París, 1691
La puerta de la taberna se abrió, dejando paso a un par de hombres embozados en capas oscuras. Las voces y las risas que se escuchaban por encima de aquella espesa niebla, que formaban los vapores del alcohol y del tabaco fumado en pipa, se fueron apagando cuando los clientes volvieron su atención hacia los recién llegados. Incluso el tabernero, un hombre de mirada fría, pareció recelar de los recién llegados en un principio. Los miró de soslayo al tiempo que terminaba de limpiar una jarra de barro. Aquellos dos hombres se habían convertido en el centro de atención provocando un silencio sepulcral.
—¿Qué desean? —preguntó el tabernero apoyando sus grandes manos sobre el mostrador.
—Buscamos a un hombre llamado Donaldson. Angus Donaldson —respondió uno de ellos—. Nos han dicho que para por aquí.
—Son muchos los hombres que pasan por esta taberna. Y yo no les pregunto cómo se llaman. Aunque todos ellos me los dijeran, no sería capaz de recordarlos. —El tabernero resopló y elevó sus cejas en clara señal de asombro—. Su nombre no me dice nada. ¿Tal vez irlandés? —preguntó negando con la cabeza primero para después encogerse de hombros.
—No, escocés. De la zona occidental. Ya le he dicho que nuestros informadores nos dijeron que podríamos encontrarlo aquí —insistió uno de los dos hombres extrayendo una moneda de plata de una pequeña bolsita de cuero anudada a su cintura—. Tal vez la plata os refresque vuestra memoria —le profirió con astucia arqueando su ceja derecha.
El tabernero bajó la mirada hacia la moneda, pero sin prestarle demasiada atención. Como si estuviera acostumbrado a ver muchas en su negocio
—Perdéis el tiempo amigo. Ya os he dicho que su nombre no me suena de nada. ¿Queréis que os ponga de beber algo a cambio de esa moneda? —preguntó haciendo un gesto con la mirada hacia esta.
—Entonces, ¿no os suena el nombre de Donaldson? —insistió el acompañante del primero con un rictus serio.
El tabernero giró el rostro en dirección a un rincón apartado del local. Hacia una mesa a la que estaba sentado un hombre de aspecto fiero con el pelo largo y una poblada barba de color oscuro. Sus ojillos brillaban en la penumbra, pero el tabernero vislumbró una leve señal que le hizo cambiar de opinión. Este alzó el mentón e hizo una señala en su dirección, captando la atención de los dos visitantes.
—Tal vez él haya oído hablar del hombre que buscáis. Pasa aquí todo el día hablando con la gente. Por un vaso de vino escucha lo que otros le cuentan.
Los dos recién llegados fijaron su atención en el extraño que ocultaba parte de su rostro tras la jarra de la que bebía en ese preciso instante.
—Tráenos de beber. No perdemos nada por intentarlo.
El hombre de la mesa los contempló dirigirse hacia él. Los había estado estudiando desde el mismo momento en que pusieron sus pies en la taberna. El que había preguntado por él era alto y fuerte. Tenía la mirada de un halcón. Vestía de negro de la cabeza a los pies. Pero sus ropas no parecían ser suyas, sino que eran de una talla superior. Su acompañante iba a su lado y era igual de corpulento. Se detuvieron frente a él esperando tal vez una invitación a sentarse. Viendo que esta no llegaba el extraño se dirigió a él.
—El tabernero nos ha dicho que pasáis aquí todo el día y que charláis con los clientes que entran. ¿Por casualidad habéis oído hablar de Angus Donaldson? —le preguntó el que hasta ese momento había llevado la conversación con el tabernero.
—O tal vez lo hayáis conocido en persona. ¿Del clan Donaldson que habita en las tierras cercanas a Glencoe? —le preguntó el otro hombre temiendo que no sacarían nada en claro de aquel anciano.
—¿Por qué queréis encontrarlo? ¿Y si él no quisiera que nadie lo hiciera? —el hombre habló con una voz ronca apenas perceptible.
Los dos extraños se miraron entre ellos sin comprender aquellas preguntas. ¿Daba a entender que sí lo conocía?
—¿Lo conocéis? ¿Lo habéis visto?
El hombre frunció los labios y encogió los hombros.
—Son muchos los que entran en esta taberna y me cuentan sus vidas.
—Venimos desde Escocia para encontrarlo. Pero si acaso no sabéis nada de él, decidlo y os dejaremos tranquilo —respondió con cierta gallardía en el tono de su voz.
—¿Por qué dos habitantes de las Tierras Altas de Escocia lo buscan aquí en París?
—Es necesario que regrese a su hogar.
—Creo que si me invitaran a una jarra de vino, podría contaros algo acerca de vuestro compatriota —les pidió señalando dos banquetas que había junto a la mesa—. Tal vez después de todo pueda serles de utilidad.
Durante unos segundos los dos escoceses parecieron dubitativos. Intercambiaron sendas miradas entre ellos hasta que al final accedieron a la invitación. No perdían nada con escuchar lo que aquel hombre tuviera que contarles. Podrían obtener alguna pista que les condujera hasta Angus Donaldson. El tabernero apareció con la jarra de vino y tres vasos. Lanzó una mirada al solitario cliente y este asintió para que los dejara solos.
—¿Sabéis dónde podemos encontrarlo o no? ¿Está aquí, en París? —preguntó el otro hombre con insistencia ante la parsimonia de aquel extraño hombre, que no parecía tener prisa en servirles, ni en empezar a hablar. Ni si quiera sabían por qué habían accedido a ello.
—Los seguidores leales a Jacobo en París nos dijeron que paraba en esta taberna con frecuencia...
Aquellas palabras parecieron despertar el interés del cliente. Arqueó una ceja mirando a ambos hombres con suspicacia.
—¿Sois jacobitas? —los dos asintieron ante la pregunta—. Podríais decir cualquier cosa con tal de acercaros a él.
—Lo mismo podría decir de vos. Podríais estar engañándonos con algún motivo oculto.
El cliente sonrió bajo la espesa barba mostrando una hilera de dientes blancos.
—Cierto. Solo que yo no ando buscando a ese amigo vuestro.
El escocés que hasta entonces había llevado la voz en la conversación pareció un poco cansado de aquel extraño. Apretó los dientes y sacó una bolsita de cuero de debajo de su capa que depositó encima de la mesa ante la atenta mirada del hombre. Luego la abrió y dejó caer en la palma de su mano un broche que tendió al cliente.
Este lo contempló en silencio mientras su cara cambiaba de color, su mirada se volvía más fría y su ceño se fruncía con un repentino interés.
—¿De dónde lo habéis sacado? —la voz pareció quebrarse de repente cuando su mirada se quedó fija en el objeto.
—Es el broche de Angus Donaldson, jefe del clan. Su padre nos lo entregó. Lo guarda como recuerdo desde el día que su hijo fue conducido a la prisión. Dijo que si lo encontrábamos, este lo reconocería nada más verlo.
El extraño cerró la mano sobre este y su mirada se empañó durante unos segundos. Aquel gesto no pasó desapercibido para ninguno de los dos recién llegados quienes parecieron mostrarse más tranquilos después de ver como aquel hombre apretaba el broche en su mano y su mirada se llenaba de nostalgia.
—¿Qué información que os han transmitido los jacobitas? Necesito conocerla antes de confiar en vos. Pero dejadme que os diga que si es una trampa o bien intentáis algo contra mí, estos caballeros que veis tomando algo de manera tranquila, incluido el tabernero, os lo impedirán —le comentó con un tono apremiante y frío sin apartar la mirada de ellos. ¿Habían llegado hasta él a través de los jacobitas que vivían en París? En ese caso aquellos dos escoceses conocían sin duda lo que había sucedido hacía años y que obligó a cientos de estos a huir a Francia.
Los visitantes se sorprendieron al escuchar aquel comentario. Se miraron entre ellos y luego al hombre, que asintió e hizo un gesto para que procedieran en su relato.
—Quedaos tranquilo. No tenemos nada contra él, ni contra vos —le dejó claro uno de ellos levantando las manos en alto y mirando a su compañero. Luego, miró con los ojos abiertos al máximo a su interlocutor, quien se limitó a asentir sin más dilación.
—Os he pedido que me contéis lo que sabéis de él.
—Sabemos que fue encarcelado en la prisión de Bass Rock junto a otros leales seguidores del rey Jacobo después de la batalla de Dunkeld. Durante algún tiempo se extendió el rumor por las Tierras Altas de que fue uno de los que consiguió escapar.
—¿Qué más? —le preguntó sorbiendo en ese momento de su jarra y dando impresión de estar distraído.
—Que embarcó hacia el continente y se le relacionó con contrabandistas franceses. Al parecer es ahí donde su pista se pierde. Otros comentarios hablan de que está muerto. Y los hay que aseguran que se refugió en París con los seguidores de Jacobo Estuardo. Se le relaciona con todos aquellos que se vieron obligados a huir de Escocia cuando el Orange se sentó en el trono del palacio de Whitehall en Londres.
El hombre comenzó a sonreír de manera burlona.
—Es de vital importancia dar con él.
—No tenemos tiempo que perder. Tiene que regresar a su hogar —le rebatió con dureza su acompañante haciendo ademán de levantarse de su banqueta. Pero la mano del extraño lo retuvo con firmeza. Sus miradas se cruzaron y el visitante sintió la fuerza de sus ojos y cómo estos lo obligaban a tomar asiento de nuevo.
—Tened un poco de paciencia y responded a mis preguntas. ¿Por qué le buscáis? ¿Para regresar a su hogar decís? —le preguntó mientras servía vino en las tres jarras—. Deberá haber una razón muy poderosa para que él se preste a hacerlo, ya que su cabeza tiene precio, como habéis dicho.
—Las cosas no marchan nada bien por las Tierras Altas desde que varios jefes de clanes leales a los Estuardo prosiguen con la lucha.
—Y estoy seguro de que no cesarán mientras en el trono se siente un rey extranjero como Guillermo de Orange, por muy yerno de Jacobo que sea —el extraño apretó los dientes con rabia e impotencia por la situación actual de Escocia.
—Tenéis razón. No os lo vamos a discutir. Por ese motivo el rey en persona está dispuesto a alcanzar la paz con los jefes rebeldes a cambio de dinero —le reveló en voz baja como si pretendiera que ningún otro cliente en la taberna lo escuchara.
El extraño sonrió burlón mientras sorbía un poco de vino.
—¿Dinero? Los jefes de los clanes leales a la casa Estuardo no aceptarían nunca. Ya os lo aseguro. ¿Qué sucede? ¿A qué vienen vuestras miradas y ese semblante en vuestros rostros? ¡Hablad! —ordenó aquel extraño que cada vez parecía más intrigado con aquella intempestiva visita y su intrigante historia.
—El rey hizo entrega de doce mil libras a John Campbell de Glenorchy, conde de Breadalbane para que los clanes dependieran de la autoridad máxima en Escocia, el teniente de Argyll. Como sabréis fue nombrado como enlace en las negociaciones entre Inglaterra y Escocia —le confesó algo molesto por este hecho—. Pero fracasó en su intento.
—¿No estaréis insinuando que queréis que Angus lo haga como jefe del clan Donaldson? —le preguntó enarcando sus cejas en señal de asombro—. ¿Qué acepte las normas del rey Guillermo? —prosiguió con el ceño fruncido y sus ojos convertidos en puntos luminosos amenazadores.
—Sabemos que él nunca haría algo así. Ese es uno de los motivos por el que queremos hablar con él. Queremos que esté presente en dicha negociación —le dijo arrastrando con intención estas palabras.
Los ojos del hombre brillaban en el interior de sus cuencas. De repente se sintió atraído por lo que tuviera que contarle. Si aquel par de hombres habían sido capaces de viajar hasta París para encontrarse con él, sin duda que era porque la situación no era tan simple como parecía. Había algo que todavía no le habían confesado aquellos dos hombres, y él quería conocer toda la historia. Por ese motivo los miró de manera fija e intrigante mientras apuraba el contenido de su jarra y le indicó que le siguieran.
—Venid conmigo.
Los tres se levantaron de la mesa mientras el extraño cliente lanzaba una mirada al tabernero y este asintió. Los dos escoceses se miraron sin comprender nada de lo que sucedía allí. Por un momento temieron ser víctimas de una trampa y uno de ellos llevó su mano a la empuñadura de su daga. El cliente se percató del gesto y sonrió burlón.
—No os pongáis nervioso. No os va a hacer falta.
De repente su voz cambió. Sonaba más joven y más nítida. Decidieron seguirlo al piso de arriba de la taberna. Los invitó a entrar en una habitación bastante austera. Prendió la vela, que había sobre la mesa, y después las que contenían dos candelabros sobre un mueble.
—Sentaros —les ordenó con voz autoritaria señalando un par de sillas que había en el cuarto.
Los dos escoceses intercambiaron sus miradas sin entender nada mientras su anfitrión echaba un vistazo por la ventana hacia la calle. Esta se veía desierta. Quería asegurarse de que no los habían seguido hasta allí. Se volvió hacia la puerta y la cerró antes de seguir hablando con los dos hombres.
—Bien, ahora podemos hablar con total seguridad. Hace un momento me buscabais —respondió apoyando un pie sobre una banqueta, que había acercado para tal menester, al mismo tiempo que el codo descansaba sobre su rodilla y la botella de vino en su mano.
Los dos hombres siguieron contemplando a aquel sin dar crédito a sus palabras.
—¿Sois Donaldson? —preguntó uno de ellos con un tono exaltado.
—Bajad la voz. Los hombres que habéis visto abajo son de fiar, pero alguien ajeno puede entrar y escucharos. Sabéis que mi cabeza tiene precio después de fugarme de la prisión de Bass Rock y dedicarme al contrabando en las costas de Francia. He de protegerme de todos aquellos que muestran cierto interés en mi persona.
—Por ese motivo dudabais de nosotros...
—Al principio. Después me convencí de que ninguno de los dos tenéis el porte y la presencia de cazarrecompensas. Ni de espías de Londres enviados para dar conmigo. Además, vuestro acento os delata. No sois ingleses sino habitantes de las Tierras Altas de Escocia. Lo que no puedo precisar en la región ni el clan al que pertenecéis —le resumió esgrimiendo una clara sonrisa de certeza por lo que acababa de decirle.
—Somos miembros del clan McDonald de Glengarry, como bien sabréis una de las muchas derivaciones del clan McDonald. ¿Eso lo habéis deducido en el tiempo que hemos estado charlando? —le preguntó uno de ellos sin salir de su asombro.
—A un habitante de las Tierras Altas se nos reconoce a la legua —señaló con su mano mientras se pasaba la mano por su poblada barba y sonreía—. Por ese motivo he accedido a charlar con vosotros. Y después, cuando me habéis enseñado mi broche y me habéis relatado todo lo que sucede en las islas, no habéis hecho más que corroborar lo que ya sabía —le resumió antes de beber del cuello de la botella una segunda vez antes de dejarla sobre la mesa para que ellos dos bebieran si querías—. No es Usquebagh, pero es un buen vino francés —les indicó señalando la botella—. Y ahora decidme, ¿tan grave es la situación como para que estéis tan lejos de vuestro hogar buscándome?
—Nos tacharon de locos aquellos que supieron a qué veníamos a París. Pero estábamos seguros de que daríamos con vos —le dijo sonriendo mientras hacía un gesto con el mentón hacia él.
—No sé qué os habrán contado, pero apuesto a que han exagerado mis cualidades —le confesó burlón mientras hacía una reverencia antes sus visitas.
—¿Seguro? —le preguntó golpeando sobre la mesa con su mano—. ¡Sois el hombre que podría abanderar a los clanes leales a los Estuardo para alzarlos de nuevo toda vez que Grahamme de Claverhouse falleció! ¡El jefe del clan Donaldson!
—Me halagáis con vuestras propuestas, pero no soy más que un prófugo de la justicia inglesa. Y un corsario y contrabandista, como se prefiera llamarme. He tenido que refugiarme en Francia porque no puedo regresar a Escocia, so pena de que me ahorquen al igual que a los leales seguidores de Jacobo, que ya habréis conocido aquí en París —le respondió resuelto antes de regar su garganta con un buen trago de vino.
—Pero sois admirado entre los seguidores de los Estuardo —insistió halagándolo.
—Tal vez sea como decís, pero si regresara a mis tierras en el oeste de Escocia, los ingleses no vacilarían en presentarse con una soga para darme la bienvenida. Si ese es el trato que se le dispensa a los héroes... —le comentó mientras el rostro de Donaldson se contraía con una mueca de desagrado.
El escocés frunció el ceño en clara actitud desconcertante. Desvió la mirada hacia el otro, pero este pareció no saber nada al respecto.
—¿Por qué os dedicasteis al contrabando y la piratería?
—Primero porque me sirvió para pasar desapercibido. El capitán Leroux me ayudó a esconderme. Me alisté entre los suyos porque pagaba bien a todo aquel que se enrolara en La Renard al servicio del mismo rey de Francia —le respondió sonriendo mientras recordaba a su viejo amigo—. Los franceses siempre han rivalizado con los ingleses por la hegemonía en el Viejo Continente. Mi viejo amigo Leroux prefiere a un Estuardo en el trono que a un Orange impuesto por Londres. Pero eso es algo que pertenece a mi otra vida y vos no habéis venido hasta aquí para escucharla —recalcó mientras esgrimía una sonrisa zorruna—. Por cierto, no conozco vuestros nombres.
—Dugall —dijo el que hasta ahora había llevado el peso de la conversación.
—Yo soy Gordon.
—No nos importa lo que hayáis hecho en el pasado. Os lo repito. Vuestra presencia se requiere en vuestras tierras también por otro motivo —insistió Dugall mirando de manera fija a Donaldson, con el ceño fruncido.
—¿Por qué otro motivo, decís?
Donaldson cogió la botella y volvió a beber del cuello de esta.
—Estoy seguro de que recordaréis a Darien.
Donaldson se quedó inmóvil y fue incapaz de decir una palabra mientras su mente se llenaba de recuerdos de días pasados en las tierras de su clan. ¿Y cómo olvidar a la joven hija del mejor amigo de su padre? No pudo evitar sonreír de manera irónica al pensar en la fiera de los McDonald de Glengarry. Sí, Darien era una mujer de armas tomar. Donaldson siempre creyó que ella en persona sería capaz de conducir a los hombres del clan a la batalla.
—Sí, me acuerdo de ella. ¿Qué le sucede a esa fierecilla? —preguntó sonriendo con diversión.
—Los ingleses han ocupado las tierras de su clan y un oficial se ha instalado allí por orden del rey Guillermo —comenzó relatando Dugall mientras observaba el cambio de expresión en el rostro de Donaldson y cómo pasaba de la sorpresa inicial a un gesto de interés—. Al parecer ha solicitado su mano a su padre con el firme propósito de casarse con ella y estrechar los lazos entre ingleses y escoceses.
—¿Casarse con Darien? —Había un claro gesto de incredulidad en la pregunta y en la mirada de Donaldson—. Antes ella se escaparía a lo más recóndito de las Tierras Altas donde ningún inglés la encontraría.
—Tal vez, pero para complicarlo más, el joven Sinclair se ha inmiscuido faltando al respeto al oficial sassenach —apuntó Jaimie sopesando las palabras y la reacción que estas provocarían en Donaldson—. Y este ha jurado castigarlo para dar ejemplo a todos aquellos que se rebelen contra el rey Guillermo.
Donaldson permaneció dubitativo, en silencio sopesando aquellas palabras. Todo se había complicado y de qué manera desde que él huyó de su tierra. Lo que daría por poder regresar y que todo fuera como al principio. Sin guerras, ni traiciones, ni disputas por el trono.
—De manera que estas son las razones por las que habéis venido en mi busca —comentó en voz baja mientras su mirada quedaba fija en el vacío.
—Así es. Necesitamos a alguien que organice a los clanes. El rey se reunirá con los jefes leales a Jacobo en breve, tras el fracaso del conde. En Fort William según los rumores.
—Con el dinero que habéis mencionado antes... —asintió Donaldson mientras en su cabeza ya revoloteaba la posibilidad de regresar a su tierra.
—Eso es. Y en cuanto a Darien... ha rechazado la oferta de matrimonio del oficial inglés.
—Es lo más lógico, dado que la conozco y sé de su profunda lealtad por los Estuardo —asintió Donaldson paseando con las manos a la espalda y la mirada fija en el suelo de tablas de madera deslustradas por el paso del tiempo.
—Os necesitan. Tanto los clanes como Darien y el joven Sinclair —apuntó Dugall—. Fue el propio Fraser, quien nos pidió que os encontráramos, os contáramos lo que sucede en vuestras tierras y que...
—Y que regresara —concluyó Donaldson con una sonrisa llena de añoranza por el tiempo que había pasado alejado de su hogar. Tanto que echaba de menos sentir de nuevo el olor del brezo en lo valles, la suave brisa de las montañas, el agua cristalina de los arroyos y el sonido de las gaitas escocesas. Pero por encima de todo esto... le añoraba volver a ver su rostro.
—Así es.
Donaldson se detuvo durante unos segundos, cruzaba sus brazos sobre el pecho e inclinaba la cabeza hacia adelante. Tenía el ceño fruncido y en su mente bullía con infinidad de situaciones que conducían a un nombre: Darien. Si estaba en peligro...
—Me arriesgaría demasiado si aparezco en mis tierras... —le comentó deteniendo su paseo quedándose delante de los dos hombres con los brazos cruzados sobre el pecho al tiempo que enarcaba una ceja—. También es cierto que he pasado demasiado tiempo lejos de mi hogar. Y si un buen amigo como el viejo jefe de los McDonald de Glengarry solicita mi ayuda, no puedo negársela. Estoy en deuda con él.
—¿Cuándo partiréis? —Dugall parecía impaciente por saberlo—. Necesito dar una respuesta a mi señor.
—Pronto. Aunque eso prefiero no revelároslo —le dijo mirando a ambos hombres de manera fija y algo intimidatoria—. Primero he de resolver algunos asuntos aquí. Por cierto dos cosas más.
—Decidme.
—Nadie debe conocer mi regreso salvo el viejo Fraser. Pero por nada del mundo debe llegar a oídos de Darien —le exigió señalando a ambos.
—Así será —asintió Dugall—. ¿Y la segunda cuestión?
—¿Quién os dijo donde podíais encontrarme?
—Un viajero que llegó hasta nuestras tierras dijo haber combatido a vuestro lado en el mar contra los ingleses. Escuchó decir que os esconderíais en París durante una temporada. Es el mejor lugar dada la enemistad entre Inglaterra y Francia. Aseguran que es un nido de jacobitas. Vinimos hasta París y nos adentramos entre ellos para averiguar si en verdad estabais aquí. Nos costó mucho conseguir que confiaran en nosotros. Hasta que alguien nos habló de este lugar. No temáis, vuestro secreto está en manos de los leales seguidores a Jacobo —le tranquilizó Dugall al ver el gesto de preocupación de Donaldson.
—No lo dudo. Está bien, por ahora es mejor dejarlo estar. Regresad a Escocia, pero no digáis que me habéis encontrado salvo al viejo Fraser. Zarparé lo antes posible.
—Sois un soplo de aire fresco Angus Donaldson —le aseguró Dugall apretando su mano con firmeza.
—Es mejor que os marchéis. Dejad los cumplidos para otra ocasión.
Los dos hombres se despidieron de él antes de salir por la puerta de aquel cuarto mientras Donaldson se sentaba a la mesa. Cogía la botella de vino y volvía a beber de ella queriendo por todos los medios dejar su mente en blanco. Pero una palabra bailaba en su pensamiento de manera repetida: hogar.
Un golpe seco lo sacó de sus pensamientos. Era el tabernero, quien asomaba la cabeza tras la puerta.
—Entra Ewan.
—¿Qué querían esos dos? —preguntó este algo asustado por la presencia de estos.
—Imagínate. Pedirme que regrese a casa.
—¿A casa?
—Sí. Me refiero al hogar que me vio nacer —le aclaró al ver que parecía dudar de su respuesta, provocando un sobresalto en su amigo.
—¿Las Tierras Altas de Escocia? Pero si tú ya no...
Pero al contemplar el rostro de su amigo supo que había aceptado la propuesta.
—Darien. ¿Te acuerdas de ella? —le preguntó con inusitado interés.
—La hija rebelde del jefe de los McDonald de Glengarry —le respondió Ewan mirando a su amigo con inusitada expectación ante aquel nombre. Pero había algo más en aquel nombre que Ewan desconocía.
De manera distraída Donaldson se miró la palma de su mano derecha, donde una pequeña cicatriz la surcaba al tiempo que el corazón se le aceleraba. La cerró para evitar que los recuerdos lo invadieran, para que la nostalgia no se adueñara de él. En una ocasión Antoine le preguntó por esa cicatriz. Y él le contó que se la había hecho en una refriega en una taberna en Le Havre.
—Darien y yo crecimos juntos. Era una chiquilla de armas tomar, siempre dispueta a demostrar su valía ante cualquier hombre. Cuando me encerraron en Bass Rock, recuerdo su mirada diciéndome adiós. La de una despedida para siempre. Aquella mirada me ha perseguido durante todo este tiempo que he permanecido lejos de mi hogar. Estoy convencido de que pensará que estoy muerto —Angus Donaldson sacudió la cabeza para desprenderse de esos recuerdos. Cogió aire y prosiguió—. Un oficial inglés se ha instalado en la casa del jefe del clan y tiene un interés especial en Darien. Tanto que pretende casarse con ella —le continuó cambiando el tema de la conversación para despejar su cabeza de cualquier atisbo de añoranza por la joven. Aunque no fue capaz de vaciar su mente de recuerdos nunca olvidados pese al paso del tiempo y la distancia entre los dos.
—¿Has dicho que va a casarse con un oficial inglés? —le preguntó Ewan intrigado.
—No que vaya a hacerlo, sino que el inglés tiene interés en ella —asintió con el ceño fruncido—. Pero Darien se ha opuesto a ese matrimonio.
—Está en su derecho. Yo también lo haría tratándose de un sassenach —dijo recalcando la última palabra con cierta repulsa por lo que representaban los ingleses en Escocia.
—Lo entiendo —exclamó con una sonrisa burlona Donaldson mientras Ewan se daba cuenta de que su repentino interés se avivaba por momentos—. Pero recuerda que ese oficial ocupa las tierras de su padre. Y que el hermano pequeño de Darien está metido en un lío por enfrentarse a él —le recordó con una voz fría.
Donaldson se incorporó muy despacio de su banqueta sin apartar su mirada de Ewan, quien permanecía allí de pie, sin decir una sola palabra más mientras observaba los gestos de su amigo. Se habían escapado juntos de la prisión de Bass Rock. Se hicieron al mar como contrabandista y corsarios al servicio del rey francés junto al capitán Leroux. Luego, Ewan decidió montar una taberna en París con las ganancias obtenidas en sus correrías por el mar del Norte. Y Donaldon se dedicó a echarle una mano y a relacionarse con los jacobitas exiliados en París.
—¿A qué viene todo esto? Escapamos de la prisión y dejamos nuestra tierra sin mirar atrás. Somos dos prófugos de la justicia inglesa. Eso sin contar que seguramente nos acusen también de piratería y contradando, viejo amigo —le expuso algo ofuscado porque intuía que Donaldson había reconsiderado de manera rápida e inconsciente el regreso a la patria.
—Soy consciente de ello. Pero también lo soy del hecho de que el padre de Darien salvara al mío en la batalla del paso de Killiecrankie —le recordó a Ewan mientras permanecía pensativo.
—Una batalla de infausto recuerdo para los leales seguidores del rey Jacobo. Todas nuestras esperanzas acabaron cuando John Graham de Claverhouse cayó muerto. El hombre que desde el primer día se opuso de manera férrea al usurpador Guillermo de Orange.
—¿Eh? —exclamó volviendo a la realidad—. Sí, tienes razón. Por eso debemos salir de aquí.
—¿Salir de aquí? ¿Lo estás diciendo en serio? ¿Piensas regresar a tus tierras? —le preguntó alarmado al ver las intenciones de Donaldson.
—Eres libre de seguirme o permanecer aquí en París. Nada te obliga a venir conmigo hacia un destino incierto.
—¿Te has vuelto loco? En esta ocasión no irás a prisión. Te ahorcarán sin ni siquiera pasar por un juicio. O incluso te pondrán delante de un pelotón —le advirtió posando las manos sobre la mesa y encarando la mirada de su amigo.
—Lo sé, pero el riesgo lo merece. Y cambia esa cara, ¿cuántas veces estuvimos en mitad de una refriega en altamar y salimos airosos? Por no mencionar la cantidad de peleas y duelos en tabernas y puertos de medio continente. ¿Lo has olvidado? Nadie sabe que sigo vivo. Esa es nuestra mejor baza, amigo.
—¡Por San Andrés, que de esta no salimos! Mírame y dime que no hay un interés oculto en ti con respecto a la hija del viejo McDonald de Glengarry.
—De momento, volveremos a las tierras de mi clan. Luego ya veremos cómo actuamos —le comentó sonriendo de manera burlona—. Tal vez el destino haya decidido que es el momento de regresar a casa. ¿No crees?
—Donaldson, procura no buscarte problemas con ese oficial inglés, ni con ningún otro —le dijo con un tono de advertencia.
—Si no se interpone en mi camino no habrá ningún enfrentamiento —le dijo muy serio mientras su mirada emitía destellos de rabia—. Pero no voy a permitir que ningún sassenach le haga daño al viejo Fraser y a su familia. Además, siempre podemos acudir a nuestros viejos amigos —le dijo tomando la botella para echar un último trago mientras pensaba en Leroux—. Prepáralo todo si estás dispuesto a seguirme —concluyó palmeando a Ewan en el hombro mientras este resoplaba intuyendo que nada bueno podía salir de aquel viaje.
—¿Qué harás cuando Darien te vea?
Donaldson sonrió de manera tímida al recordar la imagen de su rostro la última vez que se vieron. Estaba convencido de que ahora sería toda una mujer, y que en nada tendría que ver con la muchacha que él recordaba. Deseaba volver a verla, pero no sabía cómo reaccionaría ella.
—De momento no lo he pensado. Tendré tiempo para hacerlo durante el viaje, aunque ya te digo que no espero que me reconozca después de los años y este aspecto —le informó con seguridad mientras se pasaba la mano por el rostro donde destacaba una barba poblada.
—De paso podrías pensar en lo que harás si ese oficial sabe quién eres y lo que has hecho. Por no mencionarte a Argyll, la máxima autoridad del rey Guillermo en Escocia —le advirtió mientras Donaldson asentía.
—Todo a su momento. No obstante, nadie tiene por qué saber que he vuelto. No le diremos a nadie quienes somos.
Donaldson entornó la mirada hacia su amigo para que le quedara claro desde ese momento. Ewan había visto antes ese gesto feroz en el rostro de Donaldson durante sus correrías.
—Se hará como tú dices. ¿Cuándo partimos?
—En cuanto encontremos un barco que zarpe para las costas británicas. Y alegra esa cara, volvemos a casa —cogió la botella para echar un último trago y tratar de no pensar en lo que le depararía el futuro más inmediato.