8

Hoja de laurel

(cáncer, piel y pelo)

El castillo está silencioso como una tumba, inmóvil como una estatua. Llamo a Catlin y a mamá, pero nadie responde. Me siento un tanto aliviada. Presentar el informe sobre el día en el colegio resulta agotador. Me quito los zapatos para no dejar huellas húmedas en las baldosas y me dirijo a la cocina para prepararme una taza de té y empezar a hacer los deberes. Necesito reflexionar sobre algunas cosas: nuestro profesor de Matemáticas es de los de «tiene sentido para mí, así que seguro que tendrá sentido para vosotros», y no quiero terminar sollozando sobre mi examen. Catlin opina que no debería preocuparme por la universidad hasta el último curso, pero eso es típico de ella. La única medicina que quiere ejercer es beber demasiado jarabe para la tos «para ver qué pasa». (Lo que pasó fue que expulsó un vómito azucarado.)

Demasiada trigonometría después, levanto la cabeza. Mamó está sentada en la mesa de la cocina, bebiendo de una taza de cerámica marrón llena de lo que parece ser agua de lavar los platos y ramitas.

No sabría decir cuánto tiempo lleva allí, observándome estudiar. Molestándome en silencio. Como una espía. Su expresión refleja indiferencia y tiene la piel sorprendentemente tersa para tratarse de una mujer que es, en palabras de Catlin, «más vieja que Matusalén».

Me levanto y empiezo a guardar mis cosas en la mochila.

—Te vas a tomar una taza de té conmigo —afirma.

No es una invitación. Inclino la cabeza y me siento frente a ella. Mamó se ocupa de las tazas, de las cucharas y de las bolsitas de té. Sabe dónde está todo.

Siento el fuerte impulso de cambiar las cosas de sitio simplemente para fastidiarla. Trago saliva. Estoy tranquila. Soy madura. Soy impermeable.

Como el granito.

—¿Has tenido alguna visita hoy? —le pregunto. Con voz petulante. No puedo contenerme. Estoy dedicando toda mi energía a no levantar una ceja.

—Unos cuantos clientes, sí.

Ladea la cabeza. Como los búhos. Tiene los ojos muy grandes y muy brillantes. El pelo canoso. Su rostro parece cuero untado con mantequilla, salvo que más pálido. Lleva las mangas arremangadas. Tiene bronceado de granjero.

—¿Y qué hiciste por ellos?

Mi voz suena más arisca de lo que pretendía. Esta mujer tiene algo que me hace querer darles patadas a las cosas.

—Los ayudé, a la mayoría. Menos a una mujer que quería que le… —Traga saliva— limpiara el aura, con la ayuda de unos cristales curativos que había comprado por internet. Así que tuve que explicarle las cosas que estoy dispuesta a hacer y las que no.

Su rostro es implacable.

La miro.

Y Mamó me mira a mí.

—¿Qué cosas no estás dispuesta a hacer?

—No me dedico a hacer cosas que no son útiles —responde, con sus ojos brillantes posados en mi cara.

Me siento como si estuviera contando cada poro de mi rostro.

—Creía que te irían todas esas cosas New Age. —añado.

—La gente suele suponer eso, hasta que me conoce.

Toma un largo sorbo de aquel brebaje. Es té, pero más espeso, más negro. Más meloso.

—Brian nos dijo que eres homeópata.

—¿En serio? Soy una especie de herbolaria. Mi madre me transmitió sus habilidades, desde muy joven. Y si posees una habilidad, y te quedas en un sitio el tiempo suficiente, la gente acude a ti. A veces los ayudo. A veces no.

Miro la taza de té que tengo delante, espeso por la leche. No me ha preguntado cómo lo tomaba. Y, cuando lo ha plantado en la mesa, no le he dado las gracias.

—Catlin tiene algunos cristales —comento.

Pienso en los pequeños cuarzos, lapislázulis pulidos, unakitas y piedras de luna que tiene en su cuarto, repartidos entre las figuras de la Virgen María. Aunque, en realidad, simplemente le gusta el aspecto que presentan.

—Típico de Catlin —responde Mamó—. Pero tú tienes un poco más de sentido común.

Tomo otro sorbo y le digo que odio la homeopatía.

—No malgastes tu energía odiando cosas inútiles —me aconseja.

—Pero mata a la gente. Leí que…

—La vida mata a la gente, Madeline —me interrumpe—. Aunque, a veces, la gente le echa una mano. Puede ser… frustrante.

—Quiero ser médica cuando sea mayor —le digo, y ella asiente con la cabeza.

—Así que no te asusta trabajar. Eso tiene sentido. Te he visto con las plantas. Te gusta sanar cosas. —Hace una pausa—. Aunque ese arbolito tuyo necesita mucha más agua. No temas anegarlo. No le hará ningún daño.

—Cada planta tiene necesidades diferentes. A ver, tiene sentido. Pero es difícil saberlo. —Me encojo de hombros—. Hago lo que puedo. Gracias.

Mamó mueve la cabeza. No llega a asentir del todo. Lleva el pelo recogido en un moño en la nuca; no como el de las bailarinas de ballet, sino más bajo, y de algún modo más pulcro. No desentonaría con un pañuelo en la cabeza. Viste una blusa abotonada hasta arriba del todo. Sus uñas están pintadas de varios colores, pero no es esmalte, parece barniz. Tal vez sean manchas de hojas, arcilla y raíces.

—¿Qué te parece el pueblo? —me pregunta.

—Está bien, supongo.

Ella contesta «Hummm» de un modo que me hace sentir que debería aportar algo más. Como en una entrevista de trabajo en la que te preguntan tus puntos fuertes y tú dices «trabajo duro», y entonces se te quedan mirando y te pones nerviosa, así que añades «¿… como un tejón?», y sabes que no vas a conseguir el trabajo, así que te miras los pies hasta que vuelvan a dirigirte la palabra.

Solo he tenido unas tres entrevistas para trabajos de verano, pero estoy bastante segura de que me salieron muy mal.

Me di cuenta de ello.

—No hay mucha gente de nuestra edad. Lo cual es duro para Catlin. Está acostumbrada a tener muchos amigos.

—¿Y tú?

—Eso no me molesta —respondo, y me noto que es verdad—. Me estresaba ir al colegio, pero está bien. Me gusta tener mi propio espacio.

Mamó emite un ruido y luego se pone en pie. Su taza está vacía. Hay trabajo que hacer. Tengo la sensación de que debería estrecharle la mano cuando se marcha.

«¿Conseguí el trabajo, Mamó?», me pregunto.

Sigue sin caerme bien, pero ahora ese sentimiento está mezclado con algo más.

Me miro las manos, pequeñas y limpias, y me pregunto qué me deparará el futuro. ¿Catlin conseguirá todos los amigos y me dejará charlando con torpeza con ancianas? ¿En eso se convertirá la vida?

El té espeso se me asienta en el estómago como una comida caliente. Lavo las tazas y miro por la ventana, hacia el jardín. Mamó está pasando junto a un espino. A través de la penumbra, veo el batir de un ala, el destello de un ojo. La mano de Mamó sale disparada hacia una rama. ¿Era eso un pájaro? Se lo guarda en el bolsillo. No estoy segura de lo que he visto. La anciana se ha movido muy rápido, escabulléndose en la oscuridad. Como un depredador. Una comadreja. Friego las manchas marrones de la cerámica blanca. Coloco las tazas en el escurridor. Miro por la ventana hasta que está demasiado oscuro para ver algo.

Cuando subo las escaleras de madera, Catlin está en su cama, bebiendo de una taza de cerámica marrón de aspecto muy familiar.

—¿Qué es eso? —pregunto, señalando la taza como si me hubiera ofendido. Lo que, para ser sincera, es cierto.

—No lo sé. Me lo dio Mamó. Ven, huele.

Me tiende la taza. Me la acerco a la cara e inhalo el aroma. Huele un poco a salvia y un poco a agua de mar, pero tiene algo que me transmite buenas sensaciones. Como si fuera lo opuesto al veneno.

—Qué raro —comento—. ¿Y te lo bebiste sin más? ¿Funciona, por lo menos?

—No lo sé… Todavía me siento fatal —gime—. Me duele el estómago y la cabeza.

—Pobrecita —murmuro, sintiéndome un tanto alegre porque el estúpido té de Mamó no haya sido de mucha ayuda.

—No te burles, Maddy. Prácticamente me colocó la taza en la mano como si fuera una granada y se me quedó mirando hasta que empecé a beber. Luego, gruñó y se fue. Estoy demasiado enferma para lidiar con desconocidas maleducadas.

—No me estoy burlando. A mí también me dio té. Y consejos sobre plantas.

—Solo llevo un día enferma y ya tienes una nueva mejor amiga —dice Catlin, haciéndose la ofendida.

—No es mi amiga. Tengo la sensación de que está tramando algo.

—Tú crees que todo el mundo está tramando algo.

—Suele ser así. siempre estás tramando algo.

—Hoy no —contesta, y se recuesta en la almohada con un suspiro—. Estoy demasiado cansada y asquerosa. Este estúpido sitio va a acabar matándome.

—Estás ardiendo —digo, apoyando la mano contra su frente—. ¿Quieres que vaya a buscar a mamá?

—No. Solo te quiero a ti. ¿Te quedas a dormir aquí esta noche?

—Por supuesto. Procura contagiarme. Me gustaría librarme de ir al colegio un día.

—No quieres esto —me asegura—. Es… un asco.

Cierra los ojos y se acurruca.

—Pero ¿sabes qué no es un asco? —le pregunto, como un vendedor de los años cincuenta, con una sonrisa radiante y las cejas levantadas.

—Basta —dice Catlin—. No estoy de humor.

—¿No estás de humor… para una carta de amor de Lon? —pregunto, agitando el sobre delante de su cara como si fuera un abanico de papel en un día caluroso.

—¿Qué? —Se incorpora de golpe—. Dámela.

La lee dos veces, con expresión absorta. Intento echar un vistazo por encima de su hombro, pero me la oculta.

—¿Qué te escribió?

—Cosas sexis y privadas —contesta, meneando las cejas.

—No sería capaz.

—Claro que no. No es un cerdo.

Dejo pasar ese comentario y Catlin me enseña la carta. Es más bien una nota.

Catalina:

Hoy eché de menos tu hermoso rostro. Regresa pronto conmigo.

L

—Me encanta cómo consigue acaparar el protagonismo a pesar de que eres tú la que está enferma.

—Maddy, para. Es precioso.

Sonríe y deposita un besito en el papel. La dejo allí, releyendo la nota.

Me lavo los dientes y la cara, preparo unos leotardos y unas braguitas para mañana, y luego regreso para acostarme a su lado.

—No me empujes —refunfuña.

Está más caliente que un horno.

Le hablo del colegio, y del té con Mamó, pero a ella lo que más le interesa es hacerme preguntas sobre Lon. Qué aspecto tenía y qué dijo exactamente. Intento ser útil, pero es difícil porque es un tío muy aburrido y horrible. Catalina. ¿Quién le cambia el nombre a alguien porque le da la gana? Ni siquiera es un apodo. Cuando Catlin se duerme, me quedo tumbada en la cama una eternidad, intentando ponerme cómoda, sin conseguirlo. Noto una sensación de clara inseguridad. No es peligro exactamente. Solo inseguridad. Percibo algo aquí, repiqueteando por las cañerías. Acechando en mis sienes, en mis dedos. Puedo sentir que se me empiezan a tensar los hombros, mis articulaciones se doblan. Estoy acostumbrada a esto, sé lo que significa. Como los calambres estomacales el día antes de que me venga la regla. Voy a tener que recolectar algo pronto. Odio esta sensación y me odio a mí misma.

Mamá me llevó a un lado antes de marcharnos, para revisar todos los restos que había en mi habitación.

—¿Entiendes que esto no es un comportamiento normal, Madeline?

Asentí con la cabeza.

Lo entendía. Lo entiendo.

Me acurruco como si fuese una bolita, cierro los ojos, me clavo las uñas en la parte blanda situada debajo de los pulgares y cuento y cuento hasta que mi respiración se calma. Catlin gime y se gira hacia mí, despertándose. Puedo sentir la enfermedad brotando de ella. Tiene las manos húmedas, sudorosas. Me frota la espalda y me cuenta cosas, pequeños chismes sobre gente a la que ambas conocemos, ropa imaginaria que le gustaría ponerse. Aquellas cosas fascinantes y sin importancia cubren mi preocupación como una ventisca de nieve. Catlin sigue hablando hasta que me quedo dormida.

Sueño con bosques con dientes desparramados por el suelo, como si fueran hojas caídas. Cuando estiro la mano para tocarlos, la textura no es la correcta. Se derriten contra mi piel. Mamó está ahí.

El mundo es grande y blando. Y muy cruel.