–. Lo único que tengo que hacer es seguir adelante con mi vida, que es lo que estoy haciendo.
–Será más sencillo si hablas de ello.
–¿Por qué? ¿Cómo lo sabes?
–Si te estuviera yendo tan bien sola, no estarías teniendo pesadillas.
«Lógico», pensó. Era muy propio de un hombre usar eso en su contra.
–Estoy bien.
–No soy yo a quien tienes que convencer.
–¿Acaso tú entraste en algún grupo de apoyo cuando volviste?
–No. Y es una de las razones por las que mi mujer me dejó. No era muy divertido vivir conmigo. Y después murió mi abuelo y me quedé con el negocio, y todo eso me sobrepasó. Estuve de borrachera seis meses.
Ella miró la cerveza.
–Pero sigues bebiendo.
–El alcohol fue lo de menos, pequeña. Me desperté en la cárcel sin tener ni la más mínima idea de cómo había llegado allí. Tardé tres días horribles en limpiarme del alcohol que había tomado y después pasaron otras seis semanas hasta que dejé de temblar por el síndrome de abstinencia. Pensé que tenía una opción. Podía aceptar lo que me había pasado o podía convertirme en uno de esos tipos que acaban viviendo en la calle –esbozó una media sonrisa–. Y es complicado meter un barquito pesquero de doce metros en un carro de la compra.
–Yo no corro el peligro de acabar viviendo en la calle.
–Probablemente no, pero sí que vas de camino a destrozar todo lo que te importa. Os atacaron. Mataron a tus compañeros. Disparaste a un hombre y no desde una distancia de seguridad. Lo miraste a los ojos cuando murió. En ese momento, cuando o eres tú o es él, la decisión es sencilla, pero luego es cuando empiezas a juzgarte y a replantearte lo que has hecho.
Tenía razón, pensó Michelle mientras daba otro trago de cerveza. Sí que se juzgaba a sí misma aun sabiendo que no había tenido elección. Ojalá aquella niña no hubiera estado allí.
–Me lo pensaré –dijo simplemente porque no quería hablar más sobre sus sentimientos.
–¿Siempre haces esto? ¿Acoges a algún veterano? ¿Y después qué? ¿Lo mandas a paseo? ¿Vas a darme una patada en el culo en cuanto pueda dormir toda la noche?
Jared se la quedó mirando fijamente. Era imposible saber qué expresaba su mirada, y probablemente era mejor así. Michelle deseaba que estuviera pensando que quería verla desnuda, pero en realidad estaría pensando que era una mujer demasiado problemática y demasiado herida.
–Yo no le doy una patada a nadie. Cuando estés lista, te marcharás.
–Eso suena casi espiritual.
–Por mí, bien.
De pronto a Michelle le sonó el teléfono. Se lo sacó del bolsillo y miró a su alrededor.
–¿Dónde está la antena de telefonía móvil?
–Allí –Jared señaló una pequeña isla rocosa al norte y ella pudo ver la estructura de metal alzándose hacia el cielo–. Está ahí para la Guardia Costera y para las Patrullas de Búsqueda y Rescate. Los pescadores locales aprovechan para llamar y avisar de que están de camino.
El teléfono seguía sonando.
Miró la pantalla y vio el número. Su padre. Pulsó un botón para rechazar la llamada.
–Algún día vas a tener que contestar –le dijo Jared.
–No sabes quién era.
–Sé que estás evitando algo y eso nunca funciona. Al final tendrás que acabar enfrentándote a todos tus demonios.
–¿Matar o que te maten? –preguntó intentando sonar despreocupada, pero sin llegar a lograrlo.
–Si hace falta…
–No puedo matarlo.
–No tienes por qué hacerlo. A veces basta con mirar a un demonio a los ojos.
Ella quería sexo y él quería hablar de demonios. Eso sí que era una combinación perfecta.
–¿Más consejos? Ni tú eres mi maestro ni yo soy tu pequeño saltamontes.
Jared se rio.
–Pero tengo mucho que enseñar.
–A mí no.
Él dejó de sonreír. Algo le iluminó la mirada, algo ardiente y cargado de deseo, pero se esfumó rápidamente y Michelle tuvo la sensación de que habían sido solo imaginaciones suyas; que solo había estado haciéndose ilusiones.
–A lo mejor tienes razón –dijo levantándose–. ¿Lista para volver?
En realidad no. Estar ahí, alejada de todo, la hacía sentirse completa. Como si los pedazos rotos que sentía por dentro fueran solo una pequeña inconveniencia y no un estado permanente.
–Claro. ¿Me vas a dejar navegar?
–No.
–Gallina –le dijo sonriendo.
–Cuando se trata de mi barco, sí, sin duda.