Abro los ojos. El sol me da en la cara. Papá está quitando los plásticos de las ventanillas. Vuelvo a cerrar los ojos. Me acuerdo de que estaba soñando algo muy raro. Íbamos al mar. ¿Quiénes? En realidad me parece que iba solo. Me acercaba a la orilla. Y empezaba a arrancar tiras de agua. Como si fuera la piel de un animal. Debajo del mar estaba enterrado el sol. Cuantos más pellejos le arrancaba al mar, más luz encontraba. Después aparecía un pescador. O alguien con una especie de grúa. Y se iba llevando los pedacitos de mar. Entonces papá quitó los plásticos.
Buenos días, marmota preguntona, me saluda papá con una rebanada de pan en la mano, ¿jamón o queso? ¿Y tomate?, pregunto. No nos queda, contesta él. Despego el cuerpo de la litera. Me estiro. Jamón y queso, gracias, digo bostezando. Oye, papá, ¿a ti no te duele la espalda? Yo, contesta él, ya no tengo espalda.
Pasamos un cartel que dice: Valdemancha. Este último día de viaje me está pareciendo el más corto. Vamos con la radio bien alta. Sigo el ritmo de la música con las piernas. Papá casi no habla. Me pongo a contar los coches que nos cruzamos. De repente se me ocurre una idea. Papi, digo, ¿podemos ver el mar? Él no contesta. No sé si me ha escuchado. Ni siquiera parpadea. Pero de pronto dice: Podemos. Y cambia de carril. Y gira en la primera salida.
Comemos en Tres Torres. Papá me cuenta que el pueblo se llama así porque tenía tres castillos. Pero ahora queda uno solo. ¿Y por qué no le cambian el nombre?, pregunto. Marmota preguntona, me contesta. Papá despliega un mapa sobre la mesa del bar. Señala el desvío que estamos haciendo. Marca con un lápiz la ruta por la que íbamos a ir. Y en tinta roja la ruta por la que estamos yendo. Calcula el tiempo que debería llevarnos cada parte. Escribe una hora en cada lugar. La línea roja recorre la costa haciendo zigzag. Ahora papá parece entusiasmado. Así, dice, no vemos lo mismo que a la ida, ¿no te parece? Yo contesto que sí sonriendo. Me encanta que hagamos planes.
Desde que estamos yendo al mar no dejo de concentrarme. Presto mucha atención al cristal de Pedro. En cuanto veo una nube miro los parabrisas y me imagino que la barren. Hasta ahora me está saliendo bien porque el cielo sigue despejado. Por esta carretera sí que hay coches. Tenemos que esquivarlos todo el tiempo. Lástima que a papá no le gusten los videojuegos. Si él quisiera batiría mi récord. O por lo menos lo empataría.
El olor es distinto. Ni siquiera hace falta abrir las ventanillas. El mar nos entra igual. No sé por dónde. Pero entra. Lo veo aparecer y desaparecer entre las curvas. Brilla muchísimo. Como millones de pantallas. No es azul. Ni verde. Es yo qué sé. Color mar.
¡Por fin! Por fin llegamos a Puerto del Este. Se ven muelles y veleros. Está lleno de gente. Hay niños comiendo helados. Me parece que papá mira a las chicas. A mamá los bikinis no le quedan así. Pasan también ciclistas. Las bicis de carrera son geniales. Sobre todo para ir con casco y todo. Cuando cumpla once años voy a pedir una. Avanzamos despacio. No hay lugar para Pedro. Nos vamos de los muelles. Veo un camping. Veo redes de vóley. Damos vueltas y vueltas. Paramos en un descampado enfrente de la playa. En cuanto papá abre las puertas, salgo corriendo.
Tengo la piel toda fría y salada. Las piernas se me quedan pegadas al asiento. Lito, dice papá mirándome de reojo. Sécate bien el pelo. Que te vas a resfriar. Pero si aquí dentro hace calor, contesto. Papá insiste. Resoplo. Además, el que siempre se resfría es él. Por eso no se ha bañado. Despego las piernas, ¡auh!, estiro un brazo y agarro la toalla del asiento de atrás. Me froto la cabeza. Bien fuerte. Hasta que de repente el corazón me da un salto. ¡La cabeza! ¡Mi gorra! Busco por todas partes. Revuelvo entre las cosas de la playa. En las bolsas. En la guantera. Debajo del asiento. No puede ser. No puedo haber perdido la gorra del mago. ¿Pero cómo?, ¿dónde?, qué estúpido (hijo, dice papá, ¿qué pasa?), soy el más estúpido del planeta, conseguir otra igual es imposible, hay muchas gorras, claro, pero esa, justo esa (hijo, dice papá, ¿necesitas algo?) no hay dónde comprarla, ¿habrá sido en la playa?, ¿en el camión no la llevaba puesta?, entonces tendría que estar aquí (ponte de nuevo el cinturón, dice papá, Lito, ¡ya mismo!, gracias), ¿o fui tan bestia de meterme en el agua con gorra y todo?, eso podría ser, porque salí corriendo, ¿o se me cayó mientras corría?, no lo puedo creer, me odio, me odio, y ahora encima, qué vergüenza (Lito, ¿pero qué?, dice papá bajando la velocidad, ven, no, no llores), no es solamente la gorra, también lloro porque es imposible que papá entienda, que entienda lo especial que era esa gorra (hijito, espera, ven aquí, dice estirando un brazo y abrazándome), me agarro fuerte a él, escondo la cara en su camisa (cuánto lo siento, suspira acariciándome, cuánto lo siento), y de pronto parece que papá va a ponerse también a llorar por mi gorra.
Me enderezo. Me seco la nariz. Y se lo cuento. Aunque me dé vergüenza. Papá está de acuerdo en que seguramente se me voló en la playa. Trata de consolarme haciéndose el gracioso. A lo mejor la gorra de verdad era mágica, dice, y salió volando por su cuenta. Me enfado. Me río un poco. Lloro otro poco. Y me tranquilizo. Papá acelera de nuevo. Acerco una mano a su cabeza. Le toco la nuca. Las orejas. La calva. De pronto me entran ganas de hacerme un corte igual. Papi, digo, ¿y si este verano me rapo? Él aleja la cabeza. Lo pensamos, me contesta, lo pensamos.
Merendamos en una cafetería llena de espejos. Tiene una barra larguísima. En los espejos parece todavía más larga. No sé bien dónde estamos. Frente a la puerta hay camiones parecidos al nuestro. Así que supongo que ya hemos vuelto al camino de antes. Pido un vaso de leche caliente y una tostada con mermelada y un cruasán de chocolate. Papá pide un café solo. Hace unos días yo estaba un poco cansado de viajar. A veces pensaba en volver a casa. En ver a mamá. En tener de nuevo mis juguetes. Ahora me da pena que se termine el viaje. Papá se levanta para hacer una llamada. Lo veo moverse por los espejos. Me hace señas para que me quede aquí sentado. Ojalá no tarde mucho. Es pesadísimo esperarlo. Termino de merendar. Miro alrededor. Todos los demás parecen estar haciendo algo. Menos yo. Al fondo hay una tienda donde venden quesos, diarios, discos y esas cosas. Me gustaría ir a verla. Pido otro vaso de leche. De pronto papá aparece en la tienda. Como si hubiera entrado por uno de los espejos. Al rato vuelve. Paga. Y me pregunta si nos vamos.
Miro las rayas de la carretera tratando de no parpadear. Parece que se mueven. Me imagino que alguien nos dispara esas rayas. Un tanque repleto de soldados vengadores. Un coche de carreras con un cañón láser. A papá ya no le digo estas cosas. Se pone a hablarme de las víctimas de las guerras y yo qué sé. En eso papá se ha vuelto más aburrido. Antes mamá me daba los discursos de la paz. Y papá le decía: Mejor déjalo, Elena, así descarga. En cambio ahora papá me da los discursos de mamá. (Lito.) Y ella se asusta menos. (Lito.) Se ha acostumbrado un poco. (Lito, querido.) Salvo con la comida. (Hijo, te estoy hablando.) A lo mejor papá está así porque viajamos. Ya veremos en casa. (¡Eh! ¿Me escuchas?)
Sí, sí, contesto. Papá sonríe. ¿Me pasas las gafas?, dice, no, las otras, ahí, gracias. Le doy sus gafas. Se queda mirándome. ¿No has visto nada?, pregunta. ¿Dónde?, digo. En la guantera, hijo, en la guantera, contesta él. Ahí hay muchísimas cosas. Papeles. Carpetas. Cables. Herramientas. Discos. Ábrela de nuevo, dice papá. Uf. Vuelvo a abrirla. Y entre todas las cosas veo un paquetito. Un paquetito envuelto en papel de regalo. No espero a que papá me diga nada más. Me lanzo. Rompo el papel de regalo. Y casi rompo el estuche. Y por fin consigo abrirlo. Y lo veo, lo veo, lo veo. Y lo saco del estuche y lo levanto y lo miro de cerca y me lo pongo. Es increíble tener puesto un Lewis Valentino. Con pantalla sumergible. Luz. Número de día. Todo. Después me acuerdo de abrazar a papá.
Reconozco estas rocas. El suelo todo seco. Tucumancha. Los bordes de la carretera están muy cerca. Papá me pregunta la hora. ¡Ajá! Giro despacio la muñeca. Miro bien las agujas de mi reloj. Aprieto por si acaso el botoncito de la luz. Y le digo la hora exacta. Con minutos y segundos. Papá dice: Es tarde. Y acelera. Yo, la verdad, prisa no tengo.
A los costados van volviendo los árboles. Y el campo. Y los animales. La carretera es más ancha. Pedro corre. El teléfono de papá suena. Él me dice: Contéstale que ya estamos cerca. Y que en un rato la llamo.
Leo:
Mi sol cuánto falta? Estoy (papá acelera más y enciende las luces) impaciente por verte. Cómo va papi? He preparado (tomamos las curvas rápido, el cuerpo se me va para un costado) una cena súper rica de bienvenida! Te (la hierba cambia de color, cuanto más corremos más amarilla se pone, o marrón) quiero mucho muchísimo (abro la ventanilla para ver mejor, asomo la cabeza y papá me la cierra).
Tecleo:
tamos crk dice pa q ahr t yama bss.
Pasamos Pampatoro. Empieza a hacerse de noche. Todavía queda un poquitín de sol. Como con vapor adentro. Se ven sombras de árboles. Nos cruzamos con luces. Los animales casi no tienen cabeza.
De pronto en el cristal veo una gota. Y otra. Y otra. Una fila. Varias filas. Un remolino de gotas. Es raro. Rarísimo. Yo estaba muy contento. Me concentro en los parabrisas. Me imagino que van barriendo el cielo. Que golpean las nubes como pelotas de tenis. Y que las nubes caen al otro lado del campo. Lejos. Los parabrisas empiezan a moverse. En el cristal se forman charquitos y se rompen. No puede ser. Me pongo a pensar en cosas divertidas. Me acuerdo de chistes. Sonrío a propósito hasta que me duelen las mejillas. Canto. Silbo. Trato de imaginarme una luna redonda. Como un plato bien limpio. El cielo se oscurece. Las nubes se llenan de manchas. El techo del camión hace más ruido. El cristal se inunda. Los parabrisas van cada vez más rápido. No puede ser. Le pregunto a papá por qué llueve tanto. Él me toca el flequillo. El cristal está borroso.
De repente me doy cuenta. ¡Peter - bilt!