16

Lengua cerval

(bazo y fuego)

Entro detrás de Mamó en su guarida y me siento en un sillón mullido con una taza de té. Me resulta extraño que esta mujer viva en un lugar con sillones y una tetera. Una encimera de granito, una cocina pequeña. Tengo la sensación de que debería vivir en el tipo de casas en las que viven los hobbits. Y tener siempre un caldero, como mínimo, al fuego. Me inclino hacia ella, formulando preguntas en mi cerebro.

Antes de que las palabras puedan salir de mi boca, ella me mira y habla:

—Lo has hecho bien esta noche. Necesitabas lengua cerval, mantequilla de turbera y tierra básica. Eso es lo que te faltó. Acertaste con el resto.

Lo dice como si yo supiera de lo que está hablando. Como si hubiera sacado un bien en un examen. Siempre saco notable, como mínimo.

Inhalo despacio y echo los hombros hacia atrás.

—¿Qué hicimos? —le pregunto—. Me refiero a qué significó.

—¿Qué significó?

Lo repite despacio. Como si estuviera siendo increíblemente paciente conmigo.

—Sí.

—Significó que estábamos siendo prudentes. Cuando sales de casa, cierras la puerta.

—Tú no lo hiciste. Cerrar la puerta, digo.

Me mira.

—Mi puerta siempre está cerrada. Pero no con llaves.

—¿Y eso qué significa?

—No creo en correr riesgos estúpidos.

Toma un largo trago de su taza amarilla de barro cocido. Tiene una estrella pintada.

Inspiro y planteo una pregunta estúpida:

—¿Fue… magia?

Mamó se recuesta en su asiento.

—Yo no lo llamaría así. Fue más bien un seguro. No hay nada como las cosas bien hechas.

—Así que puedes hacer… hechizos y esas cosas. —Ella inclina un poco la cabeza—. ¿Eres una bruja, Mamó?

Noto que la sangre se me agolpa en las mejillas. No hay forma de que esa pregunta no suene extraña, saliendo de mi boca. Ella no reacciona. Simplemente continúa hablando, con voz tranquila:

—Cuando Brian se casó con esa… con tu madre, le dije que tendría que explicaros cómo son las cosas en el pueblo.

—¿Y cómo son? —le pregunto, pasando por alto el hecho de que, por lo visto, mi amable y encantador padrastro cree en la magia.

—Le prometí que no revelaría demasiado. Y yo cumplo mi palabra. Pero te diré esto: ten cuidado. Este pueblo es una especie de… —Recorre la habitación con la mirada y la posa en la nevera— nevera. Y algunas personas somos imanes de nevera. Y otras somos comida.

No se trata de una analogía muy instructiva, pero tengo la sensación de que explicar cosas no es su fuerte. Bosteza de forma deliberada.

—¿No deberías irte ya a tu casa, jovencita?

—Esta es mi casa —señalo, deseando saber más. Quiero entenderlo todo.

—Esta es mi casa. Simplemente está pegada a la tuya. Ahora, sube. Volveremos a hablar en otro momento.

Obedezco. No sé qué pensar. Está amaneciendo cuando entro. Las habitaciones están en penumbra. Voy a la cocina, cojo la sal y me la llevo a la cama.

Catlin me está esperando en mi cuarto. Tiene la cara húmeda, como si hubiera estado llorando.

—¡Madeline! —exclama. Como si hubiera estado siete años fuera.

—¿Catlin? ¿Qué pasa? ¿Estás bien?

—Uf. Sí, estoy bien —contesta, secándose la cara—. Es que tuve una sensación muy rara. Como si no fueras a volver o algo así. Como si te arrastraran lejos de mí. Y luego, cuando te fuiste, no pude dejar de pensar en ese cuento del libro de papá. El que casi recordé. Ya sabes a cuál me refiero.

Me está mirando. Puedo ver que le brilla la frente por el sudor. Se muerde la uña del índice derecho con aire distraído y se arranca un trocito con forma de luna creciente.

—¿Qué cuento, Catlin? —le pregunto mientras me meto bajo las mantas, hecha polvo.

—En el que estaba pensando antes de lo de… el demonio del bosque. Ya lo recuerdo.

Y yo recuerdo la portada gris manchada y las páginas amarillentas del libro de papá, las complejas ilustraciones en blanco y negro. La voz vacilante de mamá mientras leía las palabras.

—Creo que fue lo primero que oí que me dio miedo de verdad —dice mi hermana en voz baja.

Cierro los ojos y lo visualizo. Una de nosotras a cada lado de mamá, escuchando atentas. Deseando que se detuviera, y que siguiera adelante.

Catlin nos abriga a las dos con las mantas.

—¿El de la mujer cuyo hijo enfermó, así que llevó un ternero en medio del bosque e invocó al Demonio…?

—Me suena un poco…

—Y la mujer mató al ternero. Y rezó e invocó de nuevo al Demonio. Y, cuando acudió, le ofreció su alma para salvar a su hijo.

—Oh, Catlin —digo al acordarme—. Te pareció horrible. Que el niño se recuperara, pero ya no quisiera a su madre. No podía. El Demonio se había llevado su alma. Así que la mujer se consumió. Se consumió y, cuando murió, el Demonio vino a por ella y se la llevó directamente al Infierno.

—Es un cuento horrible para incluirlo en un libro para niños.

—Yo no estoy tan segura de que fuera para niños. Había muchas muertes.

—Recuerdo haber tenido mucho miedo —dice en voz baja—. De que la gente pudiera dejar de querer a sus semejantes. De que la gente pudiera ir al Infierno así sin más. En realidad, creo que fue entonces cuando empecé a rezar. A modo de seguro.

Ahí está esa palabra otra vez. Dos lugares diferentes y dos bocas diferentes. ¿Eso significa algo?

—¿Madeline? —me llama, empujándome con suavidad.

—No eres tan rara —le aseguro—. ¿Has visto mis enormes montones de sal?

—¿Solucionasteis esa sensación en el cruce?

Cierro los ojos con fuerza. No sé qué decirle.

—Eso espero —contesto—. Eso espero.

Me quedo despierta, pensando en la boca muerta del zorro, con la lengua rosada colgando con languidez. Los brillantes ojos de Lon posados sobre mi hermana, su sonrisa, la sensación que transmite, una promesa y una amenaza. Lo visualizo sonriendo, con una sonrisa cada vez más amplia, su boca es demasiado grande para ser humana. No hay lobos, pero las personas pueden ser lobos. Tengo miedo de algo que todavía no conozco.

Estar en el mundo tiene un precio.