Amanece otra vez. No empieza nada.

Imposible dormirme. Será porque Mario y Lito por fin están en casa. O por mezclar pastillas. O porque ayer le anuncié a Ezequiel que no voy a verlo más.

Mientras escribo, Mario ronca desmesuradamente. Como si, al inspirar, buscase todas las fuerzas que le faltan. Hoy ese estruendo no me molesta. Así noto que está vivo.

Tiene ojeras, los rasgos muy marcados, poca barriga. Se le ve un color pálido que no parece venir de la falta de sol, sino de más adentro. Una especie de foco blanco bajo la piel. Ahí, entre las costillas.

Cuando Mario abrió la puerta, me asusté. No sé si realmente había vuelto tan desmejorado, o si yo esperaba encontrarme con un hombre corpulento que ya sólo existe en mi memoria. Él parecía de buen ánimo. Sonreía como antes. Tenía cara de misión cumplida. En cuanto lo besé me dieron ganas de llorar, irme corriendo. Necesité pasar rápido a Lito, apretarlo bien fuerte, concentrarme en sus mejillas suaves y sus manos blandas y su cuerpito ágil, para recuperar un poco la compostura.

Como tardaban en llegar y yo estaba cada vez más ansiosa, no había podido contener el impulso de llamar a Ezequiel. Fue en ese momento, casi al final de nuestra conversación, cuando le dije que no era posible continuar. Que estas semanas de soledad me habían alienado. Y que ahora debía volver a la rutina y a mis obligaciones familiares. Él me dio la razón en todo. Me dijo que no esperaba menos de mí. Que mi decisión era la correcta. Que me comprendía de corazón. Y después, sin alterar el tono de voz, se puso a describir lo que iba a hacerme la próxima vez que fuese a su casa. Yo me indigné. Él se rió y siguió diciéndome barbaridades, yo me puse a insultarlo, y el propio furor de los insultos se me fue convirtiendo en ganas de pegarle, de humillarlo, de montarlo. Él se puso a gemir con la boca pegada al auricular, yo empecé a tocarme. Entonces escuché los ruidos en la cerradura.

Mientras recalentaba la comida, examiné el interior del horno y pensé en Sylvia Plath. Descorché el vino. Encendí unas velas. Durante la cena, empecé a sentirme mejor. Lito no paraba de contarme anécdotas del viaje, entusiasmadísimo. Mario asentía con un brillo en los ojos. Si la noche hubiera terminado en ese instante, si, yo qué sé, de pronto el techo se me hubiera caído en la cabeza, habría cerrado los ojos creyéndome feliz.

Antes del postre los tres hicimos un brindis, riéndonos como una familia normal, y Mario le sirvió a Lito media copa de vino. No pude evitar preguntarme si habría hecho lo mismo durante el viaje. No me atreví a decir nada. Bebimos. Bromeamos. Disfrutamos del postre. Acostamos a Lito. Nos sentamos los dos juntos. Nos tomamos de la mano. Y nos quedamos charlando hasta que empezó a filtrarse un resplandor por las cortinas. Entonces Mario pareció apagarse de golpe.

Ahora ronca. Yo lo miro.

 

 

Lo abanico, lo alimento, lo baño, lo escucho, trato de adivinar qué siente. Y ya no sé, no sé qué hacer.

Esas ráfagas de dolor a lo largo de su cuerpo. Sin localización concreta, itinerantes. Me vuelvo loca buscando qué le duele. Como si el daño fuera otra piel.

Ya no sale a la calle. Lito pregunta qué le pasa. Yo le explico que papá ha vuelto agotadísimo del viaje y tiene mucha gripe. No sé si me cree. Se queda pensativo. A veces me habla de una gorra.

Las pastillas no bastan. Ni para él ni para mí.

 

 

Mañana vienen mis cuñados. Ellos opinan mucho, sobre todo por teléfono. Pero venir aquí y mirar a los ojos a Mario, eso lo hacen menos. Apenas tocan a su hermano cuando lo visitan. Como si su cuerpo fuese radioactivo.

Lito se va a poner contento. Le encantan sus tíos. Con Juanjo hablan de coches y ven juntos películas de acción. Unos espantos de Stallone. La cultura cinéfila de Juanjo es así de peculiar. Lo único digno de atención que ha hecho Stallone es una porno, creo. Con su tío más joven se encierran a buscar música en internet. Se llevan veinte años pero tienen la misma edad mental. A su otro tío lo trata menos. Tiene cientos de hijos y los viste igual a todos.

Mario también se alegra, claro. Pero en él la alegría se ha vuelto turbia. Hay que excavar para notarla. Aparece de pronto, por debajo de sus miradas hostiles.

Juanjo se va a quedar unos días en casa. Con sus noches.

Yo hago camas, hago masajes, hago comidas, hago conjeturas. Cada vez que me quedo a solas, apago mi teléfono.

 

 

Dentro de pocas horas llegan los hermanos de Mario. Con ellos también llega lo demás. Me llega Eso. Me está viniendo todo. De vez en cuando salgo del dormitorio para darme una ducha fría.

Acabo de conectar el teléfono.

 

 

No pude. Resistirme.

Y punto. Inútil justificarse.

Él estuvo comprensivo. Me dejó que le pegara. Después hablamos de cine.

Sólo me penetró al final, así, de golpe. Fue como curarse.

Localicé a una compañera que no me hizo preguntas. Aceptó llamar a casa a una determinada hora y, siguiendo mis instrucciones, preguntar por mí. Fingiendo algún quehacer, dejé que mis cuñados atendieran el teléfono. En cuanto me pasaron el auricular, tal como habíamos acordado, mi compañera colgó. Yo seguí hablando sola e inventé una reunión en su casa para preparar los exámenes. Me sorprendió su buena disposición. La hacía más modosita. Tiene tres hijos.

De eso hablamos, de cine. A Ezequiel no le gustan nada los clásicos. Se burla de mis gustos, los considera pedantes. Dice que cualquier bodrio en blanco y negro me parece una joya o el antecedente de algo. Que el cine actual no tiene esas coartadas. Que es bueno o malo. Y punto. Se me está pegando de él esa estúpida frase, y punto. Así enfoca la vida. Y el cine. Si los personajes sufren, le interesa. Si se divierten, se aburre.

Ezequiel me contó que acababa de ver una película con Kate Winslet. A él la Winslet lo pone fuera de sí. Dice que es lo más hermosa que puede ser una mujer corriente. O lo más flaca que puede ser una gorda. La Winslet tiene un amante que es eyaculador precoz (que es un hombre, en suma) y después de un polvo le recrimina: It’s not about you! Algo así como: ¡No se trata sólo de ti! Ezequiel me explicó que al principio le había parecido una buena frase. Pero que después se había dado cuenta de que era mentira. Una demagogia seudofeminista, dijo. Yo me puse en guardia, traté de contradecirlo, pero él siguió hablando sin inmutarse. Dijo que el problema de un eyaculador precoz es exactamente el contrario. Que el pobre es incapaz de disfrutar. Que ni siquiera sabe cómo. Que de lo que se trata es de aprender a mejorar el placer propio. De hacerlo más complejo. Que sólo así los hombres pueden hacer gozar también a las mujeres. «Hace falta ser buenos en la cama por puro egoísmo. Un egoísmo útil.» Eso me dijo. «Y después los demás te lo agradecen. Como la medicina.»

 

 

Casi no se levanta, tiene náuseas, y cuando se levanta tiene más. Es como si caminase sobre el borde de una tapia. La voz le tiembla. Sigue perdiendo peso coma lo que coma. Le duelen los músculos, los huesos, las venas. No podemos mantener la historia de la gripe. Él todavía se empeña en fingir. Sonríe como un muñeco cada vez que Lito se le acerca, saca el termómetro, hace bromas que a mí me dan ganas de llorar. He llegado a pensar que engañar a su hijo le causa cierto alivio. En esas mentiras, él todavía no está gravemente enfermo.

Yo cambio sábanas, cocino, callo. Voy y vengo como una sonámbula. Pienso cosas que no quiero pensar.

 

 

Acabo de dejar a Lito en casa de mis padres. Se va a quedar con ellos hasta que empiecen las clases. Prefiero evitarle este recuerdo. Si se lo llevan al chalet de la playa, mejor todavía. Ahí la infancia siempre parecía fácil. Mi hermana dice que está buscando vuelos.

Juanjo vino para quedarse con Mario. Cada vez que le explicaba algún detalle sobre el cuidado de su hermano, él me ponía cara de saberlo de sobra. A Juanjo le gusta tener la última palabra. No por los argumentos, sino por el énfasis. Necesita imponer su carácter más que su punto de vista. Por eso mismo es un hombre fácil de complacer. Últimamente se lo ve muy servicial. Tengo la impresión de que, de pronto, se ha reconocido en su hermano mayor. Como si hubiera identificado su propio peligro.

A la hora de salir, Mario apareció impecablemente vestido. Hasta se había lustrado los zapatos. Estaba serio y se movía con dificultad, poniendo atención en cada paso. Nos acompañó al garaje. Yo corrí al coche para que Lito no me viera la cara. Por el retrovisor, espié cómo Mario se agachaba para abrazarlo y dejaba apoyada la cabeza sobre su hombro. Parecía que estaba tocando un instrumento.

 

 

Mis padres dicen que Lito está bien. Mis padres dicen que ellos están bien. Mis padres siempre han creído que las cosas dan menos miedo cuando están bien. A mí no. A mí, cuando las cosas van bien, me parece que están a punto de empeorar y me asusto más todavía.

Cuando hablé con papá, me repitió prácticamente lo mismo que me había dicho mamá. Es chocante que, después de una vida entera casados, sigan entendiéndose así. Cada uno, por su cuenta, se ha ofrecido a instalarse en casa. A los dos les he dicho que no, que prefiero que cuiden a Lito y lo aíslen de esto. Mamá me ha insistido en que no intente cargar con todo. Papá me ha aconsejado que no trate de parecer más fuerte de lo que soy, porque eso va a dañarme más. A veces no soporto que mis padres sean tan comprensivos. Me frustra no poder reprocharles gran cosa. Me educaron con paciencia, respeto y comunicación. Es decir, me han dejado a solas con mis propios traumas. Como si, cada vez que busco culpables, ellos respondieran desde mi cabeza: Nosotros no hemos sido.

Lito me contó que su abuelo todavía juega al fútbol. Me lo dijo sorprendido. Que no corre demasiado, que se cansa, pero tiene puntería y patea con las dos piernas. El abuelo no está tan viejo, dijo.

 

 

Ya no quedaba más remedio.

Dudé. Dudé semanas. Día y noche.

No queda más remedio ni más nada. Él necesita ayuda. Yo necesito ayuda.

Pero no la que vino. Porque vino.

Se presentó con toda naturalidad. Yo le había rogado que me aconsejara por teléfono. Pero él insistió en verlo en persona. Dijo que era su deber y su paciente. Y me anunció un horario. Y colgó. Y, a la hora en punto, sonó el timbre.

Cuando le abrí la puerta, sentí una especie de mareo. No nos habíamos visto desde la visita de mis cuñados. Lo miré de arriba abajo. Con su traje a medida. Venía con el pelo un poco húmedo. Ezequiel me saludó como si apenas nos conociéramos. Pronunció mi nombre de manera neutra. Me dio la mano. La mano. Y subió al dormitorio. Al dormitorio.

Se sentó junto a Mario. Le hizo algunas preguntas. Lo ayudó a desabotonarse la parte superior del pijama. Lo auscultó delicadamente. Le recorrió el pecho con un estetoscopio. Le tomó el pulso, la tensión, la temperatura. Mario parecía confiar en él a ciegas. El tacto con que lo trató, la cautela con que le habló, la suavidad con que lo tocó fueron admirables. Despreciables. Ezequiel susurraba, Mario asentía. Yo los miraba desde el umbral del dormitorio. Ninguno de los dos me dirigió la palabra.

Y algo más. Algo que me sitúa al nivel de las ratas. De las ratas conscientes, por lo menos. Mientras observaba cómo Ezequiel tocaba a mi marido en nuestra cama de matrimonio, cómo deslizaba las manos sobre sus hombros, sus omóplatos, su abdomen, de repente sentí celos. De los dos.

Al final de la visita, Ezequiel habló conmigo a solas. Me describió sobriamente, con su voz de doctor Escalante, el estado general de Mario. Aumentó la posología de un comprimido. Suprimió otro. Hizo un par de recomendaciones prácticas. Y emitió su opinión sobre el internamiento. Y tenía razón. Y le di la razón. Y bajó las escaleras. Y volvió a darme la mano. Y se fue de mi casa.

La roedora.

 

 

Así que así era. Esto era. Estar ahí.

Me sorprende lo rápido que, en un lugar destinado a romper todos nuestros hábitos, establecemos nuevas rutinas. No somos animales de costumbres: el animal es la costumbre misma. La que muerde a su presa sin soltarla.

Paso ahí todas las noches. Trato de que Mario descanse. Le doy agua. Lo arropo. Compruebo que su pecho sube y baja. Lo escucho respirar. Cuando se duerme, leo con una linterna. Me da miedo apagarla. Me parece que se va a terminar algo.

Después del almuerzo paso por casa, y vuelvo al hospital para la cena. Mario prefiere quedarse solo por las tardes. Me ha insistido mucho en eso. No admite objeciones. Cada vez tolera menos discutir. A veces deja la vista ida, flotando. Mira algo que pareciera estar en su regazo. Una especie de mundo minúsculo que los demás no vemos.

Cuando entro en su habitación, vestida con la ropa que le gusta, peinada para él, siento que me mira con rencor. Como si mi agilidad lo ofendiera. ¿Cómo estás, mi amor?, lo saludé esta mañana. Aquí, muriéndome, ¿y tú?, me gruñó. Ayer me había contestado: Tragando mierda, gracias. Se niega a que le aumenten la morfina. Dice que prefiere estar despierto, que quiere darse cuenta.

Por más esfuerzos que haga, yo tampoco puedo mirar a Mario como antes. De pronto cada acto suyo, cada gesto tan nimio como bostezar o sonreír o morder una tostada, parece formar parte de algún lenguaje remoto. Ahora sus silencios me angustian. Les presto una atención extrema, trato de leerlos. Y nunca estoy segura de qué dicen. Pienso en qué me dirán cuando sólo me quede eso, un callar de fondo.

La compasión destruye a su manera. Es un ruido que interfiere en todo lo que Mario dice o no me dice. De noche, junto a su cama, no consigo dormirme oyendo ese ruido. Cuando se apaga la luz, una especie de resplandor rodea, o quizás oprime, cada cosa que él ha hecho. El pasado ya está siendo manipulado por el futuro. Es un vuelco que da vértigo. Una ciencia ficción íntima.

 

 

Anoche me llevé al hospital un ensayo que Virginia Woolf escribió sobre su propia enfermedad. Me preguntaba si ese texto iba a orientarme o a hundirme más. Pero intuí que iba a encontrar algo. Algo de ese lenguaje que ahora habla Mario. En las últimas páginas me quedé dormida. Cuando me desperté, no estaba segura de si realmente lo había leído. Hasta que vi los subrayados. Por la falta de apoyo y mi mal pulso, parecían tachaduras.

«Dejamos de ser soldados en el ejército de los erguidos, nos convertimos en desertores», esa es la ambivalencia de los enfermos, que explica por qué a veces me siento furiosa con él. Ha sido derribado, sí, le han disparado por la espalda. Pero la consecuencia es que se ha alejado de nosotros. Como si nos hubiera abandonado para irse a una guerra que nadie más conoce.

«La descripción de la enfermedad en literatura es obstaculizada por la pobreza del propio idioma. El inglés, que es capaz de expresar los pensamientos de Hamlet o la tragedia de Lear», digamos Alonso Quijano, De Pablos, Funes, «apenas tiene palabras para describir el escalofrío y el dolor de cabeza. El idioma ha crecido en una sola dirección. La más simple estudiante, cuando se enamora, tiene a Shakespeare o a Keats para hablar por ella», digamos Garcilaso, Bécquer, Neruda, «pero si un enfermo intenta describirle al médico su dolor de cabeza, el lenguaje se marchita de inmediato», ¿por eso esta necesidad desesperada de palabras?

«Qué antiguos y obstinados robles se desarraigan en nosotros por un acto de enfermedad», y esos grandes troncos caen para enfermo y cuidador, ambos pasan por un segundo quirófano donde les amputan algo parecido a las raíces. «Cuando lo pensamos, resulta de veras extraño que la enfermedad no haya ocupado su lugar, junto al amor y la guerra y los celos, entre los temas principales de la literatura», o quizá no tan extraño, ¿quién quiere encender un fuego con la leña de su propio árbol?

 

 

Desde que Mario duerme en el hospital, tengo que estar alerta por las noches. La abstinencia de ansiolíticos me electrifica los nervios. Algún día mi cabeza se apagará de golpe, como cuando salta un fusible. El sueño postergado empieza a degenerar en costumbre. En una especie de entrenamiento insomne. Mi estado habitual es esta mezcla de falta de descanso e incapacidad para descansar. Así que escribo.

A veces me quedo mirando a los pacientes y sus parientes, y apenas los distingo. No porque se parezcan (la salud salta tanto a la vista que una siente vergüenza frente a los enfermos), sino porque, en el fondo, ahí todos nos dedicamos a lo mismo: tratamos de salvar lo que nos queda.

Al cuidar a nuestro enfermo, protegemos su presente. Un presente en nombre de un pasado. De mí misma, ¿qué protejo? En ese punto entra (o se tira por la ventana) el futuro. Para Mario es inconcebible. Ni siquiera puede conjeturarlo. El futuro: no su predicción, sino su simple posibilidad. Es decir, su genuina libertad. Eso es lo que la enfermedad mata antes de matar al enfermo.

Ese tiempo desconocido, ese tramo de mí, es quizá lo que intento salvar. Para que todo lo mal hecho, lo no hecho, lo hecho a medias, no me aplaste mañana. A los cuidadores el futuro se nos ensancha como un cráter que va ocupando todo. En su centro ya está faltando alguien. La enfermedad como meteorito.

¿Qué hacer? La acción parece drásticamente clara: cuidar, velar, abrigar, alimentar. ¿Pero y mi imaginación, que también ha enfermado? ¿Me equivoco anticipándome, ensayando una y otra vez lo que vendrá? ¿Eso me prepara para la pérdida de Mario? ¿O me arrebata lo poco que me queda de él?

Una vez, hace tiempo, le hablé de esto a Ezequiel cuando era sólo el doctor Escalante. Estábamos en su consulta. Mario había ido al baño. Yo aproveché para preguntarle sobre la conveniencia de mis anticipaciones. Recuerdo que Ezequiel me dijo: Si hoy no estás en el presente, mañana no vas a saber estar en el futuro. A mí me irritó un poco ese tonito zen. Le pedí que fuera más concreto. Pero Mario volvió del baño. Y Ezequiel sonrió y no dijo nada más.

 

 

Me topo todo el tiempo con libros apropiados para el hospital. No me refiero a libros que me distraigan (distraerse en un hospital es imposible), sino que me ayuden a comprender qué demonios hacemos ahí. Donde no sé si deberíamos estar. Donde lo traje para dejarlo en manos ajenas. Ahora, cuando leo, lo busco a él. Los libros me hablan más de lo que nos hablamos. Leo sobre enfermos y muertos y viudos y huérfanos. La historia entera de los argumentos cabría en esa enumeración.

«Sacó una jeringa», subrayé anoche en un cuento de Flannery O’Connor, «y se dispuso a encontrar la vena, tarareando un himno mientras hundía la aguja», cuando a Mario lo pinchan soy incapaz de mirar, suelen hablarle de cualquier otra cosa mientras lo hacen, y a mí me da la impresión de que a la vena le llega también lo que le dicen. «Yacía ahí, con una mirada entre indignada y rígida, mientras la intimidad de su sangre era invadida por aquel idiota», Mario dice que lo que más odia del hospital es cómo, mientras va empeorando, todo el mundo se cree en la obligación de ponerle cara de optimismo. «Se asomó al cráter de la muerte», ¡el cráter!, «y, mareado, volvió a caer sobre su almohada», de vez en cuando Mario estira el cuello, levanta la cabeza y la deja caer de nuevo.

Cada noche, entre párrafo y párrafo, miro dormir a Mario y me pregunto qué sueña. ¿Se soñará distinto en una cama de hospital? Porque leer, de eso no hay duda, se lee muy distinto.

 

 

Frío, siempre frío, tiene frío en verano, aunque lo tapen, tiembla. Es como si la piel no lo abrigara.

El calor puede ser una sensación extrema, pero no acusa a nadie. Si alguien lo padece, el otro no se siente en falta. Cuando Mario se enfría, yo en cambio siento que le fallo. Que debería arroparlo y no sé cómo. Pregunto si no se podría encender la calefacción, y las enfermeras me miran con lástima.

Me cuesta salir de ahí. Dentro del hospital mantengo mi misión. Mi misión me mantiene. La vida se vuelve más difícil afuera. No sé si existirá algún nombre para ese secuestro. ¿Síndrome de Fleming? Cuando no cuido a nadie, nadie me cuida.

Cada tarde, al abrir la puerta y colgar el bolso en el perchero, me doy cuenta de lo grande que va a ser esta casa. La recorro vacía. Parece decorada por extraños. No sólo faltan mi marido y mi hijo, al que llamo de forma compulsiva. Yo también falto aquí. Las cosas parecen intactas, pero el tiempo se ha arrojado sobre ellas. Como un museo de nuestra propia vida. Yo soy su única visitante y también una intrusa.

No hay nadie aquí. No hay nadie en mí. La que llora, la que come, la que duerme una siesta, la que va al baño es otra. No me decido a ver a mis amigos, porque siempre me preguntan lo mismo. Ni tampoco a huir de ellos, porque me da miedo que dejen de preguntarme. Cuando me acuesto, mientras cierro los ojos, fantaseo con que no me despierto. En cuanto abro los ojos, el techo se me cae encima.

Necesito una agresión. Necesito que alguien me recuerde que estoy en mí. Necesito a Ezequiel como a una raya. Como un gramo, un kilo, un cuerpo entero. No hablo de amor. El amor no puede entrar en las deshabitadas. O entra, y no encuentra nada. Hablo de asistencia urgente. De reanimación eléctrica. Necesito pegar y que me peguen. Quiero que me ultrajen tanto que ya no me importe. Quiero ser virgen, no haber sentido nada.

 

 

Pongo la radio. No escucho las voces. Enciendo la televisión. No miro las imágenes. Voy de youtube al banco, de facebook a los libros, de la política al porno. La rueda del ratón tiene algo de clítoris. Hay cierto olvido en la punta del dedo. Ojeo titulares, contemplo la catástrofe del mundo a través de un cristal, me deslizo a lo largo de su superficie. Intento absorber la ausencia de dolor por no ser la que sufre en otros lugares, en otras noticias. ¿Obtengo algún consuelo? Sí. No. Sí.

En la inercia de hacer búsquedas para averiguar qué busco, casi sin darme cuenta, tecleo: ayuda.

El primer resultado es «ayuda psicológica». Terapia online.

El segundo resultado es la entrada wikipédica que define y clasifica la palabra ayuda.

El tercer resultado es una ayuda para configurar bandas anchas.

El cuarto resultado remite al centro de asistencia de twitter: «Primeros pasos», «Problemas» y «Reporta violaciones». Parece la secuencia de una agresión.

El quinto resultado ayuda a editar contenidos. En caso de que el usuario tenga algún contenido.

El sexto resultado es del propio buscador: ayuda para buscar.

No navego. Naufrago.

 

 

«Hasta ahora», subrayé en una novela de Kenzaburo Oé, «una sirena había sido siempre un objeto móvil: aparecía a lo lejos, pasaba a toda velocidad, se alejaba» y desaparecía por completo, mientras yo le dedicaba, como mucho, un instante de ligera compasión al sufriente imaginario y lo olvidaba, como se olvida un sonido que deja de oírse. «Ahora, en cambio, llevaba una sirena adherida al cuerpo como una enfermedad», la enfermedad girando sobre sí misma, mi espalda transportándola. «Esa sirena nunca iba a alejarse.» Cada vez que me cruzo con una ambulancia, tengo miedo de que venga a buscarnos.

 

 

Dentro de un rato vuelvo al hospital. Apenas me ha dado tiempo de pasar por casa, ducharme y cambiarme de ropa. Esta tarde no he dormido la siesta.

Él acepta siempre. Pero nunca toma la iniciativa de llamarme. Sus únicas iniciativas conmigo (y parece reservárselas, hibernarlas bestialmente) tienen lugar en la cama. Le he preguntado si es parte del protocolo, o qué. Ezequiel se limitó a responderme: Esto depende de ti.

Cada vez que me acuesto con él, no sólo me siento traidora por Mario. También por Lito. Tengo la sensación de que lo descuido, de que lo abandono, cuando Ezequiel me penetra. Como si, al hacerlo, me recordara que soy madre. Entonces siento el impulso de pedirle que me penetre más fuerte, más hondo, para que me devuelva a mi hijo. Tengo orgasmos monstruosos. Me hacen mal. A él le parece bien. Lo encuentra saludable.

Cuanto más veo a Ezequiel, más culpable me siento. Y cuanta más culpa siento, más me repito que yo también merezco alguna satisfacción. Que, desde tiempos remotos, los más respetables padres de familia han disfrutado de sus amantes, mientras las imbéciles de sus esposas cumplían con la obligación de serles fieles. Y más me empujo a mí misma a evadirme con Ezequiel. Aunque sepa que al final no me evado de nada.

 

 

Cada día, en algún momento, las puertas de las habitaciones se cierran. Todas. A la vez. Entonces una camilla metálica atraviesa el pasillo. Una camilla cubierta por sábanas.

Me asomo y veo pasar esas camillas con una mezcla de horror y alivio. Espío a los auxiliares empujándolas, escucho girar las ruedas. Todos los días se llevan a alguien. Todos los días traen a un sustituto. Ese río de cadáveres aísla nuestra habitación, en la que todavía estamos a salvo. Ese río también me anuncia que, en algún momento, desde alguna habitación, alguien asomará la cabeza para verme caminar detrás de una camilla. Y obtendrá la misma tregua inútil que yo ahora.

Sabiendo qué pasará, y cómo, y dónde, cualquier gesto tiene un fondo de engaño. Le llevo periódicos, películas, dulces. Llamamos a Lito, charlamos con sus hermanos, hablamos de buenos recuerdos. Le sonrío, lo acaricio, le hago bromas. Me siento como si formara parte de una conspiración. Como si, entre todos, estuviéramos obligando a un moribundo a hacer como que no se muere.

Tengo la impresión de que las familias, quizá también los médicos, tranquilizan a los enfermos para defenderse de su agonía. Para amortiguar la alteración excesiva, insoportable, que provoca la fealdad de la muerte ajena en plena vida propia.

 

 

«Escribir sobre la enfermedad», subrayé anoche en un ensayo de Roberto Bolaño, «sobre todo si uno está gravemente enfermo, puede ser un suplicio. Pero también un acto liberador», espero que a los cuidadores nos surta el mismo efecto, «ejercer la tiranía de la enfermedad», de eso nunca hablamos, y es verdad: todo oprimido necesita oprimir, todo amenazado desea amenazar, todo enfermo ansía perturbar la salud ajena, «es una tentación diabólica», también los cuidadores tenemos tentaciones, sobre todo diabólicas.

«¿Qué quiso decir Mallarmé cuando dijo que la carne es triste y que ya había leído todos los libros? ¿Que había leído hasta la saciedad y había follado hasta la saciedad? ¿Que, a partir de determinado momento, toda lectura y todo acto carnal se transforman en repetición?», lo dudo mucho, ese momento sólo podría ser el matrimonio, «yo creo que Mallarmé está hablando de la enfermedad, del combate que libra la enfermedad contra la salud, dos estados o dos potencias totalitarias», la enfermedad no sólo se apodera de todo, también relee todo, provoca que las cosas nos hablen de ella. «La imagen que construye Mallarmé habla de la enfermedad como resignación de vivir. Y para revertir la derrota opone vanamente la lectura y el sexo.» ¿Qué otra cosa podríamos oponer?

 

 

Estábamos los dos boca arriba en su cama, hombro con hombro, empapados, recuperando el aliento, flotando en ese olvido que dura poco. Yo trataba de ir del cuerpo hacia la idea. Pienso mejor cuando acabo de sentir todo el cuerpo.

Le pregunté si, más allá de la genética, él creía que en enfermedades como la de Mario existían factores psicológicos. Algunas teorías, me respondió Ezequiel, dicen que enfermamos para comprobar si nos quieren.

Me vestí y di un portazo.

Llamé llorando a mi madre. Me dijo que hacía muy bien en desahogarme. Más tarde, como intuyéndonos, llamó mi hermana. Me preguntó por Mario y me habló de unos vuelos que acababa de encontrar.

 

 

Cuando lo contemplo, flaco y blanco como una sábana más, a veces pienso: Ese no es Mario. No puede ser él. El mío era otro, demasiado distinto.

Pero otras veces me pregunto: ¿Y si ese, exactamente, fuera Mario? ¿Y si, en lugar de haber perdido su esencia, ahora sólo quedase lo esencial de él? ¿Como una destilación? ¿Y si en este hospital estuviéramos malentendiendo los cuerpos de nuestros seres queridos?

 

 

Acabo de despedir a Ezequiel desde la puerta de casa, nuestra casa, como si fuese la cosa más natural del mundo, como si no tuviésemos vecinos, después de hablar con él, discutir con él, revolcarme dos veces con él, en nuestra cama de matrimonio. Diría que me doy asco. Pero, para decir algo así, haría falta tener un poco de dignidad.

Todo empezó con un café. Le mandé un mensaje y él respondió en el acto. Que hoy se estaba acordando muchísimo de mí. Que me hacía falta un poco de compañía. Que no estaba lejos de mi casa. Que un café por lo menos. Que, que.

Me parece que él venía buscándolo. Que lo excitaba la idea de llegar hasta aquí. Bueno: ya está. Ya no nos queda nada más que mancillar.

Por Dios, ¿él venía buscándolo?

Voy a tomarme un par de pastillas. Tampoco hay demasiado que recomponer.

 

 

«En la cama, de noche», subrayé en una novela de Justo Navarro, «me aplastaba el horror de las cosas que seguirían siendo exactamente iguales a cuando yo estaba aunque no estuviera», sé que Mario está muerto de miedo de morirse durmiendo, que por eso no se duerme, «entonces me contaba los dientes con la punta de la lengua para quitarme el miedo a estar muerto, y me dormía contándome los dientes. Y me despertaba: el miedo era más grande antes de abrir los ojos», cada noche intento que se duerma y me asusto cada vez que se duerme, me esfuerzo para que descanse y después ruego en silencio para que todavía no descanse del todo. Hay esperas que son como una muerte lenta. Me asfixia estar esperando una muerte para reanudar mi vida, sabiendo de sobra que, cuando suceda, voy a ser incapaz de reanudarla.

 

 

Anoche soñé que Ezequiel auscultaba a mi marido, oía algo en su piel, lo operaba de urgencia y le extraía minúsculos fetos.