Día 15 a las 19:50 horas.
Día 15, 7:50 pm.
El quince a las ocho menos diez.
¿Quieren decir algo estos números?
¿Entiendo qué ha pasado si digo «día 15» o «19:50 horas»? ¿La realidad era otra a las 19:49? ¿El mundo cambió en ese minuto? ¿Por qué releo una y otra vez estos datos, leo «día 15», leo «19:50», y sigo sin entender qué significan?
Iba a escribir, pero no.
Ningún deseo de leer.
Hoy tampoco.
Fue así.
Salía de la ducha. Estaba vistiéndome para pasar la noche en el hospital, cuando sonó el teléfono. Era Juanjo. Hablaba rápido o yo entendía lento. Que el monitor. Que los sueros. Que el oxígeno. Que acababan de entrar dos enfermeras. Que no podía articular palabra. Que le estaba costando mucho respirar.
Colgué el teléfono. Lo primero que me vino a la mente nunca podré perdonármelo.
Pensé en terminar de secarme el pelo.
El pelo. Mi cabeza.
Pedí un taxi. Tardaba. No lo esperé. Salí a la calle. Crucé mal. Me interpuse entre un taxi libre y una señora. La señora me lo recriminó. Yo me ofendí. Murmuré algo sobre la respiración artificial. Me metí en el coche. Arrancó. Había tráfico por todas partes. Íbamos despacio. A veces ni superábamos la velocidad de los transeúntes. Yo veía cambiar los números en el taxímetro. De golpe me bajé. Me bajé del coche y corrí. Sonó el teléfono. Casi me desmayo. Atendí aterrada. No era Juanjo. Era la compañía de taxis. Querían saber dónde me había metido. El conductor llevaba un buen rato esperándome en la puerta. Le grité a la mujer de la compañía de taxis. Le grité mientras corría. La insulté sin parar. La gente me miraba. La mujer colgó. Seguí corriendo. Sudaba a chorros. Me pinchaban las piernas. Me latía todo el cuerpo. Por la garganta me subía una mezcla de ardor y congelamiento. Me pareció que iba a escupir un pedazo de algo. Algo que rebotaba. Mientras corría así pensé en Mario. Ahora sí. Completamente. Sólo en él. En su boca. Su nariz. Su aliento. En su respiración. Intenté ayudarlo. Traté de respirar con él. Me ahogaba. Nos ahogábamos. Imaginé mi boca sobre su boca. Mis pulmones y los suyos. Imaginé que soplaba. Que soplaba tan fuerte como para levantarlo de la cama, como para impulsarme hasta el hospital.
Al final llegué a tiempo.
Nunca llegamos a tiempo.
Así fue el día quince hasta las ocho menos diez. La noche fue peor.
Había que llamar a la funeraria para comprar el ataúd. Y a los diarios para dictar las esquelas. Dos tareas elementales, inconcebibles. Tan íntimas, tan lejanas. Comprar el ataúd y dictar las esquelas. Nadie te enseña esas cosas. A enfermar, a cuidar, a desahuciar, a despedir, a velar, a enterrar, a cremar. Me pregunto qué mierda nos enseñan.
Primero fue la funeraria. O, para ser precisa, las funerarias. Porque hay muchas. Muchísimas. Todas con ofertas diferentes. Te facilitan los contactos desde el propio hospital. Como si fuera parte del tratamiento. Con la misma eficacia con que aplican enemas.
Algunas funerarias te piden menos por el cajón, pero más por el transporte al cementerio. Otras te regalan el transporte al cementerio, pero te cobran más por alquilar el recinto del velatorio. Otras te hacen descuento para el velatorio, pero no tienen ataúdes de gama baja. Otras parecen más caras, pero su tarifa incluye los impuestos. Entonces te enteras de que las tarifas anteriores, que parecían más económicas, no incluían los impuestos. Y así, vuelta a empezar. Y las colas de huérfanos y viudos van y vienen. Si morirse es otro trámite, prefiero los rituales de cualquier tribu exótica.
Número tras número, mientras consultas, anotas, desconfías y cuelgas, no dejas de sentirte, ni por un solo instante, la criatura más mezquina de la tierra. Incapaz de ofrecerle un buen descanso a la persona amada, a la persona que tampoco has salvado. Sospechas que estás cometiendo una atrocidad al regatear en un momento así. Que lo más digno sería asumir en silencio el chantaje y entregarse al dolor. Pero, al mismo tiempo, como si te acuchillaran por el otro costado, te indigna el zafio oportunismo del negocio, el lucro carnicero con tu pérdida. Entonces vuelves a buscar alguna cifra que te suene razonable (¿cuánto vale una muerte razonable?, ¿qué es un muerto caro?), una cifra, digamos, que no obligue a tu muerto a fingir una riqueza que no tuvo. Y vuelta a empezar con las llamadas, mientras las colas de huérfanos y viudos siguen yendo y viniendo.
Al final, en mitad de una llamada a una funeraria cualquiera, me arrepentí de todos mis cálculos, contraté la primera tarifa que me propusieron, di mis datos personales, di mi número de tarjeta de crédito, di las gracias, colgué y, en el acto, me arrepentí de haber aceptado un precio que Mario jamás hubiera aceptado.
Dictar las esquelas no fue más fácil. Dictarlas: pronunciar una muerte cercana en tercera persona. Hacer como que las lees mientras vas redactándolas. Simular que no sabías que tu marido ha muerto, y que estás enterándote por medio de esas líneas. Él, en tercera persona, tu ser amado, en segunda persona, que nunca más va a existir en primera persona. La gramática no cree en la reencarnación. La literatura, sí.
Debía dictar la esquela rápido, me dijeron. O iba a tener que esperar un día más, me explicaron. Si no tenía preparado el archivo con el texto, se lamentaron, entonces no quedaba otro remedio que improvisarla en el acto. El diario estaba en horario de cierre, me informaron. Había tiempo para insertar una esquela normal, una de contenido religioso, se corrigieron, de esas en que se ruega una oración por el alma de, etcétera, me recitaron. Pero ya no queda tiempo, señora, se impacientaban, para ponerse a innovar el molde.
Mientras improvisaba el texto de la primera esquela, me entraron tentaciones de pronunciar mi nombre en lugar del de Mario.
La última esquela tuve que dictársela a un becario gangoso, porque ya no quedaba nadie más en la redacción. Y era cuestión, me dijo, de midutos. Que si no la despachábamos ya mismo, la esquela no entdaba. Cuando el becario dijo entdaba, yo escuché enterraba. Que la esquela no enterraba. Al final se ofreció a leerme el resultado, para asegudarse de que el texto era codecto. Lo escuché recitado en su voz, en la voz de un gangoso que era quizá la persona más amable de todas las que me habían atendido esa noche, escuché mi esquela llena de aparentes erratas y equívocos inimaginables. Entonces tuve un espasmo de risa, una serie de contracciones musculares que no lograba controlar, como si me hubiera enredado en un cable eléctrico, y el becario gangoso me preguntaba si estaba bien, y yo le contestaba que sí y me electrocutaba de risa, y uno de mis cuñados me alcanzó un vasito de plástico y un sedante.
Salí a la calle para respirar aire fresco. No noté ninguna diferencia entre el exterior y el interior. Llamé a casa de mis padres. Primero hablé con Lito. Le dije que faltaba muy poco para vernos. Que dentro de un par de días mamá iba a ir a buscarlo con el coche, y que a medio camino íbamos a parar para comernos una hamburguesa doble. Disimulé mal. Después le pedí que me pasara a la abuela. Cuando mamá atendió el teléfono, lloré durante un rato. No nos dijimos nada. Hasta cuando se calla, mamá sabe qué decir. No voy a llegar a vieja sabiendo tanto. O no voy a llegar a vieja. Después llamé a mi hermana. Por la diferencia horaria, la desperté. Me dio el pésame con la boca pastosa y me habló de aviones, escalas, fechas. Después llamé a varias amigas. Me consolaron con las palabras justas. Dos de ellas vinieron en taxi. De pronto sospeché que, si me habían consolado con tanta propiedad, era porque llevaban meses ensayando qué decirme. Eso me hizo sentir peor. Después pensé en Ezequiel. Le mandé un mensaje y apagué el teléfono.
Mis cuñados me esperaban frente a la entrada del tanatorio. Los encontré discutiendo. La funeraria acababa de llegar, pero había un problema: nos habían traído un ataúd con cruz católica. Un crucifijo enorme a lo largo de la tapa. Yo les aseguré que había encargado uno liso. En realidad no estaba tan segura. Tenía la sensación de estar soñando todas las conversaciones. A Juanjo le parecía perfecto el ataúd con cruz, como hubieran querido sus padres. Su hermano menor se oponía. El del medio opinaba que quien debía decidirlo era yo. ¿Entonces qué hacemos, señora?, me preguntó el empleado de la funeraria. Yo contesté sin pensar, como si alguien me lo hubiera dictado: Que sea lo que Dios quiera. Juanjo se lo tomó como una burla y se alejó. Le oí murmurar: Y encima de todo, blasfema.
Del velatorio prefiero no opinar. Silencio. Familia. Crematorio.
Busco velar en el diccionario. La tercera acepción es absurda: «Pasar la noche al cuidado de un difunto». Como si, en vez de atender a las visitas, atendiéramos al muerto.
Absurda y exacta.
No había leído absolutamente nada desde aquel día. Para qué. Siempre he creído que los libros, todos, hablaban de mi vida. Qué sentido tendría leer sobre algo que ya no me importa.
Pero ayer, en un cajón de su mesita de noche, encontré una novela que Mario había dejado a medias. Y sentí el deber de terminarla. Era una novela de Hemingway, autor al que detesto. La empecé exactamente donde él la había interrumpido. Fue extraño ir deduciendo la otra mitad.
Hoy he vuelto a las pastillas.
He llorado una piedra.
Desde que Lito está en casa, aunque parezca una contradicción, la ausencia de Mario es más evidente. El tiempo que pasé aquí sola tuvo algo de simulacro. Su excepcionalidad postergaba el regreso a la costumbre. Lo más doloroso son las conversaciones con mi hijo, cuando hablamos de la muerte en la cocina.
Él me pregunta cómo un camión tan grande pudo haberse abollado. Yo le digo que a veces las cosas grandes son las que más se rompen.
Él me pregunta cómo Pedro está igualito que antes, si tuvo un accidente tan grave. Yo le digo que su tío lo ha arreglado muy bien en el taller.
Él me pregunta si va a poder viajar otra vez en Pedro. Yo le digo que a lo mejor más adelante.
Él me pregunta si puede irse con la pelota al parque. Yo le digo que vaya. Pero mi hijo no se mueve de la cocina. Se queda ahí, sentadito, mirándome.
He tirado su ropa. Excepto las camisas, no sé muy bien por qué. Metí todas sus cosas dentro de bolsas de basura, casi sin mirarlas, y las dejé en un contenedor. Subí a casa. Hice la cena. Después de acostar a Lito, bajé corriendo a la calle. Los contenedores ya estaban vacíos.
Una compañera me había recomendado Los niños tontos de Ana María Matute. El título me desagradaba un poco. Ahora entiendo por qué me insistió tanto en que lo leyese. La muerte y la infancia rara vez se tratan juntas. Los adultos, ya no digamos las madres, preferimos que la infancia sea ingenua, agradable y tierna. Que sea, en suma, al revés que la vida. Me pregunto si, por evitarles el contacto con el dolor, no estaremos multiplicando sus futuros sufrimientos.
«Era un niño distinto», subrayo mientras pienso en lo que me cuentan las maestras de Lito, «que no perdía el cinturón, ni rompía los zapatos, ni llevaba cicatrices en las rodillas, ni se manchaba los dedos», me cuentan que en los recreos no sale al patio, que no parece interesado en jugar con los demás, que se queda dibujando en un cuaderno o mirando por la ventana, «era otro niño, sin sueños de caballos, sin miedo de la noche», y que a veces se queda callado, muy quieto, con el ceño fruncido, como a punto de sacar alguna conclusión a la que nunca llega.
Pero no me importan mis dudas. Me gustaría cuidarlo igual, protegerlo de todo, abrazarlo en el patio, hablarle como a un bebé, engañarlo, malcriarlo, borrarle toda muerte, decirle: A ti no, hijo, a ti nunca.
Anoche soñé que llegaba a casa (aunque la casa era más grande y tenía un jardín con naranjos), abría la puerta y Mario me recibía disfrazado. Era una fiesta y todos los invitados iban vestidos de esqueletos. Alguien me daba un disfraz. Yo me lo ponía. Entonces Mario me contaba que su muerte había sido una broma, y a los dos nos entraba un ataque de risa, una risa violenta, a sacudidas, y poco a poco las carcajadas nos iban desmontando el esqueleto.
Cada mañana, al abrir los ojos, veo el hospital. Todo está ahí, como una sábana pegajosa. El monitor. Los sueros. La máscara de oxígeno. Las ojeras de Mario. Su sonrisa derrotada. Buenos días, centinela, me decía.
¿Quién necesitaba más ese tratamiento: él o yo? ¿Experimenté con mis esperanzas en cuerpo ajeno? ¿Cómo permití que se lo llevaran? ¿Qué hicimos en el hospital: atenderlo o retenerlo? ¿Los médicos cuidaron de él o de su protocolo, su conciencia? ¿Lo mantuve ahí para demorar mi soledad?
Vuelvo una y otra vez a la imagen de su cuerpo disminuido, sus músculos flojos, su boca entreabierta. Me reprocho no recordarlo más en sus momentos plenos. Me repito que es injusto insistir en su último retrato. Pero el Mario maravilloso, firme, no necesita mi auxilio. Y es como si el otro, el débil, me siguiera pidiendo cuidados retrospectivos. A veces pienso que, a fuerza de volver a él, ese Mario doliente quedará por fin en paz, se sentirá aceptado.
Cuando un libro me dice lo que yo quería decir, siento el derecho a apropiarme de sus palabras, como si alguna vez hubieran sido mías y estuviera recuperándolas.
«Ha empezado a usar gafas de sol dentro de casa», me sobresalto en un cuento de Lorrie Moore, a veces hago lo mismo, con la excusa de mi fotofobia, para que Lito no me vea los ojos. «Ella tiene problemas con los conceptos básicos, como ese que indica que los acontecimientos avanzan en una dirección concreta, en vez de saltar, girar, retroceder», los acontecimientos de la vida nunca avanzan, se rebobinan sin parar, se repiten y borran las interpretaciones anteriores, como hacíamos con las cintas, como hizo Mario con esas grabaciones que no logro escuchar sin medicarme, que no sé cuándo debería darle a Lito.
«Empieza demasiadas frases con Y si», yo empiezo cada día rebobinando mis acciones, preguntándome qué habría pasado si lo hubiera cuidado mejor, y si me hubiera dado cuenta antes de que no estaba bien, y si lo hubiera convencido para ir antes al médico, y si hubiera aceptado su primera reacción, y si hubiera apoyado su idea de rechazar el tratamiento, y si hubiera admitido que no estaba funcionando, y si hubiera dejado que se despidiera en casa, y si le hubiéramos dicho la verdad a nuestro hijo, y si, y si. Nadie se salva del Y si. Ningún Y si salva a nadie.
Ha llamado.
Hoy. Ha llamado.
Él.
Dijo (ayer, Ezequiel) que no había querido molestarme antes. (Molestarme.) Que, por respeto, había preferido guardar silencio. (Respetarme. Él a mí.) ¿Nos vamos a ver?, dijo. (Vernos. Él y yo.) No sé, respondí. ¿No sabes o no quieres?, preguntó. No sé si quiero, respondí. Y le colgué.
¿Qué me ofendió exactamente? ¿Su reaparición intempestiva? Pero todo en Ezequiel es intempestivo. Eso fue precisamente lo que me excitó de él.
¿O me ofendió que tardase tanto? ¿Que no insistiera desde el primer día? ¿Me molestó su respeto? ¿Su discreción? ¿La posibilidad de que se hubiera olvidado de mí? ¿De que fuera capaz de reprimir las ganas de llamarme, de verme, de ensuciarme?
Pero si me hubiera llamado desde el primer día, ¿yo qué habría hecho? Le habría colgado el teléfono. ¿Por lo tanto?
Por lo tanto, aquí estoy. Esta soy.
¿Qué escribes, tesoro?, me pregunta mi madre, que ha venido a pasar unos días con nosotros. Nada, respondo, nada. Es bueno que te expreses, dice ella sonriendo. Y se marcha dejándome una taza de té. Me pregunto si mi madre se expresa.
¿Llegué a desear que Mario se muriera? Me desperté con esa pregunta. Levanté a Lito con esa pregunta. Mi hijo abrió los ojos y sentí que podía leerla. Lo abracé, lo besé, me escondí en él, me tragué las lágrimas, le dije que estaba resfriada.
Mientras Lito entraba en la escuela, vi cómo volvía la cabeza hacia el coche.
¿Cuál es la diferencia entre compadecerse de un enfermo y desertar de él?
Estuve vomitando entre clase y clase.
Ezequiel no ha llamado.
«Es la idea que se suele tener», protesto con una novela de Javier Marías, «que lo que ha pasado debe dolernos menos que lo que está pasando, o que las cosas son más llevaderas cuando han terminado», y es al revés: mientras las cosas ocurren debemos ocuparnos de ellas, y esa ocupación es su anestesia. «Eso equivale a creer que alguien muerto es menos grave que alguien que se está muriendo», alguien muriéndose al menos te pide ayuda, justifica tu dolor. «Hay gente que me dice: Quédate con los buenos recuerdos y no con el último», ¿qué clase de consejo es ese?, ¿no recordamos los libros, las películas, los amores también por el final, sobre todo por su final?, ¿qué desmemoria hace falta para recordar un principio sin su desenlace? «Es gente bienintencionada», es gente imbécil, «que no alcanza a entender que todos los recuerdos se han contaminado», el duelo se propaga por la memoria como una catástrofe ecológica.
«Los efectos duran mucho más de lo que dura la paciencia de quienes se muestran dispuestos a escuchar», me llaman, me preguntan cómo estoy y, cuando les respondo la verdad, se decepcionan o intentan refutarme, como si fuera injusto seguir estando mal con amigos tan buenos, con parientes tan leales. «Cualquier desdicha tiene fecha de caducidad social, nadie está hecho para la contemplación de la pena», ni tampoco de la felicidad: lo único que soportamos en los demás es la monotonía, la tendencia a no existir, «ese espectáculo es tolerable durante una temporada, mientras en él hay aún conmoción y cierta posibilidad de protagonismo para los que miran, que se sienten imprescindibles, salvadores, útiles», ¿pero por qué no nos llamas cuando necesitas ayuda?, me reprochan, ¿para qué están los amigos?, ¿para qué está la familia? Confunden SOS y SSO, lo que yo llamo Servicio Sentimental Obligatorio.
Cuando se muere alguien con quien te has acostado, empiezas a dudar de su cuerpo y del tuyo. El cuerpo tocado se retira de la hipótesis del reencuentro, se vuelve inverificable, pudo no haber existido. Tu propio cuerpo pierde materialidad. Los músculos se cargan de vapor, desconocen qué apretaron. Cuando se muere alguien con quien has dormido, no vuelves a dormir de la misma manera. Tu cuerpo no se deja ir en la cama, se abre de brazos y piernas como al borde de un pozo, evitando la caída. Se empeña en despertarse más temprano, en comprobar que al menos se posee a sí mismo. Cuando se muere alguien con quien te has acostado, las caricias que hiciste sobre su piel cambian de dirección, pasan de presencia revivida a experiencia póstuma. Imaginar ahora esa piel tiene algo de salvación y algo de violación. De necrofilia a posteriori. La belleza que alguna vez estuvo con nosotros se nos queda adherida. También su temor. Su daño.
Prometo no escribir hasta que llame.
Esto te pasa por soberbia.
Por soberbia y puta.
Pero, pero.
Ha llamado. Otra vez.
Y no sólo eso. También me ha suplicado.
Me dijo que soñaba con volver a verme. Constantemente, dijo. En un tono sereno. Me pareció insuficiente. Me negué. Él preguntó qué había hecho mal. Yo me burlé. Le dije si lo preguntaba en serio. Él repitió que sí varias veces, en un tono cada vez más angustiado. Yo le dije que no se preocupara tanto, porque disponía de una legión de viudas a las que consolar. Él me preguntó si estaba tratando de humillarlo. Yo le pregunté si estaba tratando de humillarse.
Entonces lloró. Ezequiel lloró.
Hacía mucho que no sentía un placer tan claro.
Frente a la muerte las emociones se tensan, se estiran, se rompen casi. Van de un dolor paralizante a una euforia hiperactiva. La agonía del otro es más o menos pasajera. Esas emociones contrarias, no. Como si el arco interior de los supervivientes quedara vencido para siempre, capaz de cualquier extremo. De la mayor empatía y la mayor crueldad. De lealtades animales y traiciones de guerra.
Mario dijo en su grabación, no dejo de pensarlo, que las deudas de amor también existían, y que negarlo era engañarse. Que esas deudas no se podían saldar, pero sí callar. Que yo, creí entender, ¿entendí bien?, había callado sus deudas, así que él iba a callarse las mías.
Me encierro en el baño para escuchar esa parte, vuelvo a escuchar su voz, su voz hablando sola, y no puedo creer que sea una voz sin persona, una primera persona sin nadie, que a mi hijo le esté hablando su padre y Lito no tenga padre, que mi marido hable de mí y en el baño no haya nadie más que yo.
¿Qué supo Mario? Cargo con esa duda.
Duda, deuda.
Él seguía llamando y yo atendiendo. Le decía: No. Y colgaba. Él volvía a llamarme. Yo volvía a atender y le decía: No. Y colgaba de nuevo.
El único mérito de esta persecución enferma es que de golpe, después de varios meses, noté cómo me humedecía. Por primera vez desde que estoy sola. Y pude volver a tocarme. Y llorar mientras sentía. Orgasmos no tuve.
A la siguiente llamada le respondí que, si de verdad quería hablar conmigo, entonces me lo pidiese de rodillas. Que yo necesitaba saber si mi vergüenza y la suya podían compararse. Él dijo que me entendía. Yo dije que lo dudaba mucho. Él preguntó si Lito estaba en casa. Yo le respondí que eso no era asunto suyo. Él me rogó, en un tono de voz muy dulce, que sólo contestara sí o no. Dudé. Empecé a murmurar: No, pero. La comunicación se cortó.
Unos minutos después llamaron a la puerta.
Me complació ver a Ezequiel ahí, arrodillado bajo el marco. Parecía un retrato religioso. Sospeché que estaba siendo sincero porque ni siquiera intentó pasar. Se quedó quieto. Callado. Mirándome. Como un animal manso. Tenía mal color. Menos hombros y más pómulos. Le dije: Has bajado de peso. Él se lo tomó como un cumplido y se le iluminó la cara. Hizo ademán de incorporarse. Enseguida añadí: No me gusta. Él se encogió. Es la única vez que he visto a alguien caer de rodillas estando arrodillado.
Viendo que no lograba convencerme, Ezequiel amagó con poner cara de doctor Escalante. Como si una tuviera algún problema y él pudiese diagnosticarlo. Yo seguí firme. Cuando comprobó que iba en serio, que esta vez no pensaba dejarlo entrar en mi casa, Ezequiel me abrazó una pierna. Una sola. Ni siquiera me moví.
Ezequiel me soltó. Apoyó las manos en el suelo y se puso en pie. Le costó un poco. Me miró fijamente. En ese momento creí que él iba a tener un arranque de amor propio. Que iba a levantarme la voz, increparme o lo que fuese. Pero no: lloriqueó. Y yo confirmé que, si era capaz de hacerse eso a sí mismo, entonces era capaz de hacerme cualquier cosa a mí.
Empecé a cerrar la puerta. Al otro lado, Ezequiel balbuceó que me necesitaba.
Yo detuve la puerta.
Respondí sin asomarme: Eso es exactamente lo que quería escuchar. Y ahora fuera de mi casa. Y no llames nunca más.
Seguí cerrando la puerta. La alfombrita de la entrada hizo ruido al arrastrarse. Tuve la sensación de estar barriendo algo.
Raro volver a escribir. Hace bastante tiempo desde la última vez. Mientras tanto, he tenido que hacerme cargo de unas cuantas cosas. La primera de todas, que el mundo seguía girando como si nada.
Mejor no me extiendo sobre la rutina de las clases (cuando no enseño me aburro, y cuando enseño me frustro), las bondades de mis colegas (¿cómo es posible enseñar Literatura y leer exclusivamente prensa deportiva?), la histeria de las alumnas (¿nunca van a dejar de enamorarse de los compañeros que peor las tratan?), el furor hormonal de los alumnos (algunos todavía me miran las piernas, y a estas alturas debo decir que casi me alivia), el dilema de los exámenes (si pongo notas altas me siento irresponsable, si pongo notas bajas me siento culpable), las ecuaciones a fin de mes (cada vez reviso más los precios en el supermercado), el conflicto de la pensión (usar ese dinero me deprime), el vacío, el vacío.
O hacerme cargo, por ejemplo, de las cenizas de Mario. Eso me comunicaron los burócratas del cementerio. Que, una vez transcurrido el período de almacenamiento, debía hacerme cargo de ellas. Así hablaron los burócratas. Almacenarlas, dijeron. ¿Pueden ser de alguien unas cenizas? Y, sobre todo, ¿las cenizas son alguien?
Sus medias cenizas, para ser exacta: una mitad para mí, la otra para mis cuñados. Ellos querían plantar un árbol. Yo prefería esparcirlas en el mar. Al final decidimos repartírnoslas. A partes iguales, dijimos. La familia es un animal carroñero.
Siempre me ha costado ir a los cementerios. Nos educamos creyendo que madre y padre hay uno solo, hasta que allí comprobamos que hay millones, y todos están muertos. ¿Adónde querrán ir mis padres? ¿Por qué nunca hablo de eso con ellos, con mi hermana? Vivimos en elipsis.
Alguna vez habíamos conversado con Mario de nuestros funerales. Mencionamos esas cosas cuando no significaban nada. Cuando empezaron a importar, fui incapaz de nombrarlas. Lo extraño es que él también. No sé si fue un silencio o una decisión. Tal vez quiso dejarme elegir. Pero esa libertad me pesa demasiado: yo hubiera preferido hacer su voluntad. Permitirme obedecer sus deseos habría sido más generoso que legarme todas estas interrogaciones.
Traté de planteárselo a Lito de la manera más suave posible (¿suave?) para saber su opinión. Su respuesta me conmovió y me dejó confundida, porque venía a darles la razón a sus tíos. Dijo que prefería un árbol, porque las raíces podían crecer y crecer por debajo de la tierra y a lo mejor un día, dentro de muchos años, se tropezaba con ellas. Le he prometido que iremos con el tío Juanjo a plantarlo.
Me pregunto si un muerto puede tener lugar. Si señalarlo protege su memoria o, de alguna forma, la limita. ¿De quiénes son realmente esos lugares? De quienes recuerdan. Un lugar para los muertos es un refugio para los vivos. Pero la muerte, para mí, sería más una intemperie. Un traslado constante. Un regreso a cada lugar que pisó o pudo haber pisado el ausente. Siento que no podría ir a la muerte de Mario, porque vivo instalada en ella. Porque está disgregada en todas partes y ninguna. Nunca sabremos dónde anda nuestro muerto.
Un árbol se queda quieto. El mar vuelve. Tengo razón.
Pero un árbol crece. El mar no. Tienen razón.
Pero un árbol envejece. El mar se renueva. Tengo razón.
Pero un árbol puede abrazarse. El mar se escapa. Tienen razón.
¿Pero?
Ayer conduje todo el día con mis medias cenizas, con el polvo de Mario en el asiento de al lado. Fui hacia la costa en una especie de silencio receptivo. Como si hubiera estado escuchando al copiloto.
Quería acordarme del mar cuando pensara en él. Lavar los recuerdos finales, limpiar su cuerpo enfermo, inundar de sal ese hospital de mierda.
No sabía exactamente adónde iba. Bordeaba la costa y esperaba alguna clase de señal. Ningún lugar me decía nada, o todos me decían lo mismo. Faltaba poco para que anocheciera. Empecé a angustiarme. Tuve la sensación de que la costa entera me daba la espalda.
Con el paso de los kilómetros, me di cuenta de que en el fondo estaba intentando delegar la elección. Delegarla en cualquier cosa que estuviera más allá de mi voluntad: la casualidad, la magia, la carretera, la urna. Entonces detuve el coche.
Miré el mar incluyéndome en él. Y pensé en Mario. No en el enfermo, tampoco en el padre de mi hijo, ni siquiera en el joven del que me enamoré en la facultad. No en la fusión arbitraria de un nombre, un cuerpo y una memoria. Lo pensé, o repensé, sin mí. Como alguien que pudo no haberme conocido. Que pudo haber tenido una existencia paralela y, aunque suene cándido, que podría nacer en otra parte. En ese momento miré el reloj y pensé: Ahora. No importaba dónde. Era eso, era ahora. El ritual no estaba en ningún lugar, sino en el tiempo que había consumido en busca del ritual.
Tomé el primer desvío que encontré. Era una playa corriente, ni bonita ni fea. No me traía ningún recuerdo en particular. Entendí, me pareció entender, que los lugares invadidos de pasado no dejan entrar nada más. Paré el coche. Salí con la urna. Caminé hasta la orilla. Me descalcé. Miré en todas direcciones. Divisé a lo lejos a varios corredores. Dudé (ahora me parece frívolo, entonces me pareció lógico) si seguir desvistiéndome. Uno de los corredores empezó a hacerse grande. Preferí esperar hasta que pasara. Y mientras tanto me puse, ¿a qué?, ¿a disimular?, ¿a contemplar el paisaje con una urna entre los brazos? Sospecho que eso resultó más llamativo que haberme desnudado. El corredor pasó de largo. Me quité la falda. Comprobé que no estaba depilada. Avancé, me mojé los pies. El agua estaba fresca. El cielo ardía. Eché una ojeada hacia ambos costados. Por un lado de la playa se acercaba otro corredor. Retrocedí rápido, salí del agua, me senté sobre la arena y escondí la urna entre las piernas. El corredor pasó por detrás. Me volví para mirarlo, me miró, y fue alejándose. Me puse en pie. Corrí al mar. Esta vez me metí hasta la cintura, alzando la urna por encima de mi cabeza. No podía ver bien el horizonte, el sol caía a la altura de mi frente. Me adentré más. El oleaje me rozaba los pechos. La luz nadaba. Todo estaba nimbado. Sentí frío y calor. Abrí la urna. Sólo en ese momento reparé en el viento, que me pegaba el pelo a la cara. ¿Así cómo iba a esparcir las cenizas? Pero era tarde para dudar. Estaba donde debía: en el lugar casual, en el instante justo. Introduje una mano en las cenizas. Las toqué por primera vez. Las noté más ásperas y compactas de lo esperado. No me parecieron, en resumen, cenizas. Aunque sí me pareció que en ellas podía estar Mario, o irse Mario. Apreté un puñado. Levanté el brazo. Y empecé.
Yo las lanzaba al viento, ellas volvían.
Mientras las recibía en la cara, hubo ahí, de algún modo, una plenitud. Una, ¿puede decirse?, alegría fúnebre. Sentí que la corriente me envolvía, y a la vez me advertía de un límite. El sol bajó hasta el borde. La luz cayó como una toalla. Que el cielo se deslizaba: esa impresión me dio. Fui vaciando la urna. Me imaginé que sembraba el mar.
No fue triste. Dispersé sus cenizas y reuní mis pedazos.
Ahora sabe nadar, pensé al salir del agua.