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Retama

(hidropesía, domesticar perros)

Catlin se está haciendo una trenza de espiga en la mesa de la cocina. Anoche nos pintó las uñas. Las suyas de color púrpura brillante y las mías grises. Hoy es nuestro primer día de clase. Mis dedos se mueven sin parar, toqueteando el hule. Noto un sabor agrio en el estómago. El pánico aumenta. Dejo mi taza de té y empiezo a recoger. Limpio las manchas de té de las tazas de porcelana. Veo a Mamó encogida sobre algo pequeño en el jardín. Es suave y oscuro. No puedo distinguir si se trata de un terrón de tierra o una cría de pájaro. Lo rodea con los dedos, con rostro inexpresivo. Se pone en pie y me mira antes de darse la vuelta. Doy un respingo cuando unos dedos me rozan el hombro.

—Yo me encargo de eso —me dice mamá.

—No —contesto, deshaciéndome de la adrenalina—. No te preocupes.

—Tengo tiempo —insiste—. Ahora soy una dama ociosa.

Sonríe. Las dos sabemos que estará ocupada todo el día. Ella es así. Es profesora de primaria, pero se ha cogido una excedencia, así que su trabajo en Cork la estará esperando si lo necesita. Mamá y yo nos parecemos en eso, pienso. Nos preparamos para lo peor. Salvo que ella también espera lo mejor. Tiro mi tostada en el cubo de la basura, a medio comer. Catlin me sonríe y se mete una segunda rebanada en la boca.

—¡Vamos a llegar tarde! —exclama—. Hemos quedado con Layla al final del camino de acceso. Dentro de diez minutos.

El camino de acceso es muy largo. Tenemos que correr.

Layla Shannon es una chica alta, rubia y delgada. No me cuesta imaginármela saliendo de la niebla. A la luz de la luna. Junto a un lago. Bailando ballet. Para un príncipe. Un príncipe de las hadas. No sé cómo tratar con ella. Es la hija de nuestro guardés y vive en una cabaña en los terrenos de nuestro fabuloso castillo porque… ¿En qué se ha convertido nuestra vida?

Layla nos saluda con la mano, con sus dedos largos y pálidos curvados como el ala de un pájaro.

—Hola —dice en voz baja.

—Hola —respondemos las dos.

Catlin la mira de arriba abajo. Yo hago lo mismo, pero solo porque parece la clase de persona que reparte espadas y profecías en los libros. Lleva el pelo recogido en una coleta alta y descuidada con lo que parece un cordel. Tiene una mancha en la falda del uniforme.

—Tienes el cordón desatado —señala Catlin.

Cuando Layla se agacha para atárselo, casi sigue siendo más alta que nosotras. No es justo. Catlin se yergue cuan alta es. Le pregunta a Layla por el colegio, el pueblo. Sus hermanos. Adónde va la gente a beber. Me recuesto contra la piedra fría, con las manos guardadas en los bolsillos del grueso abrigo de lana. Pienso en la cama que he dejado atrás. Tan cómoda y calentita y sin nadie. Un lugar en el que podría echar una cabezada y estar sola. Bajo la mirada hacia mi maltrecha mochila. Dentro hay dos libros. Uno es sobre la epidemia de la gripe española. El otro es sobre las chicas desaparecidas.

Layla se ríe, como si Catlin y ella estuvieran tramando una fechoría divertidísima.

—Eres graciosa —le dice a mi hermana—. Me gusta.

Catlin la mira con los ojos entornados. La luz del sol es muy brillante esta mañana. Las montañas parecen decoloradas, los árboles están combados como un hueso tallado. Noto algo a los pies de Layla. Algo pequeño y suave. Me agacho para verlo mejor. Una pequeña musaraña enana. El cadáver tiene la cara flaca y los ojos abiertos de par en par. La boquita está muy abierta, llena de pequeños dientes negros. Como hormigas.

—¿Qué haces, Maddy? —me pregunta Catlin. Tiene cara de espanto.

—Lo siento —les digo a ambas, poniéndome en pie—. No suelo examinar cadáveres de bichos.

—Era una musaraña enana —contesta Layla—. Le eché un vistazo antes de que llegarais. Pobrecita.

Le dedico una sonrisa.

—Tienen unas naricitas muy raras, ¿verdad?

—Siempre parecen muy decepcionadas con la vida.

—¿Por qué soy enanaaaaa? —Mi voz de musaraña suena chillona y agresiva, pero Layla parece entender a qué me refiero.

—El mundo es grande y me asusta.

—Enviad ayuda.

—Enviad mucha ayuda.

Soltamos una risita. Catlin se encoge de hombros y se sacude la falda. Se agacha junto al pequeño cadáver, coge el móvil y le saca una foto.

—Otro cadáver encontrado en Ballyfrann —comenta con una mueca.

Y entonces la risa se detiene. La cara de Catlin refleja: «¿Por qué he dicho eso?».

He visto esa expresión muchas veces en el espejo.

Llega el autobús.

Layla no se sienta cerca de nosotras. Las carreteras grises serpentean como ríos a través del paisaje. Damos tumbos por el puerto de montaña. Las encontraron aquí, pienso. Miro por la ventanilla.

Helen Groarke, la más reciente.

Amanda Shale. La encontraron fría y destrozada el día de su cumpleaños.

Nora Ginn parecía tener más de catorce años. Creen que alguien la retuvo un tiempo.

Bridget Hora, menuda como nosotras, pero mayor que las demás. Aunque no demasiado.

Dejo el libro dentro de la mochila. Me recuerdo que a la gente no le gusta hablar de esa clase de cosas. Lo cual es raro. Algunas murieron hace mucho tiempo. Veinte, treinta años. Los lugareños no habrían conocido a ninguna, aparte de Helen. No es que las muertes de desconocidos importen menos; simplemente, no son nuestras muertes. No tenemos la responsabilidad de llorar su pérdida.

Nadie sabe quién les hizo daño a las chicas de las montañas. Pero siempre las mencionan en los libros sobre asesinatos irlandeses sin resolver. Les dedican un capítulo, como mínimo.

Miro a Catlin, concentrada en el móvil, repasando las noticias sobre sus amigos allá en casa, hasta que su pálida cara vuelve a relajarse. Hasta que recuerda que ella es importante. Giro los hombros hasta que crujen.

Pasamos el letrero verde, abollado y oxidado. La pintura se está desconchando. Asoman ásperas zonas marrones. Vuelvo la mirada mientras lo dejamos atrás.

Fáilte go Béal Ifreann
Bienvenidos a Ballyfrann

Miro a Catlin, torciendo la boca. No es una sonrisa. Ni tampoco su respuesta. Me da un golpecito con el hombro mientras el autobús traquetea por la montaña. Suena como si el motor fuera una caja de metal llena de tornillos sueltos. Hay demasiado ruido para bloquearlo con unos auriculares.

—Parece un lugar muy solitario —dice mi hermana.

Emplea la palabra «solitario» como si, de algún modo, pudiera aplicarse a ella. Como si no me perteneciera a mí.

—No estaremos solas, Catlin. Eres mágica. Y nos tenemos la una a la otra. Seguro que nos divertimos. Cortando turba.

Le digo a mi hermana cosas que podrían ser mentira. Ella asiente con la cabeza.

—No suelo preocuparme por nada, Mad. No piso ese terreno. Y sin embargo… Aquí estoy. Pisándolo.

Dobla los dedos de los pies. Oigo crujir los huesos.

El autobús se detiene frente a una verja negra con pinchos. La rodea una cadena, como si fuera una serpiente con su cena. Hay sujetos tres candados distintos. Las rejas situadas alrededor del colegio están pintadas de negro, pero presentan un tono marrón brillante por el óxido.

—¿Quién querría colarse aquí? —pregunta Catlin.

Me encojo de hombros. Básicamente, se trata de una serie de abandonadas estructuras prefabricadas, agrupadas alrededor de una achaparrada casita blanca, con pequeñas ventanas arracimadas. Algunas están tapiadas con madera u onduladas chapas de cinc.

—¿Por lo menos es seguro? —sugiero.

—Nada es seguro en Ballyfrann —murmura Layla al pasar—. ¿Os habéis vacunado contra el tétanos?

Me bajo el jersey negro de poliéster sobre la falda gris de poliéster. Me abotono de nuevo el abrigo de lana cuando el viento me azota la piel.

Y allá vamos.

Este colegio es muy diferente al que íbamos en Cork, mucho menos higiénico. Hay muchos tonos grises, marrones y terracotas, desconchones en la pintura a través de los cuales puedes ver asomar los colores de épocas anteriores. Como los anillos en el tocón de un árbol. Las estructuras prefabricadas deben ser más viejas de lo que parecen. Sabemos que Brian estudió aquí, cuando solo estaba la casita. El choque cultural es fuerte. Casi lloro de alivio al ver una silla de plástico con un pene dibujado. Miro a Catlin. Noto que ella también se alegra.

—Como en casa —me dice—. ¿Ves con cuánto detalle han dibujado las pelotas?

Asiento con la cabeza. Parece antiguo.

—Tal vez sea de Brian —comento, y me doy cuenta de mi error al instante al verla hacer arcadas—. Me refería a que lo dibujó él, Catlin. Por el amor de Dios. Lo dibujó él. Puaj.

Durante el transcurso del largo y frío día, los encantos del colegio Nuestra Señora del Pueblo en las Montañas empiezan a brotar. Como un hongo, o unas verrugas extrañamente reconfortantes. Los baños, que están situados en una especie de caseta separada, huelen a cigarrillos y pis. Alguien le ha sacado las pilas al detector de humo. De vez en cuando suena un pitido, recordándonos que no es seguro. Interrumpiendo el silencio que reina alrededor.

Creo que esto me gusta. Aquí no se preocupan por cosas sin importancia como las apariencias o la idoneidad, y eso está bien. Solo somos unos treinta en todo el recinto. Aproximadamente el uno por ciento de la población de nuestro antiguo colegio. Es ridículo. En resumen, conocemos a todos hoy. Tardamos cinco segundos.

Layla tiene dos hermanos: Fiachra y Cathal. Vienen al colegio en sus mountain bikes, «son demasiado activos para el autobús». Catlin me da con el codo en las costillas al oír eso. Dos veces. Una por cada posible novio de Galway en buena forma. No me convence la idea. Aunque supongo que podría ser una realidad. Si buscas un David Bowie joven, y con acné.

Hay seis alumnos del pueblo en nuestro curso, aparte de nosotras. Charley Collins, una chica de hombros anchos con las cejas más gruesas que he visto nunca, su hermano Eddie, Layla, Fiachra, Cathal y otra chica nueva que empezará pronto. Algunos alumnos vienen en autobús desde los pueblos cercanos a Ballyfrann, pero no muchos. El pueblo más próximo está a una hora de distancia y muchos chicos de allí simplemente van a clase en Galway. Los chicos de Carraig destacan, con su normalidad y sus polos. Parecen chicos de campo normales y corrientes. Seguro que practican algún tipo de deporte tradicional.

Los chicos que viven más cerca del castillo cuentan con una especie de resplandor saludable y muchos músculos. ¿Es que aquí todo el mundo hace ejercicio? ¿Qué les pasa? ¿No tienen Netflix? No me gusta y me da mala espina. Me fulmino las manos con la mirada como si fuera Mamó. Quien, por cierto, se negó a salir del pueblo para asistir a la boda de mamá y Brian, a pesar de que su nombre es la palabra irlandesa para «abuela». Deberíamos fulminarla a ella con la mirada.

—¿Cómo son los profesores? —pregunta Catlin, aunque en realidad no le importa, solo quiere llenar el silencio.

Está comiendo ensalada con un tenedor de viaje que usa para lanzar la pregunta al aire. Tiene semillas de granada y queso feta. Mamá nos está compensando. No durará mucho esta situación.

—Están bien. Bueno, no es que lleguemos a conocerlos o algo por el estilo. Los profesores nunca se quedan mucho tiempo. Como un año, más o menos —contesta Charley—. Esto está demasiado lejos. No hay nada que hacer, si no eres de aquí. Llenan su currículum y se marchan a otro sitio.

Dice «otro sitio» como otra gente diría París o Nueva York. Recuerdo a su padre de la boda y la mudanza. Un hombre grande con cara roja, rodeado de hermanos grandes con caras rojas. Puños peludos.

—Los Collins —nos había dicho Brian—. Somos parientes, lejanos. Todos en Ballyfrann tienen sangre Collins. En las venas… o en las manos, según dicen. —Y entonces se rio—. Funciona bien. Cuidan de los suyos.

La boda fue un día sumamente incómodo.

—¿Qué hace la gente de aquí? —pregunta Catlin, expectante.

Charley se encoge de hombros.

Miro por la ventana. La voz del profesor se convierte en un ruido de fondo. Las nubes desdibujan las montañas, que tienen un aspecto sombrío y temible. Los árboles parecen cuchillas. Me estremezco. Igual que todos, en realidad. La calefacción del edificio no funciona.

La señorita Feehlihy, la directora, me da mal rollo. Nos tiende la mano y nos repite varias veces lo estupendo que es Brian, sin ofrecernos información útil antes de retirarse a su pequeño despacho. Su pelo rubio teñido parece tan seco que podría incendiarse.

—¿A qué viene tanto lamerle el culo a Brian? —le pregunto a mi hermana, que alza una ceja perfectamente delineada—. Tu ceja parece insinuar algo.

—Vaya, lo siento. Qué vergüenza.

Se alisa la ceja con una mano que luego usa para hacerme una peineta. Su esmalte está impecable. El mío ya se está desconchando. Este sitio está lleno de astillas y otras cosas con las que golpearte, arañarte y engancharte.

—Está claro que quiere tirárselo —asegura Catlin—. Mamá probablemente le arruinó la posibilidad de echar un polvo.

Niego con la cabeza y señalo el póster que la directora tiene en la puerta. Cachorros y gatitos. Ninguna de las dos ha visto nunca nada tan cutre.

—Lo hizo ella solita, Catlin —opino.

Nuestras caras se vuelven sombrías al reconocer la tragedia.

Los chicos de Ballyfrann se muestran amables, pero distantes. Como si fuéramos sus tías o unas primas empollonas. Desayunamos juntos en el recreo e intentamos integrarnos en un grupo a la hora del almuerzo preguntando dónde están las cosas y siguiéndolos.

Sirva esta conversación de ejemplo:

—Bueno, ¿cómo es la señorita Edwards?

—Como cualquier otro profesor.

Gracias Cathal o Fiachra, uno de los hermanos de Layla. No lo dice a modo de pulla. Más bien es un «¿Por qué me haces preguntas?».

—¿Conocéis el castillo? —insiste Catlin.

Al mirarla a la cara, noto el esfuerzo físico que le supone intentar transformar el aburrimiento de esta gente en interés. No está acostumbrada a eso.

—Sí.

Fue más bien una sílaba que una palabra. «Mi hermana necesita esto, Eddie», pienso. «Por favor, intenta cooperar».

Eddie tiene un rostro infantil y franco, y Catlin ni le habría dirigido la palabra en nuestro antiguo colegio. La miro a la cara y noto un tic casi imperceptible. Estaba llevando la cuenta. Eddie se pasa los dedos grandes y gruesos por la mata de pelo pelirrojo, sin percatarse.

—Ahora vivimos allí —añade Catlin.

Él contesta «Vale». Como si los castillos fueran caravanas.

Comemos en silencio.

Un rato después, sucede algo horrible. Catlin le dice a Charley:

—Me gusta tu corte de pelo pixie.

La aludida responde «Gracias» y le da un mordisco a su sándwich, como si no supiera que cuando una chica te hace un cumplido tienes que devolvérselo. Puedo notar cómo se le eriza el vello de la nuca a Catlin. Su cerebro está repasando todas las cosas por las que podrían halagarla. Su pelo, su piel, su delineador, su acento irlandés… El pequeño camafeo con el Niño Jesús de Praga que lleva puesto. Me mira medio desesperada. ¿Qué le pasa a esta gente?

Me vuelvo hacia ella.

—¿Un pitillo? —sugiero.

Catlin sonríe.

No he empezado a fumar, pero es maravilloso poder huir de situaciones sociales. Cuando finges que eres fumador, puedes desaparecer de diez a sesenta minutos y nadie se enterará. Nos sentamos en la parte posterior del descuidado jardín del colegio, detrás de un arbusto, junto a una valla de hierro forjado. Nuestros dedos se mueven juntos, arrancando la descascarillada pintura marrón hasta dejar a la vista el esqueleto.

—No les hagas caso —le aconsejo a mi hermana.

—No lo haré —me asegura.

Se acaba el cigarrillo en apenas veinte segundos y enciende otro.

—Una mujer que opina como yo —dice una voz suave y profunda.

Se trata de un tipo desgarbado. Nos observa a través de las rejas. Viste una chaqueta de cuero y vaqueros. Una camiseta blanca. Lleva el pelo peinado hacia atrás. Solo le falta la moto y sería un chico malo de los barrios bajos en una peli de los años cincuenta. Apoya una mano grande y pálida sobre la valla y salta por encima con facilidad. Se sacude los pantalones.

Sonríe y aguarda a que nos mostremos impresionadas.

Solo una lo está. Catlin lo mira a los ojos, echa los hombros hacia atrás y saca pecho.

—Sois las nuevas niñas de Brian, ¿verdad?

—Hijastras —lo corrijo.

Me dan ganas de decir «Hijastras adultas»; pero, sinceramente, eso podría sonar aún peor que niñas. ¿Quién usa la palabra «niñas» con tono de flirteo? Los depredadores, pienso. Lo fulmino con la mirada.

Nos tiende la mano.

—Me llamo Lon Delacroix. Diminutivo de Laurent Delacroix.

Tiene una voz cálida. Alza ambas cejas con gesto lastimero como si dijera: «No dejéis mi mano solita».

Catlin asiente y le estrecha la mano al desconocido. Sus ojos se iluminan un poco. Ha encontrado algo a lo que hincarle el diente. Le echo un vistazo al pobre desgraciado. No sabe lo que le espera.

El chico charla con nosotras como si fuéramos personas hasta que suena la campana, y noto el efecto positivo que eso tiene en mi gemela. Un chico mayor, aunque no tanto como para dar mal rollo. De edad universitaria, más o menos. Lon parece majo, tal vez un poco creído. Además, ¿qué hace merodeando por el patio del colegio? Qué raro.

En el camino de vuelta a clase, Catlin me da otro codazo en las costillas. Acierta casi siempre en el mismo sitio. Tengo la zona dolorida. Noto que se me empieza a formar un pequeño moretón. Un pequeño verdugón de color púrpura para señalar un chico con potencial. El día transcurre de manera habitual y, cuando termina, estoy agotada. Es duro conocer gente nueva. Me siento como si estuviera haciendo una serie de entrevistas de trabajo y, si no consigo el puesto, me pasaré sola los próximos dos años, haciendo los deberes y viendo a Catlin coquetear con chicos mayores inapropiados. No sería lo peor del mundo, pero tampoco sería lo ideal.

Permanecemos en silencio durante la mayor parte del trayecto a casa en el autobús. Escuchando cómo se relacionan los chicos de Ballyfrann. Es como si nos hubieran asignado el papel de observadoras. Resulta extraño, pero también agradable en cierta forma. ¿Por qué deberían ser nuestros amigos? No nos conocen, ni nosotras a ellos.

De regreso, mientras el cielo se va oscureciendo, escucho el traqueteo del autobús. Veo el reflejo de los faros en los ojos de un gato. El seto que bordea la carretera es irregular, sin hojas. Cuento siete cruces blancas al borde del camino. Un grupo y luego otra y otra. Un pequeño patrón en este lugar descuidado. El chirrido de los neumáticos contra el asfalto suena cada vez más fuerte. Como uñas contra una pizarra, grabando una señal de peligro en mi cerebro. Cualquier cosa con ruedas puede ser un arma. Necesito bajarme. Estoy atrapada. Estoy atrapada. Estoy atrapada.

Miro a Catlin, que está revisando de nuevo su móvil. Su rostro está concentrado, con expresión abstraída. Los otros escolares hablan. No oigo lo que dicen, no con exactitud. Es más bien un murmullo. Mezclado con los fuertes chasquidos metálicos. Estamos encerrados juntos, dentro de una carcasa de metal. Contando las cruces que pasamos por el camino.

Ocho.

Nueve.

Diez.

Once…

Mamó nos adelanta a toda velocidad en un cacharro rojo como la sangre. Solo alcanzo a ver un destello de cáñamo y pelo, pero sé que es ella. La sensación al reconocerla va acompañada de ira. No me extraña que haya cruces en el camino si los lugareños conducen así.

Doce…

Trece…

Pienso en la pequeña musaraña que vimos esta mañana. Sus patitas. La humedad del hocico. Aquí estamos muy cerca de la naturaleza. Hay mucha vida oculta. Y muerte oculta.