Iba a decir que me vuelve loca. Pero, además de cursi, no sería exacto. Más bien es como si, con el pretexto de Ezequiel, por medio de su cuerpo, yo me hubiera permitido la locura. Su cuerpo saludable, joven. Alejado de la muerte.

Me desprecio al escribirlo, pero a veces el cuerpo de Mario me da asco. Tocarlo me cuesta tanto como le cuesta a él mirarse en el espejo. Su piel reseca. Su silueta huesuda. Sus músculos blandos. Su calvicie repentina. Yo estaba preparada para que envejeciéramos juntos, no para esto. No para dormir con un hombre de mi generación y despertar junto a un anciano prematuro. Al que sigo queriendo. Al que ya no deseo.

Sé que lo que estoy haciendo es miserable. Supongo que voy a sentir unos remordimientos extremos. Muy bien: todo es extremo. Porque ahora, esta noche, lo único que he sentido es un placer bestial, imperdonable. Y mañana no sé. Y pasado mañana estaré muerta.

El poder de Ezequiel no se entiende al contemplarlo sin ropa. Hay que conocerlo en movimiento. Gesticulando, acercándose, asaltando. Su físico refuta el platonismo. Es atrevido, no musculoso. Intenso, no atlético. Lo irresistible es su convicción. Que me empuja a ignorar mis propios defectos. Eso es fundamental en la cama con un hombre. No lo que yo vea en su cuerpo: lo que él logre que yo vea en el mío. Con Ezequiel me adoro. Y me concentro en los actos. Y todos esos actos son, Dios mío.

Recuerdo que al principio, cuando éramos muy jóvenes, Mario me intimidaba. Su robustez. Su armonía. Jamás había tenido enfrente un desnudo tan bello. Pero, en la cama, no lograba entregarme del todo. No encontraba el desorden. Era como abrazarme al cofre del tesoro y ser incapaz de abrirlo. Yo tenía la esperanza de que, viviendo juntos, mis sensaciones mejorarían. Y mejoraron, aunque no demasiado. Ahora pienso que, como su físico me parecía más admirable que el mío, en el fondo nunca dejé de escabullirme, seleccionar mis perfiles, posar en parte. Con Ezequiel me doy permiso para ser común. Vulgar. Fea. Excitantemente fea.

Necesito tocarme. O voy a seguir dando rodeos, sin llegar al punto.

 

 

Ahora. Bien. El punto.

Lo de Ezequiel no encaja en las categorías previstas en la industria del porno. Lo suyo es algo distinto. A él le gustan los granos. Los talones sucios. Los movimientos de la celulitis. Los pelos en todas partes. Como esos que se encarnan en las ingles, parecidos a cabezas de alfileres. Hasta los pedos, le gustan. Es algo extraordinario. Todo lo que se pueda oler, sorber, apretar o morder intensamente, a él le parece digno de la mayor admiración. Me mastica las axilas. Me lame las piernas sin depilar. Me chupa los pies con heridas de las sandalias. Respira en mi ano. Se frota la verga con las asperezas de mis codos. Eyacula en mis estrías. Dice que todo eso, la abundancia de mis imperfecciones, proviene de la salud.

Hoy, en su casa, me explicó que cada día ve tantos cuerpos secándose, perdiendo brillo, degradándose poro a poro, que ha terminado por excitarse con lo más vivo, con todo lo que rebosa del cuerpo con entusiasmo. Que para él la belleza era eso.

Mientras hablábamos me puse en pie, desnuda, frente al espejo del armario. Ezequiel, un poco sudoroso todavía, seguía acostado con las manos por detrás de la nuca. Tenía los pies en cruz y me miraba mientras yo me miraba. Repasé los detalles que más odio de mi cuerpo. La orientación asimétrica de los pezones. La cicatriz de la cesárea. Esa flacidez en la cara interna de los muslos. Ese odioso bultito encima de las rodillas. Las pantorrillas demasiado anchas. Los callos perennes en los dedos meñiques. Después me observé de perfil. Me fijé en los pliegues del vientre. En la atenuación de las nalgas, como si les hubieran absorbido la musculatura a los costados. En la pérdida de redondez de los pechos, cada vez más largos y huecos. Tetas de calcetín, las llamábamos con mi hermana cuando nos burlábamos de las señoras mayores. Me vi bastante horrible. Y esta vez no me importó.

Le confesé a Ezequiel que, desde hace un par de años, tiendo a mirarme demasiado en el espejo. Que he vuelto a prestarle tanta atención como cuando era adolescente. Que con frecuencia me sorprendo examinando mi desnudo, evaluando si podría seguir considerándose deseable. Le pregunté si creía que hacía mal. Él me respondió que al contrario. Que hay que mirarse todos los días. Y comprobar cómo vamos declinando, cómo perdemos formas, cómo nuestra piel se va volviendo áspera. Que sólo así podemos comprender y aceptar el paso del tiempo.

A mí me pareció que su respuesta era más bien desagradable. Y nada seductora. Y que en el fondo, haciéndose el científico, estaba llamándome vieja. Me ofendí. Lo insulté. Me excité. Después me insultó él. Después me penetró contra el espejo del armario. Después lloré. Después le di las gracias.

 

 

Llevaba todo el día angustiada porque Mario no atendía el teléfono. Al final me ha devuelto la llamada. Han parado en Comala de la Vega y ahora van camino de Región. Lito dice que ha aprendido a adivinar el número de habitantes. Y que me echa de menos. Y que quiere un reloj Valentino no sé qué. Mario dice que se encuentra perfecto, sólo un poco cansado. Me habló en ese tono de serenidad forzada que pone cuando no tiene ganas de que le haga preguntas. Quise saber si había vomitado y se hizo el sorprendido. No soy Lito, le recordé molesta, ni tampoco soy estúpida. Entonces él me respondió que dos veces. Y cambió de tema. Me saca de quicio que Mario adopte esa actitud de control. Como si la enfermedad dependiera de nuestro grado de calma. Mario es un valiente, repiten sus hermanos como loros. Si fuera tan valiente, lloraría conmigo cada vez que hablamos.

En un momento de la llamada, Mario me preguntó qué tal estaba yo. Y en qué, añadió textualmente, me estaba entreteniendo. Era una pregunta inocente. Creo. Me quedé bloqueada. Se me hizo un nudo en la garganta. Y tuve que fingir que perdía cobertura.

 

 

«Se niega a aceptar gran parte del horror», asiento en una novela de Helen Garner, «pero ese horror no desaparece», de hecho el trabajo del horror es el contrario: reaparecer. «Así que otro tiene que vivirlo»: al evitar el tema de su muerte, Mario me lo traslada, me mata un poco a mí. «La muerte no debe negarse. Intentarlo es vano.» Y la alimenta. «Hace que la locura choque con el alma.» Como un camión contra otro. «Agota la virtud.» La deja estéril. «Y convierte el amor en una farsa.» Y ya no queda un solo abrazo limpio. Aquí enfermamos todos.

 

 

Lito me envía un correo precioso desde Salto Grande. Con sus frases sin comas, su ortografía rara. Lo echo de menos como nunca en mi vida, de una manera más parecida al dolor físico que a la ternura. Me siento saqueada por dentro. Como si todas esas energías que suelo poner en él, en mi adorable y revoltoso hijo, se hubieran extinguido por falta de destinatario. La gente sin hijos cree que los niños te sorben hasta la última gota (lo cual, doy fe, es cierto) pero ignora que esas fuerzas nuestras, que los hijos consumen como una cantimplora, son las mismas que antes les robamos a ellos. Se parece a un circuito de doble entrada. Sin Lito trabajo menos pero me canso más. Lo único que conecta mis baterías es el sexo con Ezequiel.

¿«Circuito de doble entrada»? ¿«Conecta mis baterías»? De pronto estoy hablando como Mario. Parece que el lenguaje se vengara de mí.

Criar a un niño y cuidar a un enfermo tienen eso en común: ambas tareas te demandan una energía que en realidad no es tuya. Te la infunden ellos mismos, su ansioso amor, su miedo expectante. Y la reclaman de ti como olfateando carne fresca. A veces tengo la sensación de que la maternidad es un agujero negro. Nunca basta lo que introduces ni sabes adónde va a parar. Otras veces, en cambio, me siento una vampira que se alimenta de su propio hijo. Que consume su entusiasmo para seguir creyendo en la vida.

Pero un hijo es también una alcancía. Por muy interesado que pueda sonar, una deposita en él su tiempo, sus sacrificios, sus esperanzas, confiando en que en el futuro produzcan gratitud. Discutí sobre esto con mi hermana, que volvió a llamar ayer. Me preguntó por Mario y me dijo que estaba buscando vuelos. Yo le dije que no se preocupara, que sé cuánto trabajo tiene en esta época del año. Me muero por que venga. Como de costumbre, terminamos hablando de nuestras respectivas familias. De nosotras dos no hablamos. Le dije literalmente que un hijo era una inversión. Ella me respondió que le parecía una idea horrible. Que la maternidad no podía entenderse en términos económicos. Y que no se me ocurriera decirle semejante cosa a Lito. Tampoco tendría nada de malo. Los hijos también especulan con su amor, viven haciendo cuentas de andar por casa: si me porto bien hoy, gano tal cosa; si me porto peor, me descuentan tal otra; si soy cariñoso con papi, tendré crédito por unos días; si soy cariñoso con mami, los dos podremos negociar con él. Somos así.

Día tras día una pone lo mejor que tiene (y lo peor) en su hijo. Y mientras tanto se pregunta: ¿Lo notará? ¿Le quedará? ¿Le hará algún bien? Y también, porque una no es ninguna santa: ¿Sabrá reconocérmelo? ¿Me lo agradecerá? ¿Querrá cuidar de mí?

 

 

Me pregunto si, quizá sin darnos cuenta, vamos buscando los libros que necesitamos leer. O si los propios libros, que son seres inteligentes, detectan a sus lectores y se hacen notar. En el fondo todo libro es el I Ching. Vas, lo abres y ahí está, ahí estás.

En una novela de Mario Levrero, me sobresalto al reconocer una idea familiar. La coincidencia de nombres entre el autor y mi marido impacta con más fuerza en mi memoria. El personaje está tendido junto a su amante. Percibe que ella no desea hacer el amor con él. Así que se limita a quedarse acostado de espaldas y tomarle la mano. Ella suspira de alivio. Y apoya la cabeza en su pecho. Entonces los dos tienen un instante de comunión absoluta, más allá de lo sexual o quizá posterior a lo sexual: «Podría ser más gráfico diciendo que esa noche tuvimos un hijo, no de la carne sino de la renuncia de la carne. Y a veces me estremezco pensando en que este ser puede estar todavía vivo, en su mundo, y quién sabe en qué asuntos. Sin embargo, intuyo que fue un ser efímero».

Recuerdo cuando Mario no quería tener hijos, o no estaba seguro de querer. Estábamos empezando y creíamos que nuestra soledad bastaba para llenar la casa. Nos pasábamos tardes enteras simplemente abrazados o tomados de la mano, mirando por la ventana. Cuando hablábamos del asunto, Mario me decía que nuestro hijo éramos nosotros. Que nosotros nos cuidábamos, nos criábamos. Sentíamos que habíamos creado algo anexo a nosotros dos. Esa especie de criatura que éramos ambos cuando estábamos juntos.

Al final fuimos tres. La casa se pobló. Y también algo, no sé qué exactamente, se desalojó entre nosotros. Y pronto nuestro hijo será huérfano. Y nuestro futuro parecerá un aborto.

 

 

A medida que ganamos confianza en la cama, Ezequiel se va revelando. Al principio eso me produjo un rechazo instintivo. Estuve a punto de prohibirle que volviera a tocarme. En su primer intento, discutimos a gritos. Falso: grité sola. Él mantuvo la calma. Ni siquiera se levantó mientras yo me vestía. Siguió hablándome despacio, con ese tono anestésico que tiene. Reclinado entre almohadas. Sonriente, desnudo. Con una ligera erección en diagonal.

Indignada, le pregunté si acaso le había parecido una sadomasoquista. Ezequiel se limitó a responderme: Si tuvieras mi trabajo, el sadomasoquismo te parecería lo más natural del mundo.

Superada la primera impresión, no pude evitar pensar en todo lo que me esperaba. En que tampoco tenía mucho que perder o, mejor dicho, en que ya no podía perder mucho más. Volví a sentirme como la primera noche que pasamos juntos, cuando Ezequiel elogió mi aplomo para sobrellevar la situación y me dijo: No puedo desviar los ojos de tus tetas ni de tu dignidad.

Accedí temerosa. Sólo por una vez. Apenas como prueba. Y con la promesa de que, en cuanto me sintiera incómoda, él pararía de inmediato. Eso hicimos. Eso me hizo.

Tardé poco en darme cuenta de que era exactamente lo que necesitaba. Recuperar mi cuerpo. Todo, no una parte. Un castigo integral. Un daño despertador.

Así que ahora estoy despertándome.

Él ansía golpearme y que yo lo golpee. De arriba abajo, de pies a cabeza. Me pide que lo penetre con toda clase de objetos domésticos. Cuanto más amenazantes parezcan, más lo entusiasman. Ezequiel me propone cosas que, hasta hace bien poco, me habrían parecido denunciables. Colecciona películas terribles que me excitan de una forma que más tarde me avergüenza. Idea masturbaciones que nos hacen sufrir juntos. Me hace pasar de la cosquilla al pánico, del jadeo a la súplica. Mientras nos revolcamos me dirige insultos que debieran repugnarme. Le interesa mi ano hasta unos extremos que me eran desconocidos. No me refiero al coito (eso ya lo probamos, con notable brusquedad, en nuestro segundo encuentro), sino a insospechadas exploraciones que comprometen los cinco sentidos. Digo cinco porque, además de mirar, tocar, morder y olerlo todo, Ezequiel, lo juro, oye la carne. Es algo que no había visto, ni por supuesto oído, nunca. Lo hace en cualquier parte de mi cuerpo. Pega la mejilla a la piel, pone la oreja así, como un ginecólogo atendiendo a las contracciones, y entrecierra los ojos. Y sonríe. No sé qué escuchará.

Dice la tradición que el sexo desemboca en la pequeña muerte. Ahora creo que quienes lo repiten no han sentido el placer del daño. Porque con Ezequiel me sucede lo opuesto: cada polvo provoca una resurrección. Nos agredimos. Nos ensañamos. Nos causamos mutuamente dolores para asegurarnos de que seguimos ahí. Y cada vez que confirmamos la presencia, el sufrimiento del otro, nos emocionamos igual que en un reencuentro. Entonces tengo unos orgasmos que me estiran los límites de la vida. Como si la vida fuese un músculo vaginal.

Quiero vengarme en carne propia.

 

 

El protagonista de una novela de Richard Ford observa en la cama a su amante. La percibe lejana o desilusionada. Subrayo su conjetura: «Quizá no sea extraño que, al ponerle límites a mi propio placer, pueda haber limitado también sus esperanzas».

Es verdad, el placer da esperanza. Quizá por eso tantos hombres nos dejan insatisfechas: su deseo no promete. Entran en la cama prevenidos. Como si se estuvieran yendo antes de haber llegado. Nosotras, aunque sólo sea por un momento, aunque no pretendamos nada más, tendemos a entregarnos por instinto o costumbre.

Eso es lo raro de Ezequiel. Que se da, se exprime, te exige. Y se nota que nunca espera nada.

Una suele dejarse ir y ni sabe por qué. Los hombres con los que te acuestas tampoco lo saben. En general se asombran o se acobardan. Como si, con la expansión de tu propio placer, les estuvieras pidiendo algo. Tampoco los culpo. Las mujeres somos una agonía. Quizá por eso sabemos cuidar a los enfermos: nos identificamos con su parte demandante. Quizá por eso mismo los hombres sean enfermeros tan torpes. La suciedad les da pánico porque los compromete. A nosotras parece que nos gustara mancharnos. De flujo, de sangre, de mierda, de lo que sea. Pobres nosotras, pobres ellos. Yo, si pudiera, elegiría ser un hombre. Y jamás me mancharía sin preguntar por qué.

 

 

Aún no he decidido si Ezequiel es un maestro del cinismo o un monstruo de la empatía. Cada noche, después de cenar juntos, hablamos de Mario. Me describe con infinita paciencia la evolución del mal, los problemas colaterales en los demás órganos, el estado general de sus defensas. Se esmera en resumirme los datos y busca ejemplos didácticos para asegurarse de que los comprendo. En esos momentos me cuesta sentirme infiel, porque parece que estuviéramos en una consulta a domicilio. Ezequiel se refiere con tanta delicadeza a los tratamientos paliativos, nombra a mi marido con tanto respeto, que empiezo a dudar de que considere ya no aberrante, sino siquiera verdaderamente inapropiada nuestra relación. Como si, para el minucioso doctor Escalante, velar por sus pacientes conllevase el deber carnal de atender a sus esposas.

Después de aclarar mis dudas médicas, él permite que me desahogue. Me observa llorar desde la distancia justa: ni demasiado cerca (para no invadirme) ni demasiado lejos (para no desampararme). En ese punto se abstiene de intervenir. Sólo me mira y, de vez en cuando, esboza una sonrisa. Diría incluso que hay cierto amor en ese silencio suyo. Un amor puede que enfermo, como impregnado de la materia con la que trata. Cuando se me acaba el llanto, me asalta la sensación de estar desabrigada. Entonces Ezequiel sí viene a protegerme, me da calor, me abraza, me besa el pelo, me susurra al oído, me acaricia, me aprieta, me mete la lengua en la boca, me desviste, me araña, se restriega contra mí, me rompe la ropa interior, me muerde entre las piernas, me inmoviliza los brazos, me penetra, me viola, me consuela.

Pienso en los orgasmos que estoy teniendo. No mejores o más largos. De otra naturaleza. Irradiados desde nuevos lugares. Estaba convencida de que nunca había experimentado nada semejante, hasta que hoy mismo acabo de recordar un posible antecedente: el polvo triste, quieto y emocionado que echamos con Mario el día que supimos lo que tenía. Casi el último, en realidad. Después apenas hemos querido o sabido hacer el amor entre tanta muerte. Aquella vez tuve un orgasmo anómalo. Como de otra mujer. Quizás ahí empezó todo esto. Aunque resulte abominable, además del dolor que compartíamos, me excitó imaginar que ese cuerpo que me penetraba y me hacía gozar estaba yéndose, era casi un fantasma.

Aquella noche hubo tormenta. Llovió de manera furiosa. Con bombardeo de truenos. Con temblor de árboles y cosas chocando. Lo escuchábamos todo desde el dormitorio mientras hacíamos el amor. En el instante final me sentí suspendida. Podía pensar con absoluta claridad. O más bien contemplaba las ideas que no había convocado. Mientras Mario empezaba a eyacular, alcancé a figurarme detenida en ese punto, fornicada para siempre. Sabiendo al mismo tiempo que, si fuera posible eternizarse así, nada tendría sentido. Ni siquiera el dolor, ni siquiera un orgasmo. Hubo un segundo ahí en que la tormenta me pareció alegre. Después los relámpagos me dieron mucho miedo.

Por no sentirme tan acomplejada ante los conocimientos científicos de Ezequiel, le he enumerado los distintos verbos que existen en español para nombrar un orgasmo. En Cuba, por ejemplo, le dicen venirse. Ese infinitivo me gusta porque sugiere un acercamiento a alguien. Es un verbo para dos. Y bastante unisex. En España le dicen correrse. Que supone más bien lo contrario. Despegarse al final, alejarse del otro. Es un infinitivo para machos. En Argentina le dicen acabar. Suena como una orden. Parece una maniobra militar. Tengo una amiga peruana que lo llama llegar. Dicho así, se vuelve casi una utopía (y muchas veces lo es). Como si estuvieras lejos o te hiciera falta más tiempo. Su marido dice darla. Interesante. Suena a ofrenda. O, siendo pesimista, a un favor que te hacen: ahí tienes. Siendo así, tampoco me extraña que mi amiga no llegue. En Guatemala se usa irse. Eso ya es un abandono declarado. Sólo les faltaría añadir: después de pagar. En otros países dicen terminar. Frustrante. Suena a que se abre la puerta, te interrumpen y te quedas a medias. En cambio aquí, quizá porque somos de frontera, le decimos cruzar.

¿Habrá lugares donde se nombre el orgasmo de las mujeres? ¿Donde se diga me inundo, me diluyo, me desordeno, me irradio?

Le pregunté a Ezequiel qué verbo prefería. Él contestó: Eso depende, profesora. Cuando estoy arriba, venirme. Si estoy abajo, llegar. Si te levanto en peso, acabar. Por detrás, correrme. Cuando me la chupas, terminar. Cuando la dejo afuera, irme. Depende.

 

 

Sin dormir. A las siete lo di por imposible y me levanté a ver cómo amanecía. Me pareció un amanecer demasiado repentino. En verano todo ocurre más rápido de lo que debiera.

Salí a la calle. Hacía calor. Esperé a que abrieran los comercios. De pie, frente a las puertas. Como una adicta. Compré de todo para pasado mañana. Pollo, pavo, ternera, queso no graso (para tener menos cargo de conciencia), yogures con pedacitos de fruta (Lito odia los naturales sin azúcar que me como yo), coca-cola (sin cafeína, por supuesto, que después no hay quien acueste al angelito), vino tinto del bueno, naranjas y pomelos, las legumbres de Mario (necesita mucho hierro), verduras de mí, dulces para todos. Después vi un conjunto transparente con liguero. Me lo voy a poner esta noche.

 

 

Llamo, llamo y no contestan. Cada vez que pasa esto, me imagino que él ya sabe todo y me castiga en silencio. Anoche soñé que Mario se encontraba a Ezequiel haciendo autostop en una carretera. Lo subía a su camión. Y los dos se iban juntos y me dejaban sola.

Lito no responde mis mensajes. Mario no me llama y Ezequiel tampoco. Me he tomado dos aspirinas y un antidepresivo. Y dos cafés cargados. No soy capaz de leer. Estoy caliente. Pienso mucho en tirarme por la ventana. Quiero que mi marido y mi hijo vuelvan ya mismo a casa y que no vuelvan. Quiero que esta casa vuelva a ser normal y nunca más voy a ser normal. No quiero ver más a Ezequiel. Quiero llamar a Ezequiel y pedirle que me la meta mal. Quiero que me lastime. Quiero que me quiera. No me importa lo que haga Ezequiel. Jamás me enamoraría de él. Ojalá se enamore de mí. Quiero tirarme por la ventana. Quiero lastimar. Algunas de estas cosas son ciertas.

Trabajar, trabajar. Es lo único que sé hacer. Hay que ser muy patética para odiar las vacaciones. Qué responsable eres, me dicen. Que se vayan a la mierda. Busco responsabilidades porque no puedo hacerme responsable de mí. A veces pienso que no merezco ser madre. A veces pienso que tuve un hijo para no tirarme por la ventana. A veces pienso que la enfermedad tenía que haberme tocado a mí. A veces pienso en que me la metan mal. Las que saben lo que quieren nunca quieren nada interesante.

 

 

Aleluya, han llamado, aleluya. Están bien. Todo bien. Estoy llorando. Lito come ensaladas. Mario me habló normal. No pasa nada. Mañana llegan. Ya mañana. Todo va a volver a su lugar. Voy a dejar la casa impecable. Les voy a preparar una cena increíble. Voy a leer un rato. Voy a mandarle un mensaje a Ezequiel.

 

 

Mensaje respondido. Todo en orden. En su casa, a las 10. Me gusta el 10. Es un número bonito. Parece un látigo apuntándole a un culo. Es nuestra última noche. La noche. El mundo es hermoso, horrible.