Roland galopó rumbo a la puerta norte de la ciudad. Aunque la ruta lo obligaría a pasar por la escena del peor momento de su vida, no se desvió. Tenía una misión que cumplir.
Su caballo, un extraño para él hasta hacía unas horas —cuando lo había birlado de las cuadras del señor— se adaptaba intuitivamente a sus necesidades. Era una yegua de raza árabe, blanca como la nieve, a la que le quedaban bien sus señoriales arreos de cuero negro con tachuelas. Antes de encontrarla, le había echado el ojo al pinto de amplios flancos de un labrador —un caballo de faena podía viajar distancias más largas que el de un noble, y con menos alimento—, pero a Roland no le agradaba robar a los campesinos.
Esta —la llamaba Blackie, por la única mancha negra que tenía en el hocico— había relinchado y corcovado cuando la había montado por primera vez, pero después de unas cuantas vueltas discretas por el sendero embarrado próximo a los apriscos, ya se habían hecho amigos. Roland siempre había tenido un don especial con los animales, sobre todo con los caballos. Los animales apreciaban mejor que los humanos la música de su voz. Bastaba con que le susurrara unas palabras a una potra asustada para dejarla serena, como se queda la mar tras la tempestad.
Cuando cruzó el caos del mercado, yegua y jinete formaban una sólida unidad, más de lo que podía decir de su armadura. La que había robado de la sala de armas del hijo del señor del castillo no le quedaba bien. Era larga de piernas y estrecha de pecho, y apestaba a sudor. Nada de eso le gustaba a Roland, cuyo cuerpo estaba más acostumbrado a la «alta costura».
Cuando cruzó las puertas, con cuidado de salir del punto de mira del señor, Roland ignoró sin más las miradas alarmadas de los ciudadanos y sus chismorreos sobre la batalla a la que probablemente se dirigía. Aquella armadura oficial —con su condenada cota de malla, ceñida con un cinturón decorativo de diez kilos de peso, y su asfixiante yelmo de acero, que no terminaba de asentarse debido a sus rastas— solo se llevaba para luchar; era demasiado llamativa y aparatosa para un viaje informal. Eso lo sabía. Y lo notaba con la sacudida que cada paso de su caballo le provocaba.
Sin embargo, aquella armadura era lo único que Roland había podido encontrar para ocultar su identidad en la medida que precisaba. No había llegado hasta allí para que unos mortales lo incordiaran intentando apresar y encerrar a un demonio al que tomaban por un moro.
Necesitaba un disfraz que no le impidiera alcanzar su objetivo: evitar que el yo medieval de Daniel se metiera en líos.
No Lucinda. Daniel.
Lucinda Price, creía Roland, sabía lo que se hacía. Incluso cuando ella no tenía ni idea de lo que hacía, siempre hacía lo correcto. Era impresionante. Los ángeles que habían seguido a Luce a las Anunciadoras —Gabbe, Cam, hasta Arriane— no confiaban en ella. Roland, en cambio, ya había notado un cambio en ella en Espada & Cruz: una extraña y despreocupada seguridad que Luce jamás había poseído en ninguna de sus vidas anteriores, como si al fin hubiera vislumbrado las honduras de su vieja alma. Quizá Luce no sabía lo que hacía cuando cruzó el umbral ella sola, pero Roland estaba convencido de que lo iría averiguando. Aquella era la partida final, y ella debía desempeñar su papel.
Por eso era Daniel quien le preocupaba.
Seguramente lo estropearía todo si se topaba con Luce. Alguien debía ocuparse de que no hiciera una estupidez, y por esa razón lo había seguido por las Anunciadoras del patio trasero de Luce.
Sin embargo, encontrar a Daniel había sido más complicado de lo que esperaba. Había llegado demasiado tarde a Helston, no lo había pillado por poco en la Bastilla y probablemente tampoco lo atraparía allí. Si fuera listo, lo dejaría y trataría de interceptar a Daniel en una de sus vidas anteriores.
Si fuera listo.
Y entonces había visto a esos dos anacronismos sueltos intrigando junto al pozo, a plena luz del día, en el centro de la ciudad, con tan malos disfraces y peor acento.
¿Acaso no se enteraban de nada?
A Roland le caían bastante bien los nefilim. Shelby era íntegra y decente, y agradable a la vista. Y Miles… Miles tenía fama de acercarse demasiado a Luce en la Escuela de la Costa, pero ¿no lo habría intentado cualquier tío en su lugar? Debía darle un respiro al chaval, se dijo Roland. Miles tenía muy buen corazón y no era nada engreído.
Entendía que los nefilim estaban allí simplemente por pura buena voluntad. Ellos sentían debilidad por su amiga Luce. Además, era evidente que Shelby y Miles confiaban en que surgiera el romance entre Luce y Daniel en la feria de San Valentín, y posiblemente incluso entre ellos.
«Es muy probable aún no lo sepan», pensó Roland, y sonrió.
Los mortales rara vez identificaban sus propios sentimientos hasta que los tenían delante de las narices.
Les pasaba a muchas parejas que vivían bajo el resplandor de Daniel y Lucinda. Había visto otros casos antes. Daniel y Lucinda eran insignias de romanticismo, ideales en los que todos los mortales y algunos inmortales necesitaban creer, aunque ellos no fueran capaces de establecer una conexión tan auténtica. Daniel y Lucinda eran la idea que determinaba el modo en que se enamoraba el resto del mundo.
Era un poderoso hechizo bajo el que encontrarse.
Como es lógico, Roland tenía que echarles la bronca a los nefilim por aparecerse en una de las vidas medievales de Lucinda. Debían estar en su sitio, en su propia época, donde sus actos no produjeran catástrofes históricas.
Por eso les había puesto un poco las pilas. Así los tendría a raya hasta que volviera para acompañarlos a casa. Viajar con ellos era la única forma de asegurarse de que no terminarían en algún otro sitio aún más alejado de la Escuela de la Costa.
Pero antes les daría el capricho: localizar a Daniel y asegurarse de que esa alma en pena asistiría a la feria de San Valentín. A Roland no le costaba ningún sacrificio concederles a Daniel y Luce un instante de felicidad; además, así tenía algo que hacer.
En aquella época en particular, Roland necesitaba estar ocupado.
Distraerse de otras cosas.
En la penumbra del frío febrero, Roland pasó por delante de unas tierras cultivadas por siervos con las que el clero de la zona se llenaba los bolsillos. Dejó atrás una iglesia gótica, con sus arcos ojivales y sus agujas. La casa de Dios. No pudo evitar que una idea se le pasara por la cabeza: hacía mucho que no pisaba una. Cruzó el puente sobre el río turbio y crecido, e hizo girar a su corcel hacia la fortaleza de los caballeros, que sabía que se encontraba a medio día de marcha hacia el norte.
No era un viaje demasiado agradable: el camino era agreste y el tiempo era horrible. Blackie iba salpicando barro y pintándose los flancos de un feo marrón grisáceo. Además, con el frío, los goznes de la armadura de Roland se estaban agarrotando y lo dejaban prácticamente inmóvil.
Aun así, en muchos aspectos, le complacía volver a aquel pasado. Un romántico como Daniel diría que los caballeros nunca habían muerto del todo, claro que él tenía una compleja relación con el amor y la muerte. Roland había vivido años en medio de aquella clase de caballeros. Ya casi no existían en la Edad Media y, desde luego, estaban más que muertos en el presente del que acababa de llegar Roland. Sin duda.
Sin embargo, hubo un tiempo en que…
Por un segundo recordó el brillo de una melena dorada al viento.
Se levantó la visera del yelmo para poder respirar. No pensaría en ella. No era esa la razón por la que estaba allí.
Espoleó a Blackie para que avanzara y sacudió la cabeza para aclarar sus ideas.
Roland se encontraba a kilómetro y medio de la partida de caballeros que estaba buscando. Oteó el horizonte: los vastos valles verdes al este, una tormenta a su espalda y al oeste. Al frente, el camino seguía los montes serpentinos que constituían la barrera protectora de la ciudad. También ante él se alzaba un castillo que se proponía esquivar. Lo rodearía a cierta distancia. Al otro lado del castillo estaba la ruta —si aún era transitable— que le conduciría directo al Daniel de esa época. Y a su propio yo medieval.
En su lejano recuerdo de esa época, evocó cómo aquel caballero de extraño aspecto se había presentado ante ellos portando órdenes del rey.
El caballero había detenido su caballo a la entrada de sus tiendas de campaña y les había entregado un decreto por el que se ordenaba a los hombres que abandonasen su puesto durante dos noches para celebrar el santo día de San Valentín, como Dios mandaba. Solo algunos sabían leer, así que la mayoría de los hombres aceptó la orden de buena fe. Roland aún recordaba los brincos y los aullidos de los otros caballeros.
El mensajero no había dicho nada: se había limitado a entregarles el decreto y se había alejado al galope… en su caballo negro como el carbón.
Extraño. Roland miró a Blackie y acarició su melena de blanco platino.
Si aquel era su destino —ser el ángel oculto tras la visera que entregara a Daniel un regalo de San Valentín— algo debía suceder para que cambiara su caballo blanco por el negro. Y alguien habría de ponerle un decreto del rey en la mano.
Cosas más raras ocurrían casi a diario, lo sabía bien.
Pegó los talones a los flancos de Blackie y siguió avanzando, tan pronto sudando como temblando.
Al final, Roland llegó al castillo. La fortaleza guardaba el feudo más septentrional del condado, la última avanzada del camino al campamento de los caballeros. Permaneció a lomos de su caballo un instante, contemplando la conocida construcción de piedra que se alzaba ante él como un coloso. Había chimeneas de color gris perla en todos los aposentos, estrechas ventanas que ofrecían vistas desde todas las fachadas. Ménsulas y cornisas decoraban los bloques de piedra gris oscuro cuya magnitud lo hacía sentirse pequeño. La magnitud del castillo lo abrumaba. Como siempre lo había hecho, incluso durante aquel breve lapso de tiempo en que había cruzado sus puertas casi todos los días…, y trepado por sus piedras estriadas para llegar a un balcón concreto todas las noches.
Le temblaron las piernas, pegadas a los lomos del corcel. Sintió como si el corazón se le hubiera vuelto diez veces mayor de su tamaño. Le palpitaba como si cada latido fuera el último. Le ardían los omóplatos y ansiaba volar muy lejos, pero sus alas estaban encapsuladas en la cota de malla, que no iba a quitarse.
Además, por lejos que volara, no podría escapar del terror que inundaba su alma.
En el castillo vivía una joven llamada Rosaline. El único ser de todo el universo al que Roland había amado de verdad.